Revista Temas Número 2 Abril-Junio 1995
¿Cómo piensan a Cuba desde afuera?
Nelson P. Valdés. Estudios cubanos en los EE.UU. No. 2 abril-junio (1995).


Alfredo Prieto. Cuba en los medios de difusión norteamericanos. No. 2 abril-junio
(1995).

Louis A. Pérez, Jr. Historia, historiografía y estudios cubanos: treinta años después. No.
2 abril-junio (1995).

Albert Campbell. Una introducción a la economía cubana: sus objetivos, estrategias y
desempeño. No. 2 abril-junio (1995).

Jorge Hernández Martínez. Miradas desde afuera: política y estudios sobre Cuba en los
Estados Unidos. No. 2 abril-junio (1995).

John H. Kira. La Iglesia Católica en Cuba. No. 2 abril-junio (1995).

Miren Uriarte. Los cubanos en su contexto: teorías y debates sobre la inmigración
cubana en los EE.UU. No. 2 abril-junio (1995).

Ernesto Rodríguez Chávez. El debate cubano sobre la cubanología: un balance crítico.
No. 2 abril-junio (1995).

Pedro Pablo Rodríguez, Olivia Miranda, Adalberto Ronda, Enrique Ubieta, Denia
García Ronda. Discutir a Martí. No. 2 abril-junio (1995).

Armando Cristóbal. Precisiones sobre nación e identidad. No. 2 abril-junio (1995).



Carolina de la Torre. Conciencia de mismidad: identidad y cultura cubana. No. 2 abril-
junio (1995).

Magaly Muguercia. El teatro cubano tras las utopías. No. 2 abril-junio (1995).
Margarita Mateo Palmer. Literatura latinoamericana y posmodernismo: una visión
cubana. No. 2 abril-junio (1995).



© Temas, n. 2, abril-junio de 1995, pp. 5-12.
Estudios cubanos en los Estados Unidos
Nelson P. Valdés
Sociólogo, Universidad de Nuevo México, Albuquerque.

Despertar de un interés académico en torno al tema cubano debe enmarcarse en el contexto general en que se
desarrollan los estudios sobre el continente americano en los Estados Unidos, Europa y América Latina misma.
Hasta 1959 los estudios referidos a Cuba —y América Latina en general— eran limitados en su número y en los
temas que abordaban. Solo después del triunfo de la Revolución cubana comienza a aparecer una numerosa producción
sobre asuntos latinoamericanos, y los estudios del área se identifican con la profesión de latinoamericanista.
Los estudios sobre México, Argentina, Colombia o Brasil, han estado influidos, a nivel internacional
fundamentalmente, por los académicos de esos respectivos países. Este no es el caso de Cuba. La comunidad académica
de los cubanos que residen fuera de Cuba ha tenido mayor peso en la obra escrita sobre el tema. Solo en los últimos diez
años los estudiosos cubanos residentes en la Isla comienzan a participar en la producción académica a nivel internacional,
justo en momentos en que estudiar o analizar a Cuba se torna altamente controversial. Incluso hoy, es necesario apuntar
que todavía estos no preponderan en este campo; en otras palabras, no determinan lo que se discute internacionalmente.
Por otro lado, aun cuando académicos de la Isla se incorporan al debate, con participación creciente, lo hacen en una
gama muy limitada, fundamentalmente las relaciones internacionales y la economía. Son contados los trabajos publicados
en el exterior sobre el Estado, el gobierno, el Partido o la sociedad cubana. Este vacío ha sido llenado por estudiosos que
viven fuera de la Isla, en su mayoría de ascendencia cubana. La dirigencia cubana generó los temas que en los primeros
tiempos se estudiaron en el exterior, mientras que los estudiosos cubanos estuvieron ausentes. En los primeros 20 años de
«estudios sobre la Revolución cubana», los temas medulares de la discusión académica afuera fueron aquellos de mayor
interés público de la dirigencia cubana: Cuba como modelo, la ofensiva revolucionaria, la Zafra de los diez millones, la
institucionalización, y otros.
En general, los estudios producidos sobre la Revolución cubana se han dado en llamar «cubanología», término que no
es precisamente de los más felices.1 Existen diversas interpretaciones del término «cubanología», a saber:
1. Estudio de todo lo que tiene que ver con la isla de Cuba, sin limitarse a un período específico o a una disciplina
en particular. «Cubanología» es equivalente a estudios cubanos.
2. Estudio de todo lo que tiene que ver con Cuba, pero solo desde 1959 en adelante. Se trata, en este caso, de
estudios sobre la Cuba revolucionaria en todas sus dimensiones.
3. Estudio de algunos aspectos de la Revolución cubana, particularmente la economía, la política, las relaciones
internacionales, sin incluir las humanidades, es decir, la literatura, artes, filosofía o historia. Los «cubanólogos»,
en este caso, son menos, pero no se diferencian sobre la base de sus posiciones políticas, ideológicas o
metodológicas. Esta es, particularmente, la posición de los académicos norteamericanos.
4. Estudio de algunos aspectos de la Revolución cubana con fines ideológicos o políticos contrarios al proceso. En
este caso, se tiene una definición aún más restrictiva y politizada de la «cubanología». Esta ha sido la típica
definición adoptada dentro de la Isla.
5. Por último, pudiera llamarse «cubanología» al campo de aquellos que estudian a los que estudian a Cuba. En
este caso, el objeto estudiado son los autores. Hay pocos estudiosos dedicados a esta variante.


Aunque no existe consenso sobre qué es la «cubanología», yo prefiero esta última acepción.

Historiar la disciplina

Entre 1959 y 1969, la «cubanología» abordó, de forma altamente polémica, temas como los siguientes:
a) la dimensión internacional de las relaciones Cuba-EE.UU.;
b) la naturaleza del sistema político cubano —es decir, si se trataba o no de una dictadura;
c) la tesis de la «revolución traicionada»;
d) el grado de responsabilidad norteamericana en la adopción del sistema político, económico y social en Cuba.

Vale la pena destacar el excelente y esclarecedor ensayo de Robin Blackburn, muy poco tomado en cuenta en aquel
entonces —año 1963—, aun cuando fue uno de los primeros trabajos serios que trataba sobre las precondiciones de la
Revolución cubana.2
Particularmente, entre los años 1964 y 1970, dominaron el estudio político de la realidad cubana las obras de
Theodore Draper y Andrés Suárez.3 El primero fue un analista brillante en su metodología, con una perspectiva teórica
sobre el carácter de clase del fenómeno que estudiaba, y uno de los pocos estudiosos que buscaba una teoría social de la
Revolución cubana. Suárez, por su parte, fue más ecléctico y empirista. La obra de Draper, como la de Suárez, fue
altamente crítica del proceso revolucionario.
El año 1969 fue un hito importante para los estudios cubanos. En este año Carmelo Mesa-Lago publica sus dos
famosos ensayos sobre las estadísticas cubanas, Availability and Reliability of Statistics in Socialist Cuba, con lo que se
convirtió en el verdadero gestor de los estudios académicos sobre Cuba en EE.UU.4
Es este un momento especialmente propicio para los estudios sobre la Revolución cubana. Surgió un interés evidente
de instituciones dentro de EE.UU., que propiciaron una serie de talleres sobre materiales cubanos entre 1968-1969, bajo
el auspicio de la Biblioteca del Congreso, y que contaron con el financiamiento de la Fundación Ford para el estudio de
revoluciones en América Latina (1968-1972). Por otro lado, en este momento la Universidad de Pittsburg comenzó a
recibir fondos de la Fundación Mellon, la Tinker y la Ford, para avanzar en el campo de los estudios cubanos, así como
aumentar la colección de materiales sobre el tema. Carmelo Mesa-Lago rompió con los temas que hasta ese momento se
discutían, e introdujo la economía y las estadísticas en la obra académica en inglés.5 Si bien un grupo de economistas
exiliados ya había iniciado este trabajo sobre Cuba en la Universidad de Miami, lo había hecho en español y con poca
divulgación.6
En 1969 se fundó en Miami el Instituto de Estudios Cubanos, que se dio a la tarea de organizar seminarios y
reuniones para discutir temas cubanos. El IEC se convertirá en el centro donde, en forma seria y sistemática,
profesionales, intelectuales y académicos cubanos residentes en el exterior y otros estudiosos se reunirán anualmente para
dialogar respetuosamente sobre Cuba y la migración. No existe otra organización fuera de Cuba con una historia tan rica.
En la década de los 70, comenzó a abordarse el estudio de Cuba desde su dinámica interna. Y se trazó la continuidad
de su historia, así como las peculiaridades de su desarrollo. En estos años aparecieron obras de innegable importancia,
como las de Carmelo Mesa-Lago Cuba in the 1970s: Pragmatism Institutionalization, 1971, y Revolutionary Change in
Cuba, 1973, y, de Jorge I. Domínguez, su obra maestra Cuba: Order and Revolution, 1978. Dicho trabajo introdujo a los

estudios cubanos lo más reciente de la literatura de la modernización, y a la vez sumarizó muchas de las tesis que ya
circulaban desorganizadamente. Domínguez proveyó a la «cubanología» de una perspectiva funcionalista, modernizante,
comparativista, que hizo a su vez uso de numerosas disciplinas y de la historia de Cuba durante el siglo XX. Su obra
marcó un importante hito en la producción académica sobre la Isla. Desde entonces, Jorge Domínguez remplaza la
influencia de Mesa-Lago en los estudios políticos. Este último, no obstante, seguirá siendo la voz hegemónica en lo
económico, así como el editor de la importante revista Cuban Studies.
El virtual monopolio ejercido en los años 70 por los cubanos emigrados, comenzó a desaparecer.7 Además, el
paradigma predominante —desarrollado en los 70 para «entender» a Cuba— entró en crisis a mediados de la década.
Los estudios cubanos han estado guiados en su desarrollo por una especie de modelo biológico, que es en sí mismo un
modelo simplista de las generaciones dentro del proceso de la Revolución cubana. En esa perspectiva la Revolución tiene
varias etapas:

1959-1970: Etapa radical —vinculada a la época de juventud de los revolucionarios.
1970-1986: Etapa pragmática —revolucionarios maduros y por tanto una política «racional».
1986-1989: Etapa de rectificación de errores —momento netamente radical, que no parece tener sentido. Se tiende a
explicar como la decadencia de la Revolución.

Este patrón biológico (juventud, adultez, madurez, vejez) funcionó y pudo «explicar» siempre que los eventos
político-económicos coincidieran con el modelo. Cuando la realidad entró en conflicto con este, apareció la crisis.
Ya que luego de la vejez sobreviene la muerte inexorablemente, a partir de 1989 los estudios sobre Cuba solo
prescriben lo que será la post-revolución.
Durante estos años, y los siguientes, aparecieron trabajos sobresalientes por su originalidad y por su contenido,
aunque vale destacar que recibieron muy poca atención dentro del marco hegemónico de los estudios cubanos en EE.UU.
Entre ellos, de Richard Fagen, The Transformation of Political Culture in Cuba, 1969; Maurice Zeitlin, Revolutionary
Politics and the Cuban Working Class, 1970; James O'Connor, The Origins of Socialist Cuba, 1970; Nelson P. Valdés,
ed., Cuba in Revolution, 1972; Samuel Farber, Revolution and Reaction in Cuba, 1976; Medea Benjamin et al., No Free
Lunch, 1984. Estos trabajos tenían una perspectiva marxista y una orientación teórica, que trató, junto con el magnífico
libro de Boris Goldenberg, The Cuban Revolution and Latin America, 1965, de dar una visión alternativa, progresista,
dentro de la llamada «cubanología»,
En la década de los 80, se observó una verdadera explosión en los estudios sobre Cuba. Estos se tornan mucho más
serios y profesionales. Ya no es posible identificar el momento con una serie de temas de interés meramente coyuntural.
El número de académicos que estudian a Cuba aumenta, al nutrirse de los propios EE.UU., Cuba, América Latina y
Europa. En este momento ya existe una profundización de los lazos académicos entre los Estados Unidos y Cuba. Entre
1980-1984, el LASA Task Force on Scholarly Exchanges with Cuba promueve la participación de cubanos de la Isla, y se
incrementan notablemente las visitas de los estudiosos cubanos a los EE.UU. En 1980, el Instituto de Estudios Cubanos
celebra un seminario en La Habana, el primero de su tipo.
Entre 1981-1984 comienza una controversia sobre la economía cubana. Entre 1959 y 1979 se desarrollaron numerosas
controversias sobre la Revolución, pero estas eran típicamente políticas e ideológicas. Pero ya no era así. De un lado
estudiosos emigrados (Mesa-Lago, Jorge Pérez López., Sergio Roca, Jorge Sanguinetty), y del otro lado economistas

cubanos (José Luis Rodríguez), norteamericanos (Andy Zimbalist), suecos (Claes Brundenius). Detrás del debate se
observaban posiciones diferentes hacia el modelo cubano, su eficiencia y factibilidad. A la vez, centros de investigación
en la Isla hacen una serie de críticas políticas, ideológicas, de contenido, sobre la obra —económica y política— de algu-
nos de los estudiosos del tema de Cuba.8
En 1991 se da la segunda gran polémica entre economistas, los que pasan de establecer diferencias de interpretación y
estadísticas a otros temas más sustantivos. Aparecen entonces estudios sectoriales de la economía cubana (Jorge F. Pérez
López, The Economy of Cuban Sugar, 1991). Los estudios cubanos se hacían más específicos y serios.
Casi al mismo tiempo que aparecen nuevos actores académicos, el papel preponderante de la Universidad de Pittsburg
enfrenta competidores, entre estos la Johns Hopkins University con Wayne Smith, el Cuban Project, de la Universidad de
Miami, bajo la dirección de Jaime Suchlicki, y más recientemente —1991— el Cuban Research Institute, de la Florida
International University, dirigido por Lisandro Pérez. Desde 1985, Radio Martí, con su equipo de investigación, entra en
la discusión sobre Cuba, al producir trabajos analíticos de diversas temáticas y enviarlos gratis a académicos en los
EE.UU.
Un hecho singular es el vacío que se produce en la «cubanología» referente al tema de la historia de Cuba. Mientras
abundan los estudios sobre la Revolución, escasean los que tratan la historia del proceso. Por otro lado, los historiadores
no traspasan más allá de 1958.
Louis A. Pérez nos dice que, generalmente, «los estudios cubanos han sido movidos por la necesidad de definir
políticas, una orientación que no acepta fácilmente el análisis histórico como una perspectiva que tenga utilidad». La
Revolución, entonces, está desconectada del pasado del país. Pérez escribe: «el pasado pre-revolucionario, si es utilizado,
solo sirve como fuente de antecedente y no como manera para conocer, para. Entender [...] La historia se ve como mera
secuencia de hechos, y no se convierte en sustancia.9
Aunque los que estudian a la Revolución cubana fuera de la Isla han descuidado la historia, vale destacar que existen
algunos trabajos de gran valor realizados por historiadores, cuya contribución ha sido extraordinaria en términos de una
mayor diversidad de puntos de vista, profundidad en los análisis de tipo metodológico, categorías analíticas nuevas y
utilización de materiales nunca trabajados.
El abordaje de la historia en el campo de los estudios sobre Cuba deja de concentrarse en el tratamiento de períodos
políticos —como sucede con el resto de las disciplinas. Aparece una nueva historiografía social, que estudia la
resistencia, la lucha, los pobres, los bandidos, la criminalidad, las protestas pre-políticas, el mesianismo rural, los temas
étnicos-raciales, las clases, el género.10
Con pocas excepciones, los temas históricos sobre Cuba son estudiados por académicos norteamericanos, lo que
muestra la reticencia de los clásicos «cubanólogos» a rebasar los marcos tradicionales de análisis de la realidad cubana en
las últimas tres décadas. Hasta el momento, no existe un verdadero diálogo entre académicos de origen cubano, fuera y
dentro de la Isla, sobre la historia del país.
Tampoco podemos observar una discusión seria de los paradigmas y metodologías entre cubanos de la Isla y los de
afuera. No se discute tampoco el paradigma utilizado.
Un paradigma es una visión generalizada, mayormente aceptada, sobre un fenómeno, así como la mejor manera o
procedimiento para investigarlo. Un paradigma provee una serie de conceptos, de elementos que se asumen en el
tratamiento de un tema. Una vez aceptado, domina la disciplina y define lo que se hace en esta. Si algún estudioso no lo
asume, al abordar determinado tema, la comunidad académica no lo acepta o lo hace solo periféricamente.
.

La educación profesional se desenvuelve típicamente dentro de los confines de un paradigma. Este puede existir
independientemente de su declaración explícita. Para identificarlo, podemos guiarnos por las premisas de una obra. Estas
son aquellas creencias sobre un objeto tan generales que pueden ser aplicables sin restricción. Estas proveen los términos
de referencia con los que se interpreta el trabajo; y se refieren a la disposición de creer y aceptar algo y buscar datos que
lo demuestren.
Al tratarse de estudios que forman una disciplina o especialización, los análisis sobre la Revolución cubana. no
pueden clasificarse sencillamente por su contenido político explícito. Un trabajo académico debe ser juzgado a partir de
sus fuentes, su lógica interna, las premisas utilizadas, la evidencia que provee, su nivel teórico e incluso por su elegancia.
En sentido general, los que escriben sobre Cuba, y aquellos que reseñan los trabajos de los estudiosos, han
demostrado una intensa aversión a discutir estos aspectos. La literatura sobre la Revolución cubana ha estado permeada
por tanta polémica —y continúa estándolo— que los académicos parecen preferir no hablar sobre cuestiones de método.
Maurice Halperin en su libro The Rise and Decline of Fidel Castro, 1972, manifiesta que no debe hacer ningún
comentario sobre método porque no sería de mucho valor. Algunos, como Cole Blasier, confunden el adoptar una
metodología o declarar una perspectiva teórica con la pérdida de la objetividad y la adopción de posiciones políticas.
Por regla general, los «cubanólogos» prefieren presentar acontecimientos y datos en orden cronológico, en lugar de
tocar los aspectos analíticos de las ciencias sociales. Los estudios sobre la Revolución cubana no han sido clasificados ni
por el método utilizado ni por el modelo aplicado o la teoría implícita o explícita. En el mejor de los casos. los autores
declaran sus preferencias de valores y normas. Jorge I. Domínguez, por ejemplo, escribe que el «conocimiento de mi
marco de referencia ideológico puede ser importante al juzgar la información que se ofrece aquí».11
Mesa-Lago, por su parte, dice: «En mis escritos, he tratado de asumir una actitud neutral, balanceada y objetiva. Sin
embargo, mi marco valorativo y entrenamiento legal me hacen favorecer el pluralismo político y las libertades civiles, así
como la justicia social; mi entrenamiento económico enfatiza la eficiencia y la racionalidad económica».12 Pero la
cuestión no radica en declarar en un prefacio los valores que consideramos más atrayentes. El hecho es que los valores
afectan el trabajo académico, incluyendo lo que se estudia, cómo se define el problema, con qué material se trabaja y qué
conceptos se utilizan.
Es necesario estar consciente de que el paradigma que utilizamos ya en sí afecta nuestro estudio.
¿Quiénes son los funcionalistas? ¿Quiénes tienen una orientación positivista? ¿Por qué en los estudios económicos
domina la economía institucional, el racional choice o el neoliberalismo como marco de referencia? ¿Hasta qué punto
están los autores conscientes de esto? Estas y otras interrogantes esperan respuesta.
Sin embargo, existen paradigmas implícitos que pueden descubrirse en el tratamiento de algunos temas.
Los estudios sobre la política exterior cubana no se guían por una teoría explícita. Los trabajos dependen de la
narración, la descripción y tienden a ser inductivos. Por regla general, esta literatura no le presta atención a la base
socioeconómica, sino que se presenta como expresión estática de un orden interno: si hay cambios en la política exterior,
no son producto de cambios internos en el sistema, sino que son una mera manifestación de una decisión de Fidel Castro
o de una presión externa —hasta hace poco, de la URSS. El tratamiento de la política exterior sigue la lógica del
personalismo. El diferendo Cuba-EE.UU. es, por lo tanto, la expresión de percepciones subjetivas erróneas por parte de
Fidel Castro.13 Damián Fernández ha apuntado que los trabajos sobre política exterior cubana, aunque supuestamente
discuten y explican, dicen muy poco sobre el proceso de toma de decisiones, brindan sobre todo descripciones y una
racionalización de motivos.

Se debe cuestionar la premisa implícita en estos enfoques, consistente en que la política exterior solo trata de la arena
política, sin recibir influencias de otros planos de la sociedad cubana, como es, por ejemplo, el económico.
También en el campo de los estudios nacionales la «cubanología» se caracteriza por las descripciones. La literatura
sobre el sistema político cubano tiene un alto interés en describir quién tiene el poder y cómo se ejercita este. Los
modelos totalitarios, o de «élites», o de oligarquía consultiva, son la expresión de una misma premisa sobre la naturaleza
del poder en Cuba, que parte de la exaltación del papel del individuo en el desenvolvimiento de los procesos históricos.
Las «élites» eran definidas como meras extensiones de un líder con sus clientes, es decir, un agregado de los seguidores
del líder. Los «elitistas» definen a la sociedad cubana como una sociedad dirigida, controlada desde arriba, sin grupos de
presión reales y con una población atomizada.
Los estudios sobre las élites cubanas son relativamente recientes. En los años 60, algunos trabajos reconocían las
diferencias entre organizaciones políticas y revolucionarias, pero se veían como reminiscencias de épocas anteriores.
El primer tratamiento del modelo de élites aparece en 1971, en Divisions within the Cuban Leadership: Their
Implications for Cuba and the United States, escrito para la Rand Corporation por Edward González, Luigi Einaudi,
Nathan Leites, Richard Maullin y David Ronfeldt. Su tesis principal: los antecedentes políticos de los revolucionarios —
antes de 1959— determinaban sus posiciones después del triunfo de la Revolución.
En 1975, Andrés Suárez adoptó de Andrew Nathan el término «facción» en vez de «élite». En todos esos trabajos no
aparecía una definición conceptual de élite, ni de facción. Las referencias a estos términos revelan la perspectiva de que
la política en Cuba era patrimonial, es decir, lo que se discutían eran las relaciones patrón-cliente. Para los
«cubanólogos», es mucho más satisfactorio ideológicamente enfatizar la biografía y las narraciones sobre un individuo
que el propio sistema sociopolítico.
Según Anthony Maingot, los «cubanólogos» han tenido que batallar para no sucumbir al gran deseo de ver la Cuba
revolucionaria en términos de la biografía de Fidel Castro. Yo añadiría que más bien no se han podido resistir.14
Recientemente, Jorge Dornínguez reconoció que su obra no preparó a sus lectores para los cambios que se sucedieron
en Cuba a fines de los 80. Lo significativo es que añade: «los académicos que por largo tiempo se concentraron en Fidel
Castro, y los que enfatizaron la economía política interna o las relaciones internacionales, nos prepararon mejor para
entender esos acontecimientos».15 Domínguez abandonó la tesis de la oligarquía consultiva por el modelo del caudillo.16
Esto llevó a Marifeli Pérez-Stable a expresar su gran preocupación: «Ciertamente necesitamos entender la dinámica
política de Fidel Castro, pero no por sí sola». Los estudios cubanos atribuyen un papel preponderante a la figura de Fidel
Castro sobre la base de su carisma, entendido como cualidad, como característica inherente al individuo, y no como una
relación social estructurada, que es como lo trata la literatura clásica sobre el tema y que estos estudiosos parecen
desconocer.
Ya en 1986, los «cubanólogos» comenzaron a buscar otra forma de explicar el sistema político cubano. El proceso de
Rectificación llevó a muchos autores, que antes explicaban los cambios internos corno producto de una maduración
ideológica por parte de Fidel Castro, a una crisis de paradigmas. ¿C6mo explicar la política de 1986? La mayoría de los
estudiosos señalaron nuevamente el papel de las «ideas» más que el de los factores sociales, políticos o culturales dentro
de la sociedad cubana; pera ya no se podía argumentar que eran ideas «jóvenes» o ideas «maduras» o «pragmáticas». Una
versión sofisticada fue la de Jorge Domínguez, quien elucidó la tesis de la «oligarquía consultiva lisiada» (crippled
consultative oligarchy), argumentando que la falta de faccionalismo y de políticas representativas de intereses
organizados, permitió al líder determinar el cambio. Pero nadie ha podido explicar —aun si las caracterizaciones fueran

correctas— por qué la política tomó precisamente esa dirección.17
A fines de 1989, se suceden los cambios en Europa Oriental, y más tarde en la URSS. Casi al mismo tiempo tiene
lugar un debate sobre la naturaleza de los estudios referidos a la Revolución cubana.18 Estos cambios rescatan los
estudios de la «cubanología» de su crisis teórica, paradigmática.
A partir de 1990, un gran número de los estudios sobre Cuba se tornan prescriptivos, al concentrarse en imaginar la
transición o las posibles transiciones. Aparecen programas detallados de lo que se debe hacer, se discuten posibles
escenarios y se buscan agentes de cambio endógenos o exógenos. En esa coyuntura, surgen nuevas instituciones para
discutir el tema cubano, como la Asociación para el Estudio de la Economía Cubana, con reuniones anuales y una
publicación titulada Cuba en Transición. En Londres, exiliados cubanos fundan la Sociedad Económica de Amigos del
País. Numerosas empresas privadas en los Estados Unidos —incluyendo bufetes— dan a conocer que realizarían
conferencias y estudios sobre Cuba. La Florida lnternational University, al igual que la Universidad de Miami, establece
un programa de estudios, investigaciones y publicaciones sobre Cuba y la transición.19
Algunos autores, algo apresurados, publican títulos como La hora final de Castro, de Andrés Oppenheimer, 1992, o
Cuba After Communism, de Eliana Cardoso y Ann Helwege, 1992. La Fundación Nacional Cubano Americana da a
conocer, con detalles, cual sería el «blueprint» para la reconstrucción capitalista.20 Hubo una explosión en el número de
conferencias sobre «la transición hacia el capitalismo sin Castro» entre 1992 y 1993. Lo extraordinario es que nadie
consideraba al país real, ni las fuerzas internas reales. Menos aún se discutía el proceso de cambios dentro de Cuba; se
hablaba, discutía y escribía sobre una Cuba imaginaria. Nadie mencionaba o creía importante a la Cuba real.
Los numerosos esfuerzos hechos fuera de Cuba para imaginar la transición son muy detallados en lo que se refiere a
la economía. El modelo es único, unidireccional, con diferentes etapas; pero sin opciones: el futuro es capitalista.
Cuando se discute el tema del gobierno y la política, se tratan posibles escenarios y se buscan los agentes del cambio
dentro del sistema. Pero no hay estudios sobre lo que está sucediendo. Se piensa en democracia representativa y en
eficiencia económica, pero sin costos. En Cuba existen algunos trabajos sobre la transición económica, sobre la base de
modelos y posibles escenarios. No conozco trabajo alguno que detalle cómo se maneja la transición, si responde a un
programa estratégico a priori, o es meramente el producto de medidas coyunturales, resultado de la dinámica interna de
la propia crisis económica. Ni fuera, ni dentro de la Isla, los estudios sobre Cuba se han dado a la tarea de comparar
propuestas y de determinar las razones tras las diferencias.
Fuera de Cuba se habla sobre una transición hacia «política libre, mercado libre»,21 pero el mayor obstáculo se
identifica con Fidel Castro, que según Domínguez «es alérgico al mercado y al pluralismo político». Los estudios
políticos sostienen que Cuba se mueve hacia una economía en creciente crisis y hacia la violencia política. Estas
conclusiones están basadas en modelos, proyecciones y premisas sin datos.
Se escribe poco sobre los costos de una transición al capitalismo. Carmelo Mesa-Lago es una excepción, al revelarnos
que la transición a una economía de mercado «generará graves costos sociales [...] Desde una perspectiva única, un sistema
de asistencia social erosionado bajo el socialismo reduciría las expectativas de la población a tener protección social
durante una transición al mercado». El propio autor se opone a eso y sugiere una asistencia social que sea viable desde el
punto de vista financiero para «ayudar a la población pauperizada», pues el costo de esta transición será aún más difícil.22
Añade además que la oposición popular a las reformas sería un obstáculo y que podría llevar a la violencia y al
autoritarismo. Las propuestas de transición no son todas iguales. Es necesario analizar sus contenidos y diferencias. Lo
que sucede con los economistas también se observa entre los que estudian la política.

Por otra parte, puede observarse una apertura de los «cubanólogos» hacia aquellos cubanos que han roto con el
proceso, o que sencillamente viven fuera de Cuba. En la Isla se le ha prestado mucha más atención al enfoque ideológico-
político de estos autores. Se unen a la «cubanología», por primer vez, junto a los estudios prescriptivos, los trabajos
histórico-filosóficos.
Junto a las propuestas prácticas específicas sobre economía, podemos observar un desarrollo paralelo, no
necesariamente ligado de forma orgánica, pero congruente, que favorece una visión utilitaria, más cercana al mercado.
Esta es la de los filósofos e ideólogos salidos de Cuba recientemente. Este fenómeno, mucho más reciente, queda por
investigar.23

Conclusión

Una apreciación general de los estudios comprendidos dentro del marco de la «cubanología» nos permite hacer las
siguientes anotaciones:
• La «cubanología:» necesita de estudios comparativos —hasta qué punto el proceso cubano está condicionado
por factores similares a los de otros en el Tercer Mundo.
• La constancia del presentismo, es decir, la falta de historicidad en los análisis.
• El predominio de lo general sobre lo particular en el estudio del objeto. Abundan los estudios macros; no se le
presta atención a lo sectorial.
• El empirismo. Predominan la narración, la descripción, la anécdota. No existen verdaderos trabajos teóricos.
• La adopción del discurso público como realidad. Los estudios cubanos prestan demasiada atención a las
declaraciones públicas, ideológicas, no se analizan los verdaderos procesos internos. Los estudios cubanos son
más ideográficos que analíticos.
• El énfasis tiende a ponerse en una personalidad y no en el contexto, en la estructura y las fuerzas sociales o
institucionales que afectan las decisiones.
• Dificultad en el nivel de acceso a la información. Son pocos los estudiosos sobre Cuba que hacen
investigaciones en Cuba.
• Falta de relacionalidad. Los estudiosos no se comunican entre sí lo suficiente, con el fin de tener en cuenta lo
que otros escriben o investigan —ya sea dentro o fuera de la Isla.

Los estudios cubanos han creado una Cuba imaginaria. Proyectan la Cuba deseada como un nuevo acto en nuestra
larga historia de voluntarismo, desde afuera, lejos de la realidad isleña, sin contar con cubanos de acá, de carne y hueso,
con cultura propia, con intereses propios.
Son precisamente estos, los cubanos de Cuba, los que deben producir estudios en las ciencias sociales, en la
economía, que examinen las transiciones —en plural—, que estudien la sociedad que se va desarrollando y establezcan
las pautas a seguir en este campo. Esta es en realidad la mejor crítica que puede hacerse a la «cubanología»: una
irremplazable producción académica desde Cuba. Y recordar siempre que el lenguaje de la lucha política, de la
movilización social, no es necesariamente el mejor instrumento en un marco científico.

Notas

1. Dos libros, publicados en EE.UU., ofrecen una visión panorámica de los temas que han predominado en los estudios
sobre la Revolución cubana. El primero, Cuban Political Economy: Controversies in Cubanology, editado por Andy
Zimbalist, en 1988, fue una crítica a los paradigmas dominantes escrita por autores de izquierda. El segundo
volumen, Cuban Studies Since the Revolution, editado en 1992 por Damián Fernández, fue el producto de una
conferencia celebrada en la Florida International University, aproximadamente dos años antes. Se trata, por su parte,
de una defensa de los paradigmas dominantes, pero también provee una detallada descripción de lo que se ha escrito
en las diferentes disciplinas.
2. Robin Blackburn, «Prologue to Revolution», New Left Review, Londres, octubre, 1963. (Este ensayo nunca ha sido
publicado en español).
3. Theodore Draper, Castro's Revolution. Myths and Realities, New York, 1961, y Castroism: Theory and Practice,
New York, 1965; Andrés Suárez, Cuba: Castroism and Communism, 1959. 1963, Boston, 1967.
4. Carmelo Mesa-Lago, «Availability and Reliability of Statistics in Social Cuba», Latin American Research Review,
verano, 1969.
5. Ya en The Economy of Socialist Cuba, 1981, Mesa-Lago no le presta tanta atención a los cambios políticos en la Isla,
como lo hizo en los años 70.
6. Varios autores, Un estudio sobre Cuba, Miami, University of Miami, 1963.
7. Arthur McEwan, Revolution and Economic Development in Cuba, 1981.
8. Ver. Claes Brundenius, Revolutionary Cuba. The Challenge of Economic Growth with Equity, Boulder, Westview
Press, 1984, Andy Zimbalist y Claes Brundenius, The Cuban Economy—Measurements and Analisys of Socialist
Performance, 1989; José Luis Rodriguez, Estrategia del desarrollo económico en Cuba, 1990, y en la revista
Comparative Economic Studies, 1985-1986.
9. El comentario aparece en el libro editado por Damián Fernández en 1992.
10. Sobre temas militares: Louis A. Pérez, Army Politics in Cuba, 1898-1958, University of Pittsburgh Press, 1978.
Allan J. Kuethe, Cuba, 1753-1815: Crown, Military and Society, University of Tennesse Press, 1986; «The
development of the Cuban Military as a Socio Political Elite, 1763-1783», Hispanic American Historical Review,
noviembre, 1981, y «Guns, Subsidies and Commercial Privileges: Some Historical Factors in the Emergence of
Cuban National Character, 1763-1815», Cuban Studies, 16. 1986. Sobre el bandidismo existe una literatura
abundante. Ver la reseña de Louis A. Pérez. Jr., Lords al the Mountains: Social Bandity and Peasant Protest in
Cuba, 1878-1918, University of Pittsburgh Press, 1986. Sobre la mujer y la familia el mejor trabajo en su visión
histórica y concepción metodológica es el de Verena Martínez Alier, Marriage, Class and Colour in 19th Century,
Cambridge University Press, 1974. También el de K. Lynn Stoner, From the House to the Streets: The Women's
Movement for Legal Change in Cuba, 1898-1958 [disertación doctoral], Indiana University, 1983.
11. Jorge I Domíngucz., Cuba: Order and Revolution, Cambridge, Harvard University Press, 1978.
12. Carmelo Mesa-Lago, The Economy of Socialist Cuba, Albuquerque, University of New Mexico Press, 1974.
13. Edward González y David Ronfeldt, To Understand Cuban Foreign Policy, One Must First Understand Fidel
Castro, Rand Corporation, 1986.
14. Anthony Maingot, «A Question of Methodology: Review Essay on Recent Literature on Cuba», Latin American
Research Review, 13(1): 46.
15. Jorge I. Domínguez, «Politics in Cuba, 1959-1989: The State of the Research», en Damián Fernández., ed.. Cuban

Studies Since the Revolution, University Press of Florida, 1992: 308.
16. Marifeli Pérez-Stable, «Politics in Cuba», en Damián Fernández, Op. cit., 121.
17. Jorge I. Domínguez, «Leadership Changes, Factionalism and Organizational Politics Since 1960», en Raymond C.
Taras, ed., Leadership Change in Communist States, Unwin Hyman, 1989.
18. En varias conferencias efectuadas en Cuba y en los Estados Unidos se debatió el tema. Varios libros fueron
publicados. En marzo de 1984 se dio un seminario sobre «cubanología» en La Habana, otro en febrero de 1985.
Carmelo Mesa-Lago respondió a sus críticas en «On the Objectives and Objectivity of Cubanology. A response to a
Critic from Cuba», Cuban Studies, 16, 1986. Enrique Baloyra reseñó el debate en «Side Effects: Cubanology and its
Critics», Latin American Research Review, 22, 1987. Durante 1988, otras voces entraron en la discusión,
incluyendo: Nelson P. Valdés, Marifeli Pérez-Stable, Ernesto Molina y José Luis Rodríguez con su libro Crítica a
nuestros críticos, La Habana, 1988.
19. Jorge Pérez López presentó, en abril de 1991, un manuscrito, «Economic reform in Cuba: Lessons from Eastern
Europe». Ver boletín del bufete Shaw, Pittman, Potts &. Trowbridge, Free Market Cuba Business Journal.
20. Manuel Cereijo, Thc Cuban Economy: Blueprint for Reconstruction, Miami.
21. Ver «The Transition to Somewhere», en Transition in Cuba: New Challenges for US Policy, Florida International
University, 1993, pp. 5-38.
22. Carmelo Mesa-Lago, «The Social Safety Net in the Two Cuban Transition», en Transition in Cuba: New
Challenges for US Policy, Florida International University, 1993, pp. 601 y ss.
23. Entre estos, Rafael Rojas, «Viaje a la semilla: instituciones de la antimodernidad cubana», 1993, Ernesto
Hernández, «Modernismo, modernidad y liberalismo: la República de Martí», 1993, Rafael Rojas, «La otra moral
de la teleología cubana», 1994, Rafael Rojas, «El discurso de la frustración republicana en Cuba», 1993.

© Temas, n. 2, abril-junio de 1995, pp. 13-21.
Cuba en los medios de difusión norteamericanos
Alfredo Prieto GonzáIez
Comunicólogo. Centro de Estudios sobre América (CEA). La Habana.

La pregunta se nos plantea como una recurrencia: ¿conocen los norteamericanos a Cuba, con independencia de su
posición hacia la Isla, si es que la tienen? ¿En qué medida la imagen de Cuba se corresponde con la realidad y, sobre todo,
con la que los cubanos tienen de mismos? Tom Miller, en un importante libro, se la respondió así: los norteamericanos
saben poco sobre Cuba, pero nada sobre los cubanos.1 Los estereotipos, las diferencias idiomático-culturales, el
etnocentrismo, la Guerra fría, los medios de difusión y la escasez de contactos directos entre ambos pueblos, generan un
conjunto de percepciones sobre la realidad cubana que en unos casos obliteran los verdaderos problemas, y en otros
convierten en problemas cosas que para los cubanos —o por lo menos para la mayoría de ellos— pueden, simplemente, no
serlo.
Este artículo constituye una tentativa de analizar y discutir los resortes de la imagen de Cuba en los medios de difusión
norteamericanos como entidades públicas para la manufactura del consenso.

Dos poderes públicos: la prensa y el ejecutivo

La categoría prensa norteamericana es una abstracción convencional. Designa a las instituciones informativas que
conforman la llamada prensa del mainstream, un conjunto diverso caracterizado por Hess en función de su cercanía al
poder y grado de acceso a fuentes autorizadas,2 y que contiene toda una concepción de la noticia cuyas implicaciones
comunicativas y sociales hemos discutido en aproximaciones anteriores.3 Se trata de un complejo dífusivo pensado y
articulado en función de la clase política y de los sectores más educados y de mayor nivel de ingreso de la sociedad. Su
propósito último es contribuir, en la medida de su alcance, a la reproducción ideocultural del sistema que lo hace posible,
así como a la construcción de la hegemonía. Esta última puede definirse como el proceso mediante el cual la clase
dominante, o un sector de ésta, subordina a clases y grupos sociales a través de la penetración de su visión del mundo,
sentido común, imaginarios y prácticas cotidianas.4
A reserva de ciertas visiones más o menos extendidas, en los Estados Unidos la clase dominante no es una ni
homogénea, lo que explica en última instancia la diversidad de los medios de difusión, su carácter no monolítico. Estos no
son allí, en sentido estricto, «aparatos ideológicos del Estado». La dominación y la reproducción ideológica del sistema se
ejerce, fundamentalmente, a través de una red de instituciones difusivas privadas, con conciencia de sí, y sobre todo con un
poder de influencia en el proceso de formulación e implementación de las políticas públicas.
Correlativamente, no es posible asumir el proceso de formación y difusión de las imágenes como un acto lineal y no
exento de conflictos, dada la diversidad de intereses y objetivos de política de los distintos actores involucrados. El enfoque
conspirativo, aquel que asume a la prensa como un instrumento ciego del Gobierno, tiene como mayor debilidad enfocar
este problema como un proceso racional unitario, movido en último análisis por la supuesta existencia de un sistema de
ordeno y mando entre ambos poderes públicos —prensa y Administración. Estos, sin embargo, han llegado a colisionar en
problemas concretos de política hacia América Latina —por ejemplo, en los casos de la Revolución Popular Sandinista, la
crisis haitiana, las relaciones con México y, más recientemente, en la cuestión del bloqueo y los viajes a Cuba.

En los Estados Unidos la relación de la prensa con el poder ejecutivo no es monocroma. Ha sufrido importantes
cambios desde los años 60 hasta la actualidad, y está mediada por un conjunto de eslabones como la correlación de fuerzas
entre los actores políticos «externos» a la prensa, las relaciones ejecutivo-Congreso, el contexto ideopolítico, la naturaleza
del liderazgo presidencial y las estrategias comunicativas de la Casa Blanca.
Generalmente se acepta que los liderazgos presidenciales fuertes y carismáticos suelen llevar la voz cantante en esa
relación, imponiendo a su favor el tratamiento de los medios de difusión, pero esta propuesta no puede asumirse de manera
mecánica. De hecho, una administración como la de Ronald Reagan —con una cobertura virtualmente sin precedentes en
los medios— se vio desfavorecida ante un acontecimiento como el escándalo Irán-contras, que determinó, según resumió
en su momento el senador Tip O' Neil, el fin de la luna de miel de la prensa con el ejecutivo.
Así mismo, los estudios comunicológicos sostienen que las calidades y actitudes de la prensa y los medios ante la
Administración se relacionan sustantivamente con la naturaleza del tema y, sobre todo, con el área de política de que se
trate. De acuerdo con este paradigma, obtener el apoyo de los medios en la política exterior es relativamente más fácil si
existe un liderazgo presidencial que cubra las expectativas sobre el papel de los Estados Unidos en el mundo y ejecute
acciones —no necesariamente de fuerza militar— en correspondencia con ello. Por el contrario, en la política doméstica,
donde por definición afloran intereses y percepciones encontrados, ese apoyo es bastante más difícil.
Es indudable que lo primero contribuye a explicar los éxitos de cobertura y de opinión de las dos administraciones
republicanas previas a Clinton, que se esforzaron, cada cual con su impronta propia, por recomponer la hegemonía
norteamericana explotando la percepción de que los Estados Unidos se estaban quedando rezagados ante los avances de la
Unión Soviética alrededor del globo. El discurso gubernamental, ideologizado como pocas veces en la historia de la nación,
contribuía en realidad a cerrar opciones. Tanto en la política estructural como en los medios de difusión se procuraba evitar
la etiqueta de «blando con el comunismo», ante visiones alternativas o que cuestionaran las bases de la «visión reganiana»
del mundo. La caída del socialismo en Europa y la ulterior fractura del «imperio del mal», apuntalaron un discurso público
que enfatizó la superioridad del Oeste sobre el Este, con el surgimiento del unipolarismo en lo político-militar. Sin
embargo, también emergió en la conciencia colectiva norteamericana la idea de que el país se había convertido en una
potencia en declive ante la acumulación de problemas domésticos, como resultado en gran medida de las propias políticas
económicas republicanas. Hoy no se discute: la economía fue el tema que le costó a Bush la reelección, y constituye una de
las preocupaciones fundamentales, junto a la violencia urbana, la droga y el SIDA, del ciudadano en la Norteamérica de
hoy.
En términos de perfil público —básicamente lo que interesa aquí—, los éxitos de imagen de ambas administraciones
republicanas suponen el diseño y explotación de estrategias informativas de alcance y validez actuales. Una relación
tentativa y seguramente incompleta en este orden incluiría:

1. El despliegue de nuevas tecnologías de comunicación y métodos de marketing extrapolados a la política, una práctica
iniciada bajo la administración Nixon, pero desarrollada hasta niveles de sofisticación bajo Reagan y Bush. La
conciencia y aceptación de que la política —incluidas las elecciones presidenciales— es una actividad comercial
más, destinada a vender figuras públicas como Cadillacs, desodorantes o MacDonalds.

Los correlatos de este problema son varios. Uno de los definitivos es la imagen del Presidente no como un político
tradicional, sino como un «norteamericano promedio» que bien puede montar a caballo, vestir informal, tocar el
saxofón en programas de amplia audiencia o incluso después de entrevistas con importantes líderes extranjeros.

Los Estados Unidos han exportado exitosamente estas tecnologías hacia América Latina, como se comprueba,
entre otros, en los casos de Menem, Violeta Barrios de Chamorro y Fujimori.
2. El desplazamiento de la sustancia por la imagen. Corno escribe Leslie Janka, la diferencia entre Reagan como «gran
comunicador» y Carter es que aquél «entendía que la política es comunicación con liderazgo, y por consiguiente
priorizaba la comunicación sobre la sustancia. Carter hacía lo opuesto».5 Los niveles de competencia política, así
encarados, devienen la base para la generalización de la llamada horse-race mania, es decir, lo importante para el
auditorio es quién va delante en las encuestas, y no su posición medular sobre los temas que se discuten.
3. La profusa utilización de la TV como medio para el alcance de amplias audiencias, mecanismo de explotación
creciente a partir de Eisenhower y, sobre todo, de John F. Kennedy. En los Estados Unidos los últimos tiempos han
atestiguado una verdadera avalancha de infomercials que suponen la compra de espacios en las principales redes, así
como de spots que toman de la propaganda comercial los mecanismos de persuasión al consumidor. Son mensajes
simples, reiterativos, con un foco claro y una idea principal que no deje lugar a interpretaciones.
4. El control de la información. Las experiencias de Granada y Panamá fueron tomadas como casos-prueba que para los
militares demostraron la necesidad de que los medios de difusión fueran literalmente guiados en el teatro de
operaciones, en el entendido de una presunción parcialmente válida: Viet Nam había mostrado los efectos perni-
ciosos de una información no deseada sobre los objetivos a alcanzar.6 La Guerra del Golfo no hizo sino coronar
ambas aventuras con un gigantesco aparato de manipulación cuyos alcances han sido analizados de un tiempo a esta
parte por los propios medios manipulados, que en ese contexto dejaron de cumplir las funciones crítico-
fiscalizadoras sobre las cuales se asienta el periodismo liberal —y esto en el fondo les duele.7 Tales acciones
incidieron innegablemente sobre las percepciones del público, que, como arrojan las encuestas, aprobó
mayoritariamente el intervencionismo en Granada, Panamá y el Golfo Pérsico.
5. El creciente papel de firmas de relaciones públicas ínvo1ucradas en cambios de imágenes favorables a intereses
sectoriales de la economía y la política. Como labor de ablandamiento de la opinión pública, antes de la Guerra del
Golfo se produjo en los Estados Unidos un proceso de manufactura de Iraq como un nuevo enemigo número uno, por
oposición al ennoblecimiento de Kuwait, un país que los norteamericanos, con su proverbial desconocimiento de la
geografía, apenas podían localizar en el mapa —lo mismo que sucedía antes de los años 80 con El Salvador e incluso
Nicaragua.8 La base conceptual de la nueva teoría de las relaciones públicas, de ecos casi goebbelianos, sostiene que
si se repite una idea con la suficiente convicción y énfasis, será creída independientemente de su grado de veracidad.
El Tratado de Libre Comercio (TLC) atestiguó un proceso similar en lo referido a vender una imagen moderna y
positiva sobre México ante un Congreso escéptico respecto a los beneficios que acarreada la unión económica con un
país subdesarrollado para los «intereses nacionales» norteamericanos.9

La administración Clinton ha tenido, sin embargo, menos fortuna que las anteriores. Su liderazgo no ha sido enérgico y
sí poco convincente, en parte porque Clinton carece del cómodo referente de una amenaza externa, y en parte porque no ha
lidiado con la política internacional según lo que se espera. La retirada de Somalia le dio un tanto a favor, así como su
papel de mediador en los controvertidos acuerdos de paz del Medio Oriente. Pero en el bombardeo de Iraq, en el verano de
1993, la prensa le concedió, cuando mucho, el beneficio de la duda, bien lejos del apoyo mostrado en los días de Bush. La
administración ha sido acusada de un manejo incongruente de la cuestión bosnia, y en general de una política exterior
desarticulada.

A nivel doméstico, los medios de difusión norteamericanos han tenido una actitud contradictoria hacia el ejecutivo, en
la que se combinan, selectivamente, críticas, respaldos y presiones para que se adopten definiciones sobre ciertas áreas de
política. Tal vez el principal de los distanciamientos haya consistido en achacarle a Clinton la carencia de un sentido
preciso de las prioridades, no sólo debido a la existencia de pugnas interburocráticas, sino también a la figura misma del
Presidente, acusado de tener, como Kennedy, una personalidad «peligrosamente desordenada» y de intentar hacer
demasiadas cosas a la vez.
El resultado de todo este proceso, agudizado por la derrota en las elecciones de medio término en 1994, es una
impresionante caída en los niveles de popularidad presidencial con pocos precedentes en la historia norteamericana
reciente. Este marco de referencia es imprescindible si se quiere entender la posición de la prensa norteamericana respecto
a la política hacia Cuba, en la medida en que constituye un problema de política exterior que resume sus críticas ante el
desempeño del ejecutivo.

La imagen de Cuba en los 90: las tendencias prevalecientes

Si se examinan las tendencias prevalecientes en las imágenes sobre Cuba en el exterior, se verá que virtualmente no
existen diferencias esenciales respecto a la manera en que se presenta en los Estados Unidos.10
La imagen de Cuba tiene allí un sedimento histórico sin el cual resultaría difícil entender sus directrices y calidades
actuales. En los años 70, el periodismo norteamericano, inmerso en la crisis moral-institucional y en la corriente
contestataria, desarrolló métodos de análisis más sofisticados con el auge del periodismo de investigación; Cuba, sin
embargo, no ha tenido su periodismo de excepción. Aun cuando en un primer momento no se articuló un discurso
totalmente negativo sobre el país, desde principios de los años 60 se presentó una realidad cubana compuesta por
fusilamientos dudosos o excesivos a criminales de guerra; por la idea de la revolución traicionada y de la cabeza de playa
soviética. Esto se reforzó con la invasión de Playa Girón y la Crisis de Octubre en 1962, y de hecho trazó los carriles del
discurso. Más tarde, cuando el ambiente político tendió a distenderse, bajo parte de los mandatos de Ford y de Carter, hubo
un tono bastante más constructivo y realista también en los medios. Pero la presencia militar cubana en Angola, y luego en
Etiopía, alimentaron una calidad de contenidos donde el término satélite de la URSS llegó a ser, tanto en el discurso
político como en el informativo, un cuño recurrente.
Aunque la Guerra fría ha terminado y no existen ni la URSS, ni el campo socialista, la visión de Cuba sigue permeada
por un conjunto de estereotipos que refieren la existencia del esquema informativo característico de aquella etapa.
El flujo de las imágenes, siguiendo los derroteros del discurso de la Administración, se ha concentrado en la dinámica
interna cubana, una vez establecida la percepción de que en las nuevas circunstancias la Isla ya no constituye una amenaza
para la seguridad norteamericana. Cuba perdió atractivo en la posguerra fría. Ha quedado como otro país caribeño —
aunque lo sea de manera peculiar. Solo adquiere relevancia pública en contextos de crisis, según se evidenció en el verano
de 1994 durante la crisis de los balseros. El resto es información fragmentada y discontinua.

Las mediaciones masivas

La tríada mercado-pluripartidismo-elecciones libres constituye el prisma bajo el cual se juzgan los acontecimientos
cubanos. Este determina, en última instancia, el proceso discursivo según el cual la Isla es un espacio anquilosado flotando

en un pasado que ya no existe —en una palabra, la imagen del dinosaurio. Sobre ella actúan un conjunto de patrones
imperantes en los medios masivos de difusión, que podrían resumirse por lo menos en tres aspectos principales.

1. La objetividad. La filosofía del periodismo liberal avala el principio del balance y equilibrio de los puntos de vista, y
supuestamente permite otorgar a las partes o argumentos contendientes igual ponderación, i.e., el logro de una
información objetiva, no parcializada, de manera que el receptor pueda extraer conclusiones independientes.
Este principio no concuerda, sin embargo, con la valoración que se tiene a ambos lados del espectro político acerca de
los medios, como lo prueba el hecho de que tanto entre conservadores como liberales resultan frecuentes las
acusaciones de prejuicio ideológico contra aquéllos. Desde los años 80 existen instituciones de signo conservador
para monitorear el «excesivo liberalismo de los medios», como Accuracy in Media. En lo que a Cuba respecta, han
llegado a identificar una «luna de miel de los medios con Fidel Castro», idea que obviamente comparte la
ultraderecha de Miami en sus ataques contra órganos como The Miami Herald.11
2. El etnocentrismo propio de la cultura dominante, expandido por la lógica transnacional, según el cual valores y
cultura norteamericanos vienen a ser una suerte de cristalización de cualquier modelo social posible. Esta categoría
permite no conceder demasiado rango a los problemas del Tercer Mundo, lo que se evidencia en que estos países, por
lo regular, sólo son objeto de atención en escenarios de crisis políticas, epidemias y desastres. Cuba, en este sentido,
podría compararse con Pakistán. El prisma informativo se focaliza a partir de una contingencia determinada —por
ejemplo, un accidente aéreo—, en lugar de cubrir sistemáticamente la evolución de la realidad nacional.
3. El sesgo de las fuentes. La doctrina enunciada en el primer punto, unida a la necesidad de preservar el acceso y
prestigio sociales, conduce a los medios a difundir, y aun a depender, de las percepciones del poder y los
comunicados de sus agencias, considerados como fuentes objetivas y dignas de crédito, lo cual permite de hecho la
socialización de sus presunciones como verdad avalada, y sobre todo la modelación de los parámetros del debate.
Esta lógica contiene toda una economía política de la información, y, como escribe Leon Sigal, conduce a una
peculiar división del trabajo: los funcionarios tienen los hechos; la prensa suele limitarse a adquirirlos.12

El análisis de la cobertura informativa sobre Cuba arroja que la lista de emisores preponderantes resultan ser, en
primer lugar, agencias oficiales —personeros del Departamento de Estado, la Casa Blanca y otras instancias—, a lo que
se une una gama de expertos predominantemente conservadores y representantes de la élite cubanoamericana. El
problema del balance es, pues, la omisión: aunque no faltan los puntos de vista de un sector progresista o más liberal, lo
cierto es que se priorizan aquéllos funcionales a los objetivos de política norteamericanos.13

Las apoyaturas de la imagen

En el abanico actual de las imágenes sobre Cuba, posiblemente los temas donde mejor se objetiven estos problemas
sean la economía, el sistema político y los derechos humanos.
La economía cubana es uno de los platos fuertes de la hora, ante el escenario de crisis y deterioro que, según se
pronostica, terminará por dar al traste con el proyecto nacional. El patrón de negativismo económico, preexistente a la
crisis, se ha visto impulsado por los retrocesos en esta área y por cuestiones como los bajos índices consecutivos en la
producción azucarera, los déficits alimentarios y la caída de las importaciones bajo el umbral crítico. Los referentes son

reales, y en muchas ocasiones se asumen con un profesionalismo informativo imposible de ignorar, toda vez que no todo es
allí ideología. Sin embargo, en el modelo informativo empleado no se destacan las circunstancias que originan los
problemas ni las políticas que los enfrentan.
Informado por presupuestos ideológicos, el discurso masivo enfatiza básicamente los componentes referidos a la caída
del intercambio con la URSS. El superobjetivo es obvio: subrayar la idea del subsidio y, por esa vía, el carácter parasitario
del sistema socialista cubano, incapaz según el discurso de asegurar la reproducción simple de los ciudadanos, de modo
que la responsabilidad recaiga sobre un régimen político que de antemano se condena. El lado oscurecido de la fórmula
consiste en el peso específico del bloqueo, que al margen de las estadísticas, se presenta como una pantalla utilizada por el
Gobierno cubano para escamotear sus propios problemas e incapacidades.
Ante el proceso de reformas económicas en Cuba —entre cuyos componentes fundamentales se halla la apertura a la
inversión extranjera, el desarrollo del turismo y la implantación de ciertos mecanismos de mercado en la economía
interna— los medios se suelen interrogar si son «de corazón» o no. Es excepcional el enfoque que subraye el nivel de
realismo de la política cubana ante los problemas derivados de la pérdida de sus mercados preferenciales, el bloqueo
norteamericano y las ineficiencias acumuladas en su gestión económica interna, a fin de insertarse en una economía
internacional drásticamente modificada.
Al evaluar el alcance de estas reformas, lo distintivo en la lógica de la imagen es la consideración de que no van al
fondo. Así, se valida la fórmula neoliberal, que demanda privatización y desregulación estatal como piedras de toque.
Algo similar ocurre en lo relativo al sistema político, cuya valoración resulta codificada; la cuestión democrática en
Cuba consiste en la inexistencia de la competencia interpartidista y en la falta legal de alternativas que desafíen la
hegemonía del Partido Comunista, luego, las elecciones resultan un acto ritual y previsible.
No suelen analizarse la experiencia y los cambios ocurridos en Cuba, desde la reforma constitucional de 1992 hasta las
elecciones directas, sino que se les califica de procesos cosméticos. Esta visión de lo democrático, masificada por el
discurso, suele colocarse ante los problemas de la independencia y la soberanía considerándolos conceptos extemporáneos
o meros pretextos para la permanencia en el poder de una élite renuente a acatar estándares universales. Ignora, por otra
parte, una pluralidad de espacios participativos, nacionales y locales, que en Cuba han marcado un importante eslabón en el
desarrollo de la administración pública. Fuera del país estas experiencias en general se desconocen.14
La otra apoyatura del trípode, los derechos humanos, revela como pocas la sobredeterminación de la imagen por el eje
vertical del discurso de la Administración norteamericana. Este asunto comenzó a adquirir un inusitado auge a mediados de
los años 80, a partir de un conjunto de acciones políticas, diplomáticas y propagandísticas de los Estados Unidos dirigidas a
promover presión pública y a sentar a Cuba como acusado en distintos foros internacionales,
Resulta sintomático que uno de los puntos más altos en esa escalada se produjera en 1986, justamente en vísperas de
que el «caso cubano» fuera llevado ante la Comisión de Derechos Humanos en Ginebra. De entonces a la fecha, medios y
agencias de noticias, considerados políticamente asépticos y «no ideológicos» han venido otorgando un espacio inusual a
las aludidas violaciones de tales derechos en Cuba —incluyendo cargos de tortura física en las cárceles e inflando
notoriamente, como en la propaganda política, las cifras de la población penal. Las imágenes han contribuido así a lo que es
una de sus funciones: humanizar historias individuales con el propósito de subrayar el drama del disidente, a quien se le
construye una ejecutoria intelectual y una proyección política de la que a menudo carece. El fin es legitimar un cambio
ilustrado y pacífico concomitante con el modelo a que se aspira.
Pero la mayor debilidad de estas visiones consiste en su reduccionismo, en la tendencia a minimizar o suprimir una

información distinta, y en considerar que en Cuba todo es oficialismo (desde el pensamiento sociológico hasta la cultura),
de modo que la existencia de una sociedad civil queda suplida por la figura de un Estado orweliano que lo invade todo.15 A
esto ha contribuido el unanimísmo presente en los medios de comunicación cubanos, reflejo de una mentalidad de plaza si-
tiada, condicionada por las presiones norteamericanas, que desfavorecen un mayor pluralismo y un más amplio debate
público.
Sin embargo, los códigos acuñados por los grandes medíos, y la acción de presupuestos y mediaciones como los
aludidos, representan a la larga una de las mayores trabas para el conocimiento de una realidad cubana menos estática y
gris de lo que usualmente se presenta. Dos son, por lo pronto, sus problemas más visibles: la descalificación del
pensamiento de otras visiones diferentes a las de la llamada disidencia y la minimización de una cultura de la discusión
cotidiana, parte natural de la idiosincracia nacional.

Las imágenes de la migración y de las relaciones Cuba-EE.UU.

La migración es otra de las pistas donde se concretan algunas presunciones. Como resultado del conflicto con los
Estados Unidos, la imágenes ideologizan un fenómeno característico de las relaciones Norte-Sur. Si bien se han difundido
en los medios visiones diversas, hasta el acuerdo del 2 de mayo de 1995 lo distintivo del tema migratorio era la
consideración de todo el que salía de Cuba como un refugiado. Operaba la conversión del tema migratorio en un
problema de derechos humanos, en la medida en que el discurso lo presentaba como una restricción contra la libertad de
movimiento refrendada por la Declaración Universal y tendía a ensombrecer los resortes del éxodo —incluidos la
tradicional política de estímulo, la recepción privilegiada y el efecto de las presiones económicas internas.
Por lo demás, la migración se reducía a un problema de política interna, dada la percepción de que el régimen trata de
exportar al exterior los «opositores». El carácter del sistema imperante en Cuba, y las expectativas de que se encuentra en
su hora final, hacen que el prisma de los medios soslaye la comparación con el fenómeno migratorio a nivel hemisférico
y global. A pesar de la identificación de motivaciones económicas y familiares en el flujo, el discurso de los medios
incorporó ampliamente las presunciones oficiales, validando la emigración como un fenómeno político e identificando a
los balseros como refugiados o perseguidos.
Lo interesante, sin embargo, es la dualidad de senderos entre prensa y Administración en lo referido a la política a
seguir con Cuba.
La crisis del verano de 1994 y el proceso de negociación migratoria bilateral constituyeron una suerte de deslinde:
realimentaron en los principales medios lo contraproducente del bloqueo y la necesidad de revisar d esquema de política
implementado, incluyendo negociar con La Habana los temas de la gran agenda. En efecto, la mayor parte de los
periódicos que así editorializaron —por ejemplo, el Washington Post y el New York Times, aunque apoyaron en su
momento la racionalidad del bloqueo como una manera de «castigar» a Cuba por su alianza con Moscú, proclamaron en
ese contexto la necesidad de su levantamiento, debido a su anacronismo e ineficacia.16
Sin embargo, lo anterior no implica un cambio en la postura sobre Cuba. Se trata de cómo lidiar de la mejor manera
con un régimen cuya naturaleza considerada intrínsecamente maligna no está en discusión. Pero estas tendencias
editoriales, que se contraponen a los medios del Sur de la Florida, constituyen un dato importante al vehiculizarse en
órganos que, a diferencia de los de Miami, sí tienen un peso específico en el proceso de formulación de políticas. Estos
medios adoptan una posición similar a la mantenida en su momento ante el proceso negociador de Contadora y la crisis

centroamericana, contrastante con el discurso oficial norteamericano que, entonces con Nicaragua como ahora con Cuba,
proclamaba apretar tuercas y no dialogar.
La política norteamericana hacia China, Viet Nam y la República Democrática de Corea —países con el mismo
régimen político que Cuba— hace por los menos inconsistentes las actitudes de Washington hacia La Habana. La idea ha
sido incorporada no solo en medios liberales, sino también en políticos y emisores conservadores, tradicionalmente más
duros, con independencia de lo que se piense sobre el gobierno cubano y de los propósitos últimos que se persiguen.17

Cuba en los medios de la Florida: la prensa hispana

Si en los medios del mainstream anglo se encuentra un evidente nivel de diversidad en cuanto a las fórmulas y
maneras de lidiar con Cuba, en la prensa hispana del sur de la Florida esa tendencia se minimiza. Este subsistema aparece
dominado por grupos de poder que han hecho del anticomunismo una industria cultural de sustantivos dividendos y un
modo de vida funcional a los sectores conservadores que dominan los espacios públicos de Miami. Está integrado por el
conjunto de medios de difusión dirigidos a la comunidad hispana, que ha venido experimentando un proceso de expansión
demográfica como resultado de procesos migratorios Sur-Norte y del establecimiento de Miami como importante centro
de operaciones financiero-comerciales con América Latina.
En lo que atañe a Cuba, su rasgo distintivo consiste en la difusión preferencial de un discurso unilateral,
dogmático y saturado de emocionalismos, sobre todo respecto al liderazgo cubano y a la figura del presidente Fidel
Castro. Estos medios promueven y participan de hecho en la atmósfera de intolerancia hacia el pensamiento
alternativo de otros actores sociales y políticos dentro de la comunidad, cuyo proceso de diversificación ideopolítica
constituye un dato ante los cambios mundiales y los desarrollos de la realidad cubana. La demonización de tal
pensamiento apela allí a las típicas etiquetas heredadas de la contrarrevolución histórica es decir, calificar de «pro
castristas» y «dialogueros» a quienes no comulguen con el credo fundamentalista, Esta tendencia es sobre todo visible
en la radio comunitaria de micrófono abierto, y en particular en emisoras como WQBA («La Cubanísima»), WAQUI
(«Radio Mambí») y WCMQ, responsables en gran medida de intimidaciones e incluso de atentados contra la integri-
dad física a personas e instituciones que ejercen su derecho a definir un discurso sobre Cuba más allá de los estrechos
límites del pluralismo, entendido a la manera de Miami.
En la llamada prensa plana, dos son los órganos más importantes: El Nuevo Herald y el Diario las Américas. Se
trata en este último caso de un periódico típicamente conservador con códigos informativos permeados de un
anticomunismo primario. El Nuevo Herald vio la luz en 1987 en sustitución de El Miami Herald, y se distribuye como
suplemento de The Miami Herald. Su lenguaje noticioso es bastante más moderno y su cobertura latinoamericana
clasifica entre las más importantes de los periódicos de habla hispana en los Estados Unidos, junto a La Opinión, de
Los Ángeles, California. Por razones obvias, la información sobre Cuba de El Nuevo Herald es extensa, y, comparada
con la del Diario las Américas, en ella se advierte al menos un intento —más o menos logrado, en dependencia del
redactor e incluso del tema— de atenerse a normas y códigos utilizados por la gran prensa norteamericana.
Otro es, sin embargo, el problema a partir de la Sección de Opiniones. Sus columnistas y emisores tienen a menudo
filiación orgánica a organizaciones contrarrevolucionarias, fueron en Cuba «connotados disidentes», escritores que se
marcharon del país o intelectuales conservadores que ejercen la docencia en distintas universidades. Como norma, la
objetividad cede ante un esquema interpretativo que deja escaso lugar a posiciones más moderadas, de modo tal que el

empalme con la línea dura de la política comunitaria constituye una recurrencia en esta zona del periódico, una de las más
leídas en círculos intelectuales y políticos de la comunidad cubana.
Al margen de enfoques y matices concretos siempre presentes, en general las divergencias que se verifican con la
política norteamericana hacía Cuba están asumidas desde la derecha. La plataforma más común demanda del Gobierno el
endurecimiento del bloqueo —y en su caso, su internacionalización a lo Haití— como instrumento de presión para el logro
de cambios políticos en Cuba: el respaldo, en una palabra, a la tesis de la olla de presión, característica de la Fundación
Nacional Cubano Americana y de la derecha congresional de origen cubano. Complementa el cuadro la renuencia a
cualquier negociación con la Isla, en el supuesto de que implicaría conceder legitimidad a un gobierno cuyo final se percibe
inmediato desde la caída del muro de Berlín. En esa medida, se respalda cualquier endurecimiento de la política,
incluyendo la reducción del número de vuelos y la supresión de las remesas familiares a contrapelo de los sentimientos
encontrados que esas medidas, decretadas por Clinton a fines de agosto de 1994, desataron en el conjunto de la
comunidad.18
Una dimensión salvaje del enfoque duro, alimentada por la crisis, denota el reverdecimiento público de tendencias de
opinión que promueven desde el diario el terrorismo tradicional bajo el eufemismo de que los Estados Unidos reconozcan
el «derecho del pueblo cubano a la beligerancia», vale decir, que el aparato judicial norteamericano no juzgue a grupos
contrarrevolucionarios debido a la compra ilegal de armamentos para infiltraciones contra Cuba. Esta línea, junto a la
tendencia plattista que postula la intervención militar norteamericana en la Isla,19 ha encontrado en las páginas de El Nuevo
Herald un foro de difusión, aun cuando no sea compartida por otros columnistas con una perspectiva más comedida ante
los costos que supondría una aventura semejante.
Pero las desviaciones de la norma son en verdad poco comunes, lo que ilustra el carácter rigurosamente selectivo de un
periódico que, en esta sección, está lejos de cualquier balance, siquiera con el sentido que tiene esta expresión en la prensa
liberal anglosajona.

¿Cambiará la imagen de Cuba?

La evidencia disponible, examinada aquí sumariamente, sugiere la escasa factibilidad de un cambio cualitativo en la
imagen general de Cuba presentada por los medios masivos de los Estados Unidos. El principal problema es la
coincidencia esencial entre los medios de difusión y la política activa acerca de la naturaleza y carácter del orden político
vigente en la Isla, con independencia de las contradicciones que puedan dirimirse entre prensa y administración, en tanto
dos poderes públicos, respecto a la mejor manera de deshacerse del enemigo.
Un cambio en la imagen precisaría la renuncia (o cuando menos la minimización) de los medios a una axiología y a un
conjunto de supuestos ideoculturales fuertemente arraigados —lo cual está fuera de discusión, mucho más después de los
cambios mundiales y el nuevo contexto regional, donde una vez resuelto el caso haitiano, Cuba permanece como la
excepción y con un sistema político diferente.
No parece influir en un cambio de imagen lo que Cuba pueda hacer en su proceso de reformas. Para la mejoría de la
imagen, el maximalismo de los medios asume, explícita o implícitamente, la renuncia de Cuba a su proyecto y a su
soberanía. Cuba no va a cambiar su sistema político del modo en que desde la imagen se aspira; en esa medida, la tesis del
aislamiento y el tema de los derechos humanos continuarán como dos pivotes del discurso público en los niveles en que se
verifica.


Notas

1. Tom Miller, Trading with the Enemy. A Yankee Travels Through Castro's Cuba, Atheneum, New York, 1992.
2. Stephen Hess, The Government and Press Connection, Brookings Institution, 1984.
3, Alfredo Prieto González, «La prensa y la opinión pública norteamericana hacia América Latina», Cuadernos de
Nuestra América, La Habana, VI (12), enero-junio, 1989.
4. Una discusión al respecto en Tod Gitlin, «Television’s Screens: Hegemony in Transition», en Donald Lazere, ed.,
American Media and Mass Culture, University of California Press, 1987; 240. 65.
5, Citado por Mark Hestgaard en On Bended Knee. The Press and the Reagan Presidency, New York; Schocken Books,
1988.
6. Desde la academia, estudiosos corno Noam Chomsky, Ed Herman y Daniel Hallin han demostrado la falacia de esta
construcción que toma a los medios como los responsables del American lack of will característico del discurso
conservador. Estos medios prueban que el deslinde para el cambio de actitud hacia la Guerra fue la Ofensiva del Tet, el
mismo contexto donde aparece dentro del establishment la división entre «palomas» y «halcones». Véase Noam Chomsky
y Ed Herman, Manufacturing Consent. The Political Economy of Mass Media, New York: Pantheon Books, 1988; Daniel
Hallin, The «Uncensored War». The Media and Vietnam, Oxford University Press, 1986.
7. Una importante reflexión al respecto en John MacArtnur, Second Front. Censorship and Propaganda in the Gulf War,
University of California Press, 1993.
8. Escribe Raymond Bonner: «Hasta que cuatro religiosas norteamericanas fueran asesinadas en diciembre de 1980,
pocos norteamericanos habían oído hablar de El Salvador. ¿Era El Salvador el país y San Salvador la capital, o viceversa?
El número de estudios académicos sobre el país (...) podía ser leído durante un fin de semana». Weakness and Deceit.
U.S. Policy and El Salvador, New York: Times Books, 1981.
9. Desarrollo este tema en el libro La prensa norteamericana y el Tratado de Libre Comercio, La Habana; Centro de
Estudios sobre América, 1995. (En proceso editorial.)
10. Hoy se acepta que cuatro de cada cinco imágenes que circulan por el orbe se originan en los Estados Unidos. No
puede excluirse, sin embargo, la existencia de medios con un nivel de diversidad y matices. Por razones de foco, nos
concentramos aquí básicamente en los medios norteamericanos y en su expresión transnacional. Véase Xabier
Gorostiaga, «América Latina frente a los desafíos globales», en Estado, nuevo orden económico y democracia en
América Latina, Caracas: Asociación Latinoamericana de Sociología (ALAS)-Centro de Estudios sobre América (CEA)-
Editorial Nueva Sociedad, 1992.
11. Véase Accuracy in Media, «Castro Still Charismatic to Media», Septiembre de 1991. Esta discusión tiene un contenido
fuertemente ideológico y recorre buena parte del debate académico, político y periodístico de los últimos años.
12. Leon Sigal, Reporters and Officials, Lexington, 1983.
13. Para un análisis pormenorizado, véase Alfredo Prieto González, «La conexión cubana», Cuadernos de Nuestra
América, La Habana, VII (15), julio-diciembre, 1990.
14. Véase Haroldo Dilla, Gerardo González y Ana T. Vincentelli, Participación popular y desarrollo en los municipios
cubanos, La Habana, Centro de Estudios sobre América (CEA), 1993: 135-47.
15. Una discusión específica en Rafael Hernández, «Mirar a Cuba», La Gaceta de Cuba, La Habana, (5), septiembre-

octubre, 1993.
16. Esta posición, contrariamente a lo que a menudo se asume, no es inédita, sino que de hecho preexiste a la crisis, y ha
sido escoltada por aspectos como la defensa de la libertad de viajar a Cuba.
17, William Ratlift y Roger Fontaine, «To Slay Castro's Scapegoat», The Washington Times, 7 de enero de 1993. La
propuesta contiene el levantamiento unilateral del bloqueo (excepto en tecnología militar) y facilitar el contacto entre
pueblos e ideas —la tesis de la «subversión amistosa».
18. Una encuesta de la firma Prange and O'Hearn para El Nuevo Herald arrojó que la mayoría de loa cubanos
desaprobaban la nueva política hacia la emigración ilegal, con un 62% en desacuerdo, un 24% a favor y un 1% sin
opinión. «Encuesta: Cubanoamericanos rechazan envíos a Guantánamo», El Nuevo Herald, 21 de agosto de 1994. Según
encuesta de la Universidad de Miami, en el condado de Dade la mayoría estaba a favor de la detención de los cubanos en
Guantánamo.
19. Entre estos, Álvaro Vargas Llosa, justamente el director de Sección de Opiniones. El discurso de este «posmoderno» se
define por un plattismo visceral, y se complementa con un creciente anti-latinoamericanismo. Demandó desde su columna
el bloqueo naval a Cuba o el bombardeo de instalaciones militares a lo Iraq.


























© Temas, n. 2, abril-junio de 1995, pp. 22-21.
Historia, historiografía y estudios cubanos: treinta años después *
Louis A. Pérez, Jr.
Historiador. Universidad de Carolina del Norte. Chapel Hill.

* Este texto fue publicado en: Damián Fernández, ed., Cuban Studies Since the Revolution, Florida University Press,
1992. Por su interés, Temas lo reproduce con la autorización del autor.

Puede que sean pertinentes algunas observaciones generales sobre el tema de la historiografía en el contexto más
amplio de los estudios cubanos. Primeramente, el campo de los estudios cubanos, como la propia Revolución cubana, está
sometido a un proceso de rectificación propio. Indicios de ello aparecen por doquier. Más que una rectificación hay una
redención: al fin nos hemos librado del término oneroso y poco elegante de «cubanología». Es posible ver también la
rectificación en la inclusión de la historia para evaluar «el estado de tos estudios cubanos». No siempre ha sido así. Para
que el significado no pase inadvertido e inapreciado, tal vez sería de utilidad revisar brevemente estos hechos en un
contexto más amplio.
Casi desde el inicio, los estudios cubanos —la «cubanología»— partieron del supuesto central, pero nunca plenamente
explícito, de que el estudio de Cuba era, de hecho, principalmente el estudio de la Revolución cubana. Nunca ha sido
evidente dónde encaja la historia en el plan más amplio de los estudios cubanos, cómo lo hace o si lo hace siquiera. Así, a
Andrew Zimbalist le fue posible revisar «lo académico en Cuba» y hablar de «la evolución de la cubanología en los
Estados Unidos» sin mencionar una vez siquiera a los historiadores de Cuba;1 a José Luis Rodríguez, examinar las diversas
«corrientes ideológicas» de la «cubanología» sin hacer un comentario sobre historiografía,2 y a Nelson Valdés, describir a
los «cubanólogos» concretamente como «el grupo de profesionales que examinan, describen y explican la Revolución
cubana».3 Las publicaciones refuerzan esta percepción. Más del 80% de los artículos firmados publicados en Cuban
Studies / Estudios Cubanos entre 1975 y 1988 (118 de 145) trataban sobre el período posterior a 1959.
Es este un tema complicado y hace surgir diversas preguntas como corolario. Los estudios cubanos han estado
impelidos, en gran medida, por la política, una orientación que no ha aceptado con facilidad el análisis histórico como
perspectiva útil. Implícita en esta idea está la concepción de que la Revolución cubana creó su propio espacio histórico,
completo en sí mismo, independiente del pasado que lo precedió y sin vínculos con él. El pasado prerrevolucionario, en la
medida en que se le utiliza, sirve como fuente de antecedentes y no de discernimiento, como secuencia y no sustancia. Que
la Revolución en sí haya invocado la historia libre y frecuentemente parece tenerse poco en cuenta, si acaso se hace.
La «hegemonía» de la Revolución dentro de los estudios cubanos sin duda es también un reflejo del grado en que los
emigrados cubanos de la primera y la segunda generación dominan esta esfera y del grado en que la mayoría de estos
estudiosos han escogido disciplinas académicas que no son la historia para examinar las que deben considerarse no solo
preocupaciones profesionales importantes, sino también profundamente personales. Por qué no pudo atenderse a estas
necesidades a través de la historia; seguirá siendo tema de conjeturas. De inmediato vienen excepciones a la mente, por
supuesto, pero en conjunto la reformulación es apremiante: el vasto cuerpo de los estudiosos cubanos emigrados se interesa
en la Revolución... en las ciencias políticas, las relaciones internacionales, la sociología, la demografía, la economía, la
antropología y la literatura. El período anterior a 1959 —o sea, la «historia», libremente definida— ha sido en gran medida
una esfera para los estudiosos no cubanos.

Sí el estudio del pasado de Cuba se ha descuidado o ha sido poco atendido por la «cubanología», ha florecido en el
contexto más amplio de la historiografía latinoamericana. El interés aumentó marcadamente después de 1959, sin duda,
pero cabe también señalar que antes de la Revolución, antes de que existiese la «cubanología», ya existía un cuerpo
sustancial de conocimientos académicos sobre Cuba.
La vieja literatura histórica se inclinaba a reflejar tendencias en la historiografía latinoamericana. El interés se centró en
el período colonial y se examinaron básicamente temas tales como la exploración, la conquista y los primeros
asentamientos.4 Entre otros temas muy analizados estuvieron las políticas y personalidades de la administración colonial5 y
la rivalidad internacional en el Caribe.6 Aunque la mayoría de las investigaciones favorecía los temas políticos y militares,
se realizaron algunos avances tempranos en historia social, incluidos exámenes de la esclavitud y la fuerza labora.7
Gran parte de esta investigación temprana se centró también en las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos. De
hecho, la historia de las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos muy pronto se convirtió en uno de los temas
dominantes de la historiografía, hasta el punto de que muchas veces Cuba parecía tener poca historia aparte de la que se
derivaba de sus relaciones con los Estados Unidos.8
Estas publicaciones eran en realidad una extensión de la historiografía estadounidense. La investigación estaba
motivada principalmente por temas y preocupaciones pertenecientes a la esfera de la historia diplomática de los Estados
Unidos, con un énfasis concomitante en la formulación de políticas y el desarrollo de la diplomacia. Tal vez no pudiera
haber sido de otro modo, dadas las circunstancias. Quienes investigaban eran casi todos estudiosos formados como
historiadores en los Estados Unidos, y las investigaciones se basaban de modo casi exclusivo en los registros públicos y
colecciones de archivo estadounidenses. Había un interés especial en 1898, período al que se llamó de la «Guerra Hispano-
Americana», ocasión en que se consideraba que los Estados Unidos habían emergido como potencia mundial. Estos
recuentos trataban a la insurrección cubana de 1895 como causa y contexto de la Guerra Hispano-Americana y brindaban
atención sobre todo a los asuntos diplomáticos y militares, principalmente entre España y los Estados Unidos. En este plan
de cosas, Cuba quedaba reducida a teatro de operaciones; la independencia cubana se representaba como resultado de la
intervención, derivada enteramente de la Guerra Hispano-Americana.9
El año de 1898 sirvió de eje a lo largo del cual se desarrolló posteriormente la historiografía. Surgió como punto de
referencia para la investigación de las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos, tanto en lo tocante a sus antecedentes
durante el siglo XIX como a las consecuencias en el siglo XX. Los estudiosos del siglo XIX trataban a Cuba como un
objetivo de la expansión estadounidense y un elemento de la política interna del país.10 Las relaciones entre Cuba y los
Estados Unidos durante el siglo XX se expresaron sobre todo en función de la política de América del Norte.11
La historiografía cambió sustancialmente en consecuencia con los cambios radicales que se produjeron en Cuba
después de 1959. Los sucesos ocurridos en Cuba afectaron vitalmente intereses estadounidenses en forma directa y
objetiva, y la proximidad daba a estos sucesos un sentido de inmediatez y apremio.
Pero había más. Cuba estaba tan cerca, era tan conocida, desde hacía tanto tiempo, en la música, la cultura popular, los
deportes; había cubanos en Tampa y en el Upper West Side, cha-cha-chá en Borsch Belt y rumba en Broadway: Machito,
Pérez Prado y Chano Pozo; todos los lunes por la noche, un cubano en «I Love Lucy"; en el mundo del boxeo, todos los
kids cubanos: Kid Chocolate, Kid Gavilán y Beny Kid Paret; en pelota, Sandy Amorós, Camilo Pascual y Minnie Miñoso.
Había también una versión estadounidense de la historia de esta relación, la idea de que los cubanos estaban indisoluble e
irrevocablemente ligados a los Estados Unidos por lazos de gratitud y obligación.
Era incomprensible que un pueblo con el cual los Estados Unidos suponían decenios de intimidad, y por cuya libertad

los estadounidenses creían haber sacrificado vida y fortuna, se volviera contra ellos. Se había dañado la psiquis
estadounidense y, tal vez, en este sentido fue ciertamente «una daga en el corazón». La incredulidad cedió lugar a la
consternación y luego al desconcierto. Tal vez los estadounidenses no conocieran a los cubanos tan bien como en general
habían supuesto. De repente, todo lo que sabían sobre Cuba debía volverse a examinar y el nuevo examen reveló que lo que
se sabía sobre Cuba era insuficiente o inútil.
La repercusión de la Revolución cubana en la historiografía tuvo largo alcance. La Revolución cambió profundamente
el significado del pasado en el que se ha originado y creó la necesidad de un pasado nuevo y de formas nuevas de pensar en
el pasado, formas que examinaran temas de causa y contexto, antecedentes y orígenes, fuentes y procesos. Las inquietudes
sobre el tipo de sociedad a que había dado origen la Revolución no podían separarse de aquellas acerca de la naturaleza de
la sociedad que la había producido.
En Cuba se invocaron nuevas versiones del pasado para promover nuevas visiones del futuro. La consolidación de la
Revolución requería no solo reordenar a Cuba según se le conocía, sino también hacer una revisión de Cuba según se le
recordaba. Ambos aspectos estaban vinculados a formas vitales y orgánicas. La historia se convirtió en un medio de
repudiar el pasado del que procuraba liberarse la Revolución y ratificó el futuro al que la Revolución aspiraba: en la
música, el cine, la literatura, pero, sobre todo, en la historiografía.
Un pasado así informado por la Revolución cobró de inmediato una nueva apariencia, una nueva función y un nuevo
significado. Un programa de investigación se hizo patente y apremiante. La Revolución servía de marco de referencia a
través del cual derivar una nueva comprensión del pasado y, al propio tiempo, el contexto desde donde contemplar los
avances historiográficos. La investigación no podía avanzar mucho sin implicar al pasado en los orígenes de la Revolución
y viceversa. La atención se centró en la opresión, la explotación, el racismo, la discriminación sexual y el imperialismo, así
como en sus víctimas: los pobres, los carentes de poder y modos de expresión: esclavos, culíes, campesinos, obreros,
negros, mujeres. La atención se volvió también hacia la lucha. Nuevas construcciones sociales de la resistencia ampliaron
el significado de la rebelión individual y colectiva e incluyeron las revueltas de esclavos, la aparcería, el bandidismo y las
huelgas. Todo esto se forjó como eslabones de una cadena más larga de acontecimientos, un proceso que se proclamó había
culminado en 1959, y que posteriormente se refundió como los «cien años de lucha». Esta reformulación histórica se
desarrolló en gran medida en respuesta a aspectos planteados por la Revolución, como una forma de ofrecer una
construcción historiográfica coherente, aunque no siempre congruente, a través de la cual integrar pasado y presente. Y, en
sus partes individuales, esta era convincente.
Ocurrió también que el reordenamiento de la historia de Cuba se produjo simultáneamente con importantes avances
historiográficos acontecidos fuera del país. También en los Estados Unidos era este un tiempo de cambio. No menos
significativamente, los hechos cotidianos actuaron para cambiar enfoques y evaluaciones de sucesos pasados. El
movimiento de derechos civiles, la militancia racial y étnica, el movimiento feminista, Víet Nam —y la propia Revolución
cubana—, hicieron surgir nuevas inquietudes sobre el pasado y esto cambió el carácter de la historiografía. Los resultados
no fueron distintos de los que se producían en Cuba. La nueva investigación se centró en la opresión, el racismo, la
discriminación sexual y el imperialismo, y en sus víctimas. La atención se volvió a la lucha, tanto a la individual como a la
colectiva. Surgieron nuevas metodologías en respuesta a las nuevas necesidades investigativas y nuevas fuentes
estimularon nuevos intereses de investigación.
Esos acontecimientos coincidieron y convergieron, y, posteriormente, procedieron a influirse mutuamente y a
conformar de otros modos, en forma decisiva, el curso de la investigación sobre Cuba. La nueva historiografía difería de

las obras publicadas anteriormente en varios aspectos de importancia. Se expandió con rapidez, en muchas direcciones a un
tiempo, y poco después mostraba una mayor diversidad, mayor amplitud y mayor profundidad, lo que se debía
parcialmente a innovaciones metodológicas, un tanto al uso de nuevas categorías analíticas y en parte a un mayor acceso a
una variedad más amplia de materiales de investigación —entre ellos mejores sistemas de almacenamiento y recuperación
de la información, amplias colecciones de microfilmes y una vasta gama de ayudas bibliográficas.12 Los investigadores
disfrutaron de acceso a colecciones de manuscritos y registros de archivo con los que estudiosos precedentes solo podían
haber soñado. Entre los materiales de investigación de que ahora disponían, estaban vastas colecciones de documentos
personales y familiares, registros de empresas y archivos oficiales.13
Se produjeron varios fenómenos historiográficos dignos de mención. Hubo una marcada disminución de los estudios
sobre el período colonial, que en un tiempo constituían el grueso de las publicaciones, con su tradicional énfasis en asuntos
políticos, militares y administrativos.14 Este cambio refleja más una disminución del interés en la política y la
administración en general que un declinar en la investigación del período colonial cubano en sí. De hecho, avances
historiográficos recientes han reducido la utilidad de las determinantes políticas tradicionales de los esquemas de
periodización. Hechos que en un tiempo sirvieron para diferenciar al régimen colonial de la República parecen hoy menos
relevantes que las circunstancias que se solapan en ambos o que persisten sin cambio de un período a otro; o que, vistos
desde otro ángulo, no parecen afectados por los convencionalismos de la periodización. Hoy se presta atención a las
fuerzas de continuidad, al proceso de cambio lento o a la ausencia de cambio. Sin duda esto es cierto en las vidas de la
gente común, cuya existencia cotidiana solió verse poco afectada, si acaso lo fue en algo, por las demarcaciones
tradicionales que historiadores anteriores proclamaban como decisivas y definitivas.15
Esto es lo que interesa a la nueva historia social, y la historiografía de Cuba aprovechó bien estos aportes. Gran parte
del ímpetu de la historiografía revisionista, sin duda, no provino del contexto cubano. La nueva historia social empleaba
programas, construcciones sociales y metodologías elaboradas en gran medida fuera del entorno histórico cubano. No deja
de ser cierto, sin embargo, que estos enfoques encontraron aplicación fructífera en el pasado cubano y en el desarrollo de la
historiografía. La resistencia y la lucha adquirieron un nuevo significado; las acciones y conductas disidentes asumieron un
renovado propósito. Se le otorgó nuevo significado al bandidismo; las prácticas ilegales de fines del siglo XIX y principios
del XX se asumieron como una forma de protesta prepolítica contra el capitalismo y de resistencia política al
colonialismo.16 Los problemas raciales, clasistas y relativos al sexo se desarrollaron en apremiante yuxtaposición y se
convirtieron en temas de prominencia historiográfica.17
Estos temas han encontrado diversidad de expresiones, pero tal vez en ninguno el efecto fuera mayor que en los
estudios sobre la esclavitud. Esta investigación, que se basa en un amplio uso de materiales de archivo ubicados en España,
los Estados Unidos y Cuba, así como en documentos personales y familiares y de archivos provinciales y municipales, ha
dado origen a ricas y diversas publicaciones.18
Al propio tiempo, los estudios sobre la esclavitud son parte de una anomalía persistente en la historiografía cubana. En
gran medida, la investigación se conformó en respuesta a necesidades de la historiografía estadounidense, o se derivó de
ellas, y en esta había mayor interés en la experiencia afroamericana que en la afrocubana. Los estudios emprendidos en los
Estados Unidos sobre la esclavitud con posterioridad a los decenios del cincuenta y del sesenta avanzaron a lo largo de dos
líneas de investigación paralelas: una nacional y otra comparativa. La investigación sobre la esclavitud en Cuba se
desarrolló en gran medida en un contexto comparativo y se formuló de forma tal que atendiera a los temas emanados de la
experiencia estadounidense.19 El subtexto de esta literatura es al menos tan importante como el tema y ha solido servir para

determinar el marco historiográfico en el que cobra significado la esclavitud en Cuba. Los estudios sobre la esclavitud en
Cuba tienden a funcionar como una extensión de la historiografía estadounidense, destinados a complementar por otros
medios las necesidades de investigación de América del Norte.
La investigación sobre la esclavitud estuvo acompañada de un mayor interés general por la raza y las relaciones
raciales, con atención especial a las postrimerías del siglo XIX y principios del XX. La investigación sobre el siglo XIX se
centró en las relaciones raciales durante la colonia, la transición a la emancipación y la raza como factor en la lucha por la
independencia.20 Los temas del siglo XX examinaron las relaciones raciales a inicios de la República, con atención especial
a la organización del Partido Independiente de Color y a la guerra racial de 1912.21
El tema de la raza en la Cuba del siglo XX ha sido soslayado por la historiografía. La investigación se ha centrado
principalmente en los inicios de la República y no del todo sin justificación. Estos fueron años en los que el problema de la
raza gravitaba sobre la República, donde las tensiones sociales asumieron una forma política explícita y una expresión
colectiva, y el conflicto racial hizo erupción en una guerra racial. Después de 1912, sin embargo, de repente y sin huellas
evidentes, la raza como tema político pareció desaparecer como elemento en el discurso nacional. De modo similar, el tema
de la raza llega casi a desaparecer de los textos históricos.
Durante los últimos decenios de la colonia y el primero de la República, la cuestión racial ocupó un lugar de
importancia capital en todas las estrategias políticas, no tanto para los blancos como para los negros, y de una forma u otra
sirvió como elemento de movilización. La política funcionó como el medio principal de resolver los problemas de la
desigualdad racial, primero en siglo XIX, a través del Partido Revolucionario Cubano, y luego, en el XX, con el Partido
Independiente de Color. El que después de 1912 estas reivindicaciones raciales no se expresaran en los foros políticos ni se
resolvieran por tales medios, constituyen hechos notables. La violencia de 1912 asumió plenamente las dimensiones de un
trauma colectivo para los incontables miles de cubanos de color, para quienes la promesa de la independencia y la
instauración de la República entrañaban de hecho un compromiso para el logro de la igualdad racial y la justicia social. Los
sucesos de 1912 pusieron de manifiesto los límites de la tolerancia blanca en lo tocante a la raza como tema político y
evidenciaron la ineficacia de procurar la solución de las injusticias raciales por medios políticos, lo que significó, en
resumen, el final de la política basada en la cuestión racial.
No es razonable suponer, sin embargo, que el final de la política basada en la cuestión racial entrañara el final de los
problemas raciales. Es más probable que los cubanos de color recurrieran a otros medios para procurar movilidad y
movilización, tanto individual como colectiva, en los que el problema de la raza se silenciara o se opacara en otras
manifestaciones. La ausencia de la cuestión racial como tema en la historiografía de la Cuba posterior a 1912 indica la
necesidad de nuevas formas de enfocar las relaciones raciales en Cuba. La presencia desproporcionada de cubanos de color
en la música, los sindicatos y el Partido Comunista, por ejemplo, brinda sugerentes pruebas prima facie de que la política
basada en la cuestión racial sin duda había encontrado nuevas expresiones.
Los avances historiográficos en el contexto de la Revolución cubana recorrieron otros caminos para redefinir la relación
entre el pasado y el presente. Se otorgó una nueva importancia a hechos y personas que antes se percibían de forma oscura
o poco relevante. Las nuevas circunstancias requerían de reformulaciones e interpretaciones nuevas. Después de 1959,
prácticamente todo lo que se conocía sobre la Cuba anterior a 1959 cobró un nuevo significado. El «valor» de los hechos se
revisó, se examinaron nuevamente las causas y la esfera del significado histórico se sometió a una reevaluación. La
construcción cambió consecuentemente, en matices y en contenido, y asumió mayor o menor importancia según los
avances historiográficos bosquejaban nuevos modelos e interpretaciones del pasado de Cuba.

En todo esto hubo una búsqueda de contexto y comprensión. El pasado debía reelaborarse para proporcionar, de alguna
forma, una explicación a lo ocurrido en 1959. Claramente, la Revolución no surgió de la nada. Gran parte de la
historiografía se dejó llevar por la idea de que en algún lugar en el pasado aún no revelado de Cuba, los gérmenes del
cambio revolucionario esperaban ser descubiertos.22 En gran medida, y de maneras no siempre plenamente explícitas,
buena parte de la historiografía procedió de la suposición apriorística de la historicidad esencial de la Revolución, de que
por mucho que la Revolución pareciera significar cambio y ruptura, en muchos otros sentidos, y, tal vez por
manifestaciones más importantes, era al propio tiempo continuidad y síntesis. Hay abundantes estudios en los que se tratan
estos temas, sobre todo los antecedentes de la Revolución.23
El «peso» que se les asigna a los antecedentes de la Revolución ha estado influido inevitablemente por las actitudes
hacia la Revolución. Los críticos señalan los fracasos de dirigentes anteriores, la falta de probidad personal y la
incompetencia política, la mala gestión gubernamental, la venalidad oficial, las oportunidades perdidas; cosas todas que, en
resumen, pudieran haber dado origen a otros resultados. Los defensores de la Revolución subrayan las conquistas de las
masas, el sacrificio personal y las aspiraciones populares, las victorias colectivas y las oportunidades negadas, cosas todas
que servían para hacer improbables otros resultados. Se trata de puntos de vista muy dispares en cuanto a un mismo
fenómeno histórico, por supuesto, pero ahí radica la diferencia: del grado en que la Revolución influye en el enfoque, el
énfasis, el equilibrio y el juicio.
En ningún lugar se destacan tanto estos problemas como en el tratamiento que se dé a los acontecimientos de 1933. Se
atribuyeron nuevas consecuencias a viejos acontecimientos y el año 1933 se percibió como el momento en que se liberaron
las fuerzas que impelieron a Cuba de cabeza hacia lo que sucedió en 1959. Las interpretaciones historiográficas actuales de
lo ocurrido en 1933 proponen una sugestiva secuencia causal: la política estadounidense y, posteriormente, el ascenso de
Batista al poder, frustran un gobierno reformista y crean con ello las condiciones para que acontezca 1959.
El nexo entre 1933 y 1959 tiene varios componentes. Primeramente, 1933 se percibe como un proceso interrumpido,
con su lógica propia, pero subvertido por una combinación de circunstancias a un tiempo inoportunas y solapadas. Ese año
se presenta indistintamente como la «revolución inconclusa», la «revolución frustrada», la «revolución trunca».24 La
conclusión se extrae de forma implícita: 1959 representó tanto la continuidad con 1933 como su culminación. Samuel
Farber sugiere que el fracaso de 1933 creó «en la mayoría de los cubanos» un «sentimiento de frustración y malestar»
acompañado por «expectativas no realizadas» y «cínica desilusión». Las condiciones de 1933, continúa, «pudieron, en
circunstancias apropiadas, transformarse en un ferviente anhelo de un nuevo intento revo1ucionario».25 Donald Bray y
Timothy Harding escriben que «las aspiraciones no realizadas de 1933 contribuyeron a generar la Revolución de 1959».26
La historiografía ha establecido otros vínculos causales. Para Luis Aguilar, los sucesos de 1933 «crearon una crisis
nacional y produjeron una situación que pudo ser explotada favorablemente por cualquiera capaz de enfrentarla»,
conformando así «el momento histórico en que apareció Castro». En otro momento: «La sociedad cubana que Castro fundó
en 1959 se forjó básicamente con las fuerzas surgidas del episodio de 1933 y desarrolladas en él».27 Jules Benjamin aduce
que 1933 contribuyó a una crisis de legitimidad y creó, a su vez, «un vacío ideológico que sirvió como precondición
importante para la victoria decisiva de una nueva generación de nacionalistas radicales en el decenio de 1960 y para su
posterior alianza intectual con el socialismo».28
El papel de los Estados Unidos al «frustrar» las aspiraciones cubanas en 1933, por una parte, y el vínculo entre la
«revolución frustrada» y la posterior Revolución triunfante, por la otra, figuran también prominentemente en las
publicaciones históricas. Federico Gil aduce que en Cuba los sucesos «hubieran tomado un curso distinto si en aquel

momento los Estados Unidos hubieran favorecido los cambios económicos y sociales que se necesitaban».29 Ramón Ruiz
indica que al hacer imposible la reforma, la política estadounidense hizo inevitable la revolución.30 La oposición
estadounidense al gobierno provisional en 1933, insiste Hugh Thomas, «sentó las bases para la futura oposición radical a
los Estados Unidos».31
Se sugiere además que estas circunstancias no solo crearon las condiciones para la revolución, sino también
determinaron su propio carácter. Jaime Suchlicki afirma que el fracaso de 1933 convenció a muchos cubanos de que «a
Cuba le sería casi imposible lograr cambios estructurales profundos si mantenía una actitud amistosa hacia los Estados
Unidos». ¿Y la moraleja? «Solo una revolución que se opusiera a los Estados Unidos y destruyera el ejército podría lograr
resultados positivos en Cuba».32 Edward González llega a conclusiones sustancialmente similares por vías diferentes. Lejos
de inducir moderación a los fidelistas, los sucesos de 1933 tuvieron el efecto opuesto; los radicalizaron. Afirma: «El
régimen fidelista probablemente concluyó que solo podía escapar de la esfera de dominio de los Estados Unidos
procurando vínculos de apoyo con el bloque soviético».33
Por la facilidad con que parecen funcionar estas especulaciones interesadas en cuanto a esos vínculos, es que se hacen
aún más atrayentes. De hecho, los argumentos, tal como se les formula, son insostenibles. Las interpretaclones están más
conformadas por actitudes hacia la Revolución que por argumentos derivados de pruebas, presentados principalmente, pero
no de modo exclusivo, por estudiosos hostiles en diversos grados a la Revolución. Cuba aparece como la víctima de fuerzas
puestas en funcionamiento decenios antes y cuyos resultados no se podían controlar ni prever. Se indica una concepción
implícita de responsabilidad, de oportunidad perdida, atribuida indistintamente a personas y políticas del decenio de 1930.
Las explicaciones se matizan con una sensación de melancolía, un sentimiento de pérdida por lo que hubiera podido ser y
por la forma diferente en que, tal vez, pudieron haberse resuelto las cosas. El problema de los enfoques actuales de 1933
radica en proponer vínculos improbables dentro de una periodización dudosa. Los sucesos de 1933 tienden a tratarse —y,
por tanto. a derivar su significado—, totalmente a la luz de lo que ocurrió después. Pudiera también aducirse que 1933 tiene
más que ver con el principio del decenio de 1920 que con el final del decenio del cincuenta.
A propósito, y simplemente a manera de contraste, los vínculos entre 1933 y 1959 no toman exactamente la misma
forma en la historiografía reciente que se desarrolla en Cuba. Se buscan los antecedentes más en 1895 que en 1933, con
mayor énfasis en una visión radical de la patria que en una versión reformista de la República. La afinidad con este período
se formula típicamente en función de «la revolución del treinta», en la que los acontecimientos políticos se subordinan a las
fuerzas sociales, expresadas principalmente en forma de movilizaciones masivas, huelgas laborales y manifestaciones
estudiantiles. Ramón Grau San Martín es menos importante que Julio Antonio Mella, Rubén Martínez Villena y Antonio
Guiteras, y la reforma fallida de 1933 tiene menos que ver con 1959 que los éxitos revolucionarios del decenio de 1930.
Gran parte de la nueva investigación también ha regresado a viejos temas, muchas veces con resultados
significativamente distintos, en ocasiones con una reafirmación de las interpretaciones tradicionales. La investigación sobre
el siglo XIX se ha centrado en los temas del desarrollo económico y la independencia. En el siglo XIX la economía cubana
se transformó al aumentar la producción azucarera y disminuir los mercados. Fueron estos decenios en los que Cuba se
dirigía inexorablemente a la producción de un bien de consumo para un comprador, con consecuencias económicas e
implicaciones políticas de largo alcance. La investigación reciente no ha alterado sustancialmente concepciones ya
arraigadas sobre estos sucesos y sus efectos. Por el contrario, los estudios han proporcionado nuevos datos y una visión
más amplia sobre el desarrollo de las estructuras capitalistas dependientes en Cuba.34
La investigación sobre la independencia se ha concentrado principalmente en el período posterior a 1878, con énfasis en

el levantamiento de 1895 y en la intervención de 1898.35 Se sigue haciendo caso omiso, prácticamente, de la Guerra de los
Diez Años.
Gran parte de la literatura se caracteriza por el debate y no todos los temas son historiográficos. Los sucesos que van
desde 1895 a 1898 se presentan como fuente de agravios que los cubanos procuraban reparar o como una deuda de gratitud
por la que los estadounidenses exigían reconocimiento. La investigación derivada de tradiciones historiográficas cubanas,
con utilización de materiales de investigación cubanos, presenta a los Estados Unidos como hostiles a la libertad de Cuba,
interviniendo, en 1898, para frustrar la independencia del país.36 Los estudios con antecedentes en la historiografía
estadounidense, basados en gran medida en registros estadounidenses, presentan a los Estados Unidos generalmente a favor
de la independencia de Cuba e interviniendo en ayuda de la causa cubana.37
El tratamiento de la ocupación milltar (1899 a 1902) constituye una continuación del mismo debate: que la ocupación
abrió la Isla a la penetración del capital estadounidense y sirvió de medio para crear la infraestructura institucional de la
hegemonía de los Estados Unidos, de una parte,38 o que revivió una economía deshecha y estableció instituciones
democráticas, de la otra.39
La investigación sobre temas de la independencia también fomentó un interés especial en José Martí, tanto en forma de
biografías como de estudios críticos. De hecho, Martí se ha convertido en una verdadera industria historiográfica. Su
importancia en la formación de la nacionalidad y la lucha por la patria no se impugna en ninguna parte, consenso por
demás notable y singular en las publicaciones históricas.40
Pero este consenso no deja de ser controvertido y la controversia en ocasiones asume plenamente las proporciones de
polémica. Que Martí representa el ejemplo más elevado de virtud patriótica y moralidad política es indisputable. El debate
más bien gira en torno al significado ideológico de virtud y moralidad y de quiénes constituyen en la actualidad el mejor
ejemplo de los ideales de Martí, los defensores de la Revolución o sus detractores. Martí se ha convertido en metáfora y
microcosmos de la pasión que rodea a la Revolución cubana, y se ha hecho cada vez más difícil contemplarlo en cualquier
otro contexto. La disputa se centra en torno al grado en que Martí sirve para legitimar un lado u otro e inevitablemente, las
diferencias de grado se hacen lo suficientemente grandes como para constituir distinciones en especie.41
El interés en Martí ha convergido con la investigación sobre la comunidad expatriada cubana del siglo XIX, sobre los
100 000 cubanos de todas las clases, blancos y negros, hombres y mujeres, que emigraron a Europa y a América Latina,
pero sobre todo a los Estados Unidos. En las publicaciones se han puesto de manifiesto dos tendencias, cada una de las
cuales examina la forma y función de la expatriación desde perspectivas diferentes. En una de ellas, se trata a los cubanos
como exiliados, cuya expatriación es una función de la liberación nacional; su consecución sirve para definir el carácter
intrínseco de la comunidad expatriada. Los cubanos actúan como agentes de la independencia dentro de un contexto de la
historia cubana, de la cual derivan un propósito y un significado.42 En la segunda, se presenta a los cubanos como
inmigrantes, absorbidos principalmente en el proceso de ajuste a su nueva patria. En este caso, la presencia cubana
adquiere un propósito y un significado en el contexto de la experiencia de los inmigrantes en la historia de los Estados
Unidos.43
No se trata, por supuesto, de construcciones mutuamente excluyentes y, de hecho, las pruebas indican que los cubanos
en realidad ocuparon dos mundos: los residentes en los Estados Unidos siguieron participando en los asuntos que se
desarrollaban en Cuba. Esta condición presenta atractivas posibilidades investigativas que indican la necesidad de
desarrollar un nuevo enfoque a través del cual pueda integrarse la experiencia en un solo marco historiográfico coherente.
La investigación sobre las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos, un elemento central de la historiografía

estadounidense, aumentó y se diversificó después de 1959. En parte esto fue el reflejo de un interés renovado en la historia
diplomática de los Estados Unidos, estimulado en cierta forma por el conflicto bilateral.44 Las reseñas sobre las relaciones
bilaterales se pusieron muy en boga y muchos temas viejos reaparecían con nuevas formas.45 El énfasis en el período
colonial se mantuvo en los aspectos políticos y comerciales.46 La investigación sobre los decenios de la independencia
continuaba centrada casi exclusivamente en la intervención de 1898 y la posterior ocupación.47 Las publicaciones
relacionadas con la República bajo la Enmienda Platt (1902-1934) versaban sobre la diplomacia y las relaciones
económicas.48 El tratamiento de los años comprendidos entre 1934 y 1958 tendió a recalcar a 1933 como desenlace y a
1959 como preludio; todo lo demás, en gran medida, se ha pasado por alto.49 La investigación histórica de las relaciones
posteriores a 1959 se concentró casi exclusivamente en 1959-1961, después de lo cual las huestes de los historiadores se
debilitan, y se engrosan las de los especialistas en ciencias políticas.50
Puede que ningún aspecto de la historiografía haya permanecido tan inalterable como los estudios sobre las relaciones
entre Cuba y los Estados Unidos. La investigación continúa descansando en gran medida en materiales de archivo de los
Estados Unidos y la realizan sobre todo estudiosos formados como historiadores de los Estados Unidos para los que las
relaciones con Cuba representan un subcampo de la historia diplomática. Los avances metodológicos han sido pocos y han
carecido de efecto mensurable en lo tocante al enfoque, la interpretación y las fuentes.
Estas condiciones se deben en gran medida a la naturaleza del género en sí, y específicamente a la manera en que las
convenciones historiográficas tradicionales sirven para enmarcar la encuesta, el carácter de las fuentes que se emplean y, de
hecho, los propios medios en virtud de los cuales se han definido las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos. El énfasis
sigue estando en la política y las personalidades, en la diplomacia y las relaciones políticas entre los gobiernos, en el
comercio y los tratados y en la miríada de facetas que participan en el desarrollo oficial de las relaciones exteriores.
Pero centrarse en lo oficial suele servir para oscurecer lo real, y en este caso lo real tiene que ver con la forma en que
las relaciones de las personas influyen en las formas culturales, las necesidades psicológicas, las responsabilidades
políticas, las estructuras sociales y las relaciones económicas privadas y públicas, individuales y colectivas, y con cómo
todo lo anterior se combina para conformar el curso de la historia nacional e influir sobre ella. No es posible estudiar a
Cuba mucho tiempo sin tener que enfrentar la evidencia y el efecto de las «relaciones» con los Estados Unidos. Este
enfrentamiento crea un conjunto de problemas historiográficos singulares, ya que la historia nacional de Cuba suele
fundirse indisolublemente con las relaciones internacionales. En algunos casos, estas relaciones lo abarcaron todo. Dentro
del contexto cubano, el tema de las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos es bastante más que un subcampo; es, de
hecho, el elemento del cual se deriva y cobra significado una forma importante de comprender la experiencia cubana.
Es en este sentido que gran parte de las publicaciones históricas existentes sobre las relaciones entre Cuba y los Estados
Unidos no atiende algunos de los temas fundamentales sobre la naturaleza de este vínculo. El énfasis historiográfico
convencional en las relaciones entre los estados, incluso cuando se sitúen dentro de un marco hegemónico, no nos dice
mucho sobre el contenido de estas relaciones ni sobre las consecuencias inmediatas o a largo plazo. La propia expresión
«relaciones entre Cuba y los Estados Unidos», según se le emplea actualmente, es de uso limitado, cuando no
completamente inútil.
Se han realizado notables avances en la esfera más tradicional de la historia política, con centro en la acción recíproca
de factores tales como los partidos políticos y las fuerzas armadas, la ideología y el pragmatismo, los intereses de clase y el
nacionalismo, para nombrar solo los más evidentes. La mayoría de las reseñas generales han enfocado el pasado de Cuba,
con desiguales resultados, principalmente a través de estos temas.51 Al aumentar la cantidad y diversidad de los materiales

de investigación y mejorar los avances metodológicos, estos temas han recibido una creciente atención individual y
especializada. El conjunto se examinó a través de sus partes, a través del aparato militar,52 los estudiantes,53 los partidos
políticos.54
La historia política también ha sido el principal acercamiento al decenio de 1950 y los años subsiguientes, con efecto
limitado y resultados desiguales. Los historiadores no han estado muy dispuestos a avanzar demasiado ni con mucha
rapidez en el dominio de la Revolución. Los más intrépidos del grupo resultaron ser los historiadores políticos, quienes,
empleando principalmente la narración y la descripción, fueron de los primeros en explorar la terra incógnita del pasado
más reciente. Estas publicaciones tienden a concentrarse en la lucha revolucionaria del decenio de 1950,55 y en biografías
de Fidel Castro.56 La investigación del período posterior a 1959 no suele pasar de 1961 y casi toda asume la forma de
historia de la diplomacia. Después de 1961, los historiadores ceden su lugar a los expertos en ciencias políticas, los
sociólogos, los economistas y los antropólogos: los cubanólogos. La anomalía resultante es sorprendente: para los
cubanólogos, la historia no existe antes de 1959; para los historiadores, después de 1959 no hay historia.
En Cuba la investigación histórica avanzó lentamente antes de la Revolución y en forma espectacular después. Esto fue
en gran medida un reconocimiento de que el proceso de cambio radical tomó de fuentes históricas y fue histórico en sí
mismo. La Revolución sirvió de punto de partida y de punto de destino y entre ambos favoreció la aparición de obras de
una enorme vitalidad y originalidad.
Que se ampliara tanto la investigación como función de la Revolución no podía sino influir en la historiografía de
forma decisiva y notable. La investigación de los antecedentes de la Revolución, formulados en gran medida en función de
causa y contexto, influyó en el desarrollo y contenido de estos estudios. Muchas veces de forma explícita y evidente, y
muchas otras no, gran parte de la investigación posterior a 1959 sobre el pasado de Cuba ha procurado atender
directamente temas planteados por la Revolución.
Estos enfoques también han estado influidos por acontecimientos historiográficos que se han producido fuera de Cuba.
De hecho, la investigación ha solido adaptarse indebidamente a las necesidades historiográficas estadounidenses, y ha
operado una suerte de dinámica hegemónica para determinar los tipos de construcciones historiográficas utilizados para
investigar sobre Cuba... todo esto indicio de subdesarrollo, que persiste dentro de las propias formulaciones que se utilizan
para reconstruir sus orígenes y consecuencias en Cuba.
A pesar de todos los notables logros historiográficos, queda mucho por hacer. La investigación debe procurar en el
futuro integrar preocupaciones historiográficas cubanas, pasadas y presentes, en forma más plena y coherente. Existen, por
supuesto, obstáculos evidentes y en ocasiones insuperables. Los viajes a Cuba, el acceso a sus archivos y el contacto con
los colegas cubanos continúan estando sujetos a limitaciones que escapan al control de los estudiosos de ambos lados del
Estrecho de la Florida. Pero periódicamente suelen presentarse oportunidades, durante períodos variables, y debe hacerse
uso de ellas cuando se ofrecen.
Otros temas merecen atención. Quedan sin explorar en gran medida importantes aspectos del pasado de Cuba. Entre
ellos están la Guerra de los Diez Años y los de la mujer y la cuestión racial. Algunos períodos necesitan mayor atención: el
siglo XVIII, el período anterior al Zanjón, los decenios de 1940 y 1950 y los años posteriores a 1959. Es necesario pensar
históricamente en la Revolución, a fin de desarrollar una perspectiva sobre un proceso que es a un tiempo producto y
prisma del pasado.

Traducción: María Teresa Ortega.

Notas

1. Andrew Zimbalist, «Cuban Political Economy and Cubanology: An Overview», en Andrew Zimbalist, ed., Cuban
Political Economy. Controversies in Cubanology, Boulder, Westview, 1988: 1-15.
2. José Luis Rodríguez, «The Antecedents and Theoretical Characteristics of Cubanology», Ibid., 29.
3. Nelson P. Valdés, «Revolution and Paradigms: A Critical Assessment of Cuban Studies», Ibid.: 182.
4. Véase José M. Pérez Cabrera, «The Circumnavigation of Cuba by Ocampo: When Did It Take Place?», Hispanic
American Historical Review, 18, febrero, 1938: 101-9; Irene A. Wright, «The Beginnings of Havana», Hispanic American
Historical Review, 5, agosto, 1922: 498-503; The Early History of Cuba, 1492-1586, Nueva York, Macmillan, 1916, y
Santiago de Cuba and its District (1617-1640), Madrid; F. Peña Cruz, 1918.
5. Duvon C. Corbitt, «Mercedes´ and 'Reallengos'; A Survey of the Public Land System in Cuba», Hispanic American
Historical Review, 19, agosto, 1939; 262-55, y «A Petition for the Continuation of O’Donnell as Captain General of Cuba»,
Hispanic American Historical Review, 16, noviembre, 1936, 537-43; William W. Pierson, Jr., «Francisco Arango y
Parreño», Hispanic American Historical Review, 16, noviembre, 1936: 451-78.
6. Irene A. Wright, «Rescates: With Special Reference to Cuba, 1519-1610», Hispanic American Historical Review, 3,
agosto, 1920: 33-61, y «The Dutch in Cuba, 1609-1643», Hispanic American Historical Review, 4, noviembre, 1921: 597-
634; Francis Russell Hart, The Siege of Havana, 1762, Boston, Houghton Mifflin, 1931; James M. Callahan, «Cuba and
Angloamerican Relations", en American Historical Association, Annual Report for 1897, Washington, DC, 1898: 193-215.
7. Véase Hubert H. S. Aimes, A History of Slavery in Cuba, 1511-1868», Nueva York, Putnam, 1907, y «The
Transition from Slave to Free Labor in Cuba», Yale Review, 15, mayo, 1906; 65-114; Duvon C. Corbitt, «Immigration in
Cuba», Hispanic American Historical Review, 22, mayo, 1942: 280-308; C. Stanley Urban, «The Africanization of Cuba
Scare, 1853-1855», Hispanic American Historical Review, 37, febrero, 1957: 27-45; Charles Albert Page, «The
Development of Organized Labor in Cuba», [tesis doctoral], Berkeley; Universidad de California, 1952.
8. Véase, por ejemplo, Charles E. Chapman, A History of the Cuban Republic, Nueva York: Macmillan, 1927.
9. Entre los estudios más conocidos están los de Julius W. Pratt, Expansionists of 1898, Baltimore, Johns Hopkins
University Press. 1936: Walter Millis, The Martial Spirit: A Study of Our War with Spain, Boston; Hough Mifflin, 1931;
Andrew S. Draper, The Rescue of Cuba, Nueva York, Silver-Burden, 1899; Frank Freide, The Splendid Little War, Boston,
Little-Brown, 1958; Marcus M. Wilkerson, Public Opinion and the Spanish-American War, Baton Rouge, Louisiana State
University Press, 1932; Joseph E. Wisan. The Cuban Crisis as Reflected in the New York Press. 1895-1898, Nueva York:
Columbia University Press, 1934; French E. Chadwick, The Relations of the United States and Spain: The Spanish-
American War, 2 vol., Nueva York, Scribner, 1911; James M. Callahan, Cuban and International Relations: A Historical
Study in American Diplomacy, Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1899; George W. Auxier, «The Propaganda
Activities of the Cuban Junta in Precipitating the Spanish American War, 1895-1898». Hispanic American Historical
Review, 19, agosto, 1939; 286-309. Las relaciones diplomáticas entre los Estados Unidos y Europa se examinan en Louis
Martin Sears, «French Opinion of the Spanish-American War», Hispanic American Historical Review, 7, febrero. 1927,
25-44; R. G. Neale, «British-American Relations during: the Spanish-American War: Some Problems», Historical Studies,
6, noviembre, 1953, 72-89; L. B. Shippee, «Germany and the Spanish-American War», American Historical Review, 30,
julio, 1925, 754-77.
10. Véase Anderson C. Quisenberry, López's Expedition to Cuba, 1850 and 1851, Louisville, Morton, 1906; R. G.

Caldwell, The López Expedition to Cuba, 1848-1851, Princeton, Princeton University Press, 1915; A. A. Ettinger, The
Mision to Spain of Pierre Soule, 1853-1855: A Study in the Cuban Diplomacy of the United States, New Heaven, Yalc
University Press, 1948; G. B. Henderson, «Southern Designs on Cuba, 1854-1857, and Some European Opinions», Journal
of Southern History, 5, 1939, 371-85.
11. Entre las reseñas generales se incluyen las de Russell H. Fitzgibbon, Cuba and the United States, 1900)-1915,
Menasha, George Banta, 1935, y Leland H. Jenks, Our Cuba Colony, Nueva York, Vanguard, 1928. Entre los estudios
especializados se cuentan: Davíd A. Lockmiller. Magoon in Cuba: A History of the Second lnterwention, 1906-1909,
Chapel Hill, University of North Carolina Press, 1938; Leo J. Meyer, «The United States and the Cuban Revolution of
1917», Hispanic American Historical Review, 10, febrero, 1930, 138-66; Janet D. Frost, «Cuban-American Relations
Concerning the Isle of Pines, Hispanic American Historical Review, 11, agosto, 1931, 336-50.
12. Las guías bibliográficas se han multiplicado prodigiosamente e incluyen: Ne1son P. Valdés, «A Bibliography on
Cuban Women in the Twentieth Century», Cuban Studies Newsletter, 4, junio, 1974, 1-31; David S. Zubatsky, «United
States Doctoral Disertations on Cuban Studies in the Twentieth Century», Cuban Studies Newsletter, 4, Junio, 1974, 35-55;
Ne1son P. Valdés y Edwin Lieuwen, Revolutionary Cuba: A Research Guide. 1959-1970, Albuquerque, University of New
Mexico Press, 1971; Louis A. Pérez, Jr., The Cuban Revolutionary War, 1953-1958: A Bibliography, Metuchen,
Scarecrow, 1976; Louis A. Pérez, Jr., Cuba: An Annotated Bibliography, Westport, Greenwood, 1988, Fermín Peraza
Sarausa, Revolutionary Cuba: A Bibliographic Guide, Coral Gables, University of Miami Press, 1966-1968; Ronald H.
Chilcote, ed.. Cuba, 1953-1978. A Bibliographical Guide to the Literature, White Plaim, Kraus, 1986. Al mismo tiempo,
guías sobre la ubicación y tenencia de materiales de investigación han identificado algunos de los más importantes
depósitos de registros. Para una guía representiva, véase Bernard Naylor, «Resources in the United Kingdom for the Study
of Cuba, Especially since 1868», en Earl J. Pariseau, ed., Cuba Acquisitions and Bibliography, Washington, DC, Library of
the Congress, 1970; 98-128. También se incluyen en esta lista Juan Martínez-Alier y José Ramón Barracada de Ramos,
«Resources in Spain for the Study of Cuba since 1868», 128-50; Hans Pohl y Georgette M. Dorn, «Resources in Germany
for the Study of Cuba since 1868», 151-64, «Cuba: A Guide to Resources in the Library of Congress», 17-90. Véase
también Carl Van Ness, «The Braga Brothers: Collection at the University of Florida», Latin American Research Review,
21, 1986, 142-8; Louis A. Pérez Jr., «Cuba Materials in the Bureau of Insular Affairs Library», Latin American Research
Review, 13, 1978, 182-8; Lisandro Pérez, «The Holdings of the Library of Congress on the Population of Cuba», Cuban
Studies / Estudios Cubanos, 13, invierno. 1983, 69-76.
13. Publicados con treinta años de diferencia, los dos clásicos recuentos esudounidenses de la segunda intervención
(1906-1909) —David A. Lockmiller, Magoon in Cuba. A History of the Second Intervention, 1906-1909, y Allan Reed
Millett, The Politics of Intervention: The Military Occupation of Cuba, 1906-1909, Columbus, Ohio State University Press,
1968— se basaron en diversos tipos de manuscritos y materiales de archivo. Lockmiller se limitó a utilizar documentos de
Theodore Roosevelt, Elihu Root y William H. Taft, e hizo un uso restringido de los documentos de Enoch Crowder.
Lockmiller, en 1938, reconoció: «Muchos archivos oficiales del período de la segunda intervención todavía no están
abiertos para los investigadores». Treinta años después, Millett tuvo acceso a los mismos documentos de Roosevelt, Root y
Taft y uso pleno de la colección Crowder. También tuvo a su disposición los registros completos del gobierno provisional
estadounidense (1906-1909) y de registros pertinentes del Departamento de Estado, el Departamento de Guerra, la Junta de
Asuntos Insulares, la Oficina del General Adjunto, el Departamento de Marina y la Oficina del Inspector General. Millett
tuvo acceso también a los documentos personales y familiares de los principales participantes en la segunda intervención.

14. Entre algunas notables excepciones se cuentan Allen J. Kuethe, Cuba, 1753-1815; Crown, Military and Society,
Knoxville, University of Tennessee Press, 1986; John Robert McNeill, Atlantic Empires of France and Spain: Louisburg
and Havana, 1700-1763, Chapel Hill, University of North Carolina Press, 1985; Larry R. Jensen, Children of Colonial
Despotism. Press, Politics and Culture, 1790-1840, Gainsville, University Presses of Florida, 1988; Isabela Macías
Domínguez, Cuba en la primera mitad del siglo XVII, Sevilla, Escuela de Estudios Hispanoamericanos, 1978; Nicasio
Silverio Saínz, Cuba y la casa de Austria, Miami, Ediciones Universales, 1972; Allen J. Kuethe, «The Development of the
Cuban Military as a Socio-Political Elite, 1763-1783», Hispanic American Historical Review, 41, noviembre, 1981, 695-
704; Allen J. Kuethe, «Guns, Subsidies, and Commercial Privileges: Some Historical Factors in the Emergence of the
Cuban National Character, 1763-1815», Cuban Studies / Estudios Cubanos, 16, 1986, 123-38.
15. Este es uno de los factores en que se basa el interés por la historia de trasmisión oral. Entre las más útiles historias
orales están los tres volúmenes preparados por Oscar Lewis, Ruth M. Lewis y Susan M. Rigdon: Living the Revolution. An
Oral History of Contemporary Cuba: Four Women, Urbana, University of Illinois Press, 1977; Living the Revolution. An
Oral History of Contemporary Cuba: Four Men, Urbana, University of Illinois Press, 1977; y Living the Revolution. An
Oral History of Contemporary Cuba: Neighbors, Urbana, University of Illinois Press, 1978.
16. Louis A. Pérez, Jr., «Vagrants, Beggars, and Bandits: Social Origins of Cuban Separatism, 1878-1895», American
Hitorical Review, 40, diciembre, 1985, 1092-121; María Poumier-Taquechel, Contribution á !'étude du banditisme social à
Cuba. L 'histoire et le mythe de Manuel García, «Rey de los campos de Cuba». (1851-1895), París, L'Harmatan, 1986;
Rosalie Schwartz, Lawless Liberators: Political Banditry and Cuban Independence, Durnam, Duke University Press, 1989;
Louis A. Pérez, Jr., Lords of the Mountains: Social Banditry and Peasants Protests in Cuba, 1878-1918, Pittsburgh,
University fo Pittsburgh Press, 1989.
17. Verena Martínez-Alier, Marriage, Class and Colour in Nineteenth-Century Cuba, Londres, Cambridge University
Press, 1974; Denise Helly, Idéologié et ethnicité. Les Chinois Macao à Cuba, 1847-1886, Montreal, Presse de l'Université
de Montréal, 1979; Mary Reckord, «Chinese Contract Labour in Cuba, 1847-1874», Caribbean Studies, julio, 1974, 66-81;
Duvon C. Corbitt, A Study of the Chinese in Cuba, 1847-1947, Asbury, Asbury College, 1971; Mats Lundahl, «A Note on
Haitian Migration to Cuba, 1890-1914», Cuban Studies / Estudios Cubanos, 12, julio, 1982, 21-36; Franklin W. Knight,
«Jamaican Migrants and the Cuban Sugar Industry, 1900-1934», en Manuel Moreno Fraginals, Frank Moya Pons y Stanley
L. Engerman, eds., Between Slavery and Free Labor. The Spanish Spoking Caribbean in the Nineteenth Century,
Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1985, 84-114; K. Lynn Stoner Wheeler, «In Defense of Motherhood: Divorce
Law in Cuba during the Early Republic», Studies in Third World Societies, marzo, 1982, 1-31; y «From House to the
Streets: The Women's Movement for Legal Change in Cuba, 1898-1958», (tesis doctoral), Universidad de Indiana, 1983;
Rebecca J. Scott, «Class Relations in Sugar and Political Mobilization in Cuba, 1868-1899», Cuban Studies / Estudios
Cubanos, 15, invierno, 1985, 15-28; Jean Stubbs, Tobacco on the Perisphery: A Case Study in Cuban Labour History,
1860-1958, Londres, Cambridge University Press, 1985; Harold D. Sims, «Cuban Labor and the Communist Party, 1937-
1958», Cuban Studies / Esutdios Cubanos, 15, invierno, 1985, 43-58; Robert B. Hoernel, «Sugar and Social Change in
Oriente, Cuba, 1898-1946», Journal of Latin-American Studies, 8, noviembre, 1976, 215-49.
18. La investigación ha sido prodigiosa e incluye a Herbert S. Klein, Slavery in the Americas: A Comparative Study of
Cuba and Virginia, Chicago, University of Chicago Press, 1967; Arthur F. Corwin, Spain and the Abolition of Slavery in
Cuba, 1817-1886, Austin, University of Texas Press, 1967; Franklin W. Knight, Slave Society in Cuba during the
Nineteenth Century, Madison, University of Wisconsin Press, 1970; Gwendolyn Midlo Hall, Social Control in Slave

Plantation Societies. A Comparison of St. Domingue and Cuba, Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1980; David
R. Murray, Odious Commerce; Britain, Spain and the Abolition of Cuban Slave Trade, Cambridge, Cambridge University
Press, 1980; Rebecca J. Scott, Slave Emancipation in Cuba: The Transition to Free Labor, 1860-1899, Princeton,
Princeton Universíty Press, 1985; Robert L. Paquette, Sugar is Made with Blood, Middletown, Wesleyan University Press,
1988; Rebecca J. Scott, «Gradual Abolition and the Dynamics of Slave Emancipation in Cuba, 1868-1886», Hispanic
American Historical Review, 63, agosto, 1983, 449-77; Herbert S. Klein, «North American Competition and the
Characteristics of the African Slave Trade to Cuba, 1790-1794», William and Mary Quarterly, 16, enero, 1971: 86-102;
David R. Murray, «Statistics of the Slave Trade to Cuba, 1790-1867», Journal of Latin American Study, 3, noviembre,
1971, 131-49; Franklin W. Knight, «Slavery, Race, and Social Structure in Cuba during the Nineteenth Century», en
Robert Brent Top1in, ed., Slavery and Race in Latin America, Westport, Greenwood, 1974, 204-27; Laird W. Bergad,
«Slave Prices in Cuba, 1840-1875», Hispanic American Historical Review, 67, noviembre, 1987, 631-55.
19. Véase, por ejemplo, Herbert S. Klein, Slavery in the Americas: A Comparative Study of Cuba and Virginia, Op.
cit.; y Gwendolyn Midlo Hall, Social Control in Slave Plantation Societies. A Comparison of St. Domingue and Cuba, Op.
cit. Franklin W. Knight escribió en 1970: «El estudio de la esclavitud y de su efecto sobre la sociedad se ha desarrollado
notablemente en el último cuarto de siglo. Uno de los aspectos más interesantes de este avance es la fuerte inclinación,
sobre todo en los Estados Unidos, a ampliar la perspectiva mediante un enfoque comparativo del terna, la justificación ha
sido que la mejor forma de comprender el fenómeno en un lugar dado es examinarlo en diversos casos. No puede decirse,
sencillamente, que el sistema esclavista de los Estados Unidos fuera el más rígidamente estructurado del mundo sin una
mirada más amplia al fenómeno de las sociedades esclavas». Véase Franklin W. Knight, Slave Society in Cuba during the
Nineteenth Century, Op. cit., xv. Existen algunas notables excepciones: Rebecca J. Scott, Slave Emancipation in Cuba: The
Transition to Free Labor, 1860-1899, Op. cit., por ejemplo, examina la experiencia esclavista de Cuba, principalmente
dentro del contexto cubano, por lo que trata temas historiográficos derivados de la investigación en Cuba.
20, Véase Kenneth F. Kiple, Blacks in Colonial Cuba, 1774-1899, Gainsville, University of Florida Press, 1976;
Rebecca J. Scott, «Explaining Abolition: Contradiction, Adaptation, and Challenge in Cuban Slave Society, 1860-1886»,
Comparative Studies in Society and History, 26, enero, 1984, 83-111; Donna M. Wolf, «The Cuban 'Gente de Color' and
the Independence Movement: 1879.1895», Revista \\ Review Interamericana, 5, otoño, 1975, 403-21.
21. Rafael Fermoselle, Política y color en Cuba. La guerrita de 1912, Montevideo, Geminia, 1974; Louis A. Pérez, Jr.,
«Politics, Peasants and People of Color: The 1912 'Race War' in Cuba Reconsidered», Hispanic American Historical
Review, 56, agosto, 1987, 509-39; Thomas T. Orum, «The Politics of Color. The Racial Dimension of Cuban Politics
during the Early Republican Years, 1900-1912», [tesis doctoral], Universidad de Nueva York, 1975. El tema de la raza y la
intervención estadounidense se examina en Erwin H. Epstein, «Social Structure, Race Relations and Political Stability
under U.S. Administration», Revista / Review Interamericana, 8, verano, 1975, 192-203; y Cathy Duke, «The Idea of
Races: The Cultural Impact of American Intervention in Cuba. 1898-1912», en Blanca G. Silvestrini, ed., Politics, Society
and Culture in the Caribbean, San Juan, University of Puerto Rico Press, 1983, 87-109.
22. Los historiadores que han escrito sobre Cuba después de 1959 han tenido muy en cuenta estas consideraciones.
Philip S. Foner escribió en 1962: «Lo cierto es que resulta imposible comprender 1a Revolución cubana y el régimen
revolucionario que asumió el poder el 1º de enero de 1959, sin comprender el desarrollo económico que lo precedió mucho
antes». Y, en otro momento, «[La Revolución cubana] debe ser comprendida, y para comprenderla debe conocerse el largo
trasfondo histórico que la precedió». Véase Philip S. Foner, A History of Cuba in its Relations With the United States,

Nueva York, Internacional, 1962-1965, v. 2, pp. 5, 9. Robert F. Smith escribió al año siguiente en términos sustancialmente
similares: «Los sucesos recientes […] no surgieron del vacío. Sus raíces están en el pasado y deben utilizarse los
instrumentos de investigación más actualizados para alcanzar una comprensión de los hechos en curso». Véase Robert F.
Smith, What Happened in Cuba?, Nueva York, Twayne, 1963, 9. Para Luis E. Aguilar, los sucesos del decenio de 1930
sirvieron «iluminar la historia cubana actual». Véase Luis E. Aguilar, Cuba 1933: Prologue to Revolution, Ithaca, Cornell
University Press, 1972, ix-x.
23. Véase Federico Gil, «Antecedents of the Cuban Revolution», Centenal Review, verano, 1962, 373-93; C.A.M.
Hennessy, «The Roots of Cuban Nationalism», Internacional Affairs, 39, julio, 1963, 345-59; Hugh Thomas, «The Origins
of the Cuban Revolution», World Today, 19, octubre, 1963, 448-60; Robin Blackburn, «Prologue to the Cuban
Revolution», New Left Review, 21, octubre, 1963, 52-91; Sheldon Liss, Roots of Revolution, Lincoln, University of
Nebraska Press, 1987; Robert F. Smith, ed., Background of Revolution, Nueva York, Knopf, 1966; What Happened in
Cuba?, op. cit.
24. Jaime Suchlicki, Cuba from Columbus to Castro, Nueva York, Scribner, 1974, 114-30, 135; Ramón Bonachea y
Marta San Martín, The Cuban Insurrection, 1952-1859, New Brunswick, Transaction Books, 1974, 2; Samuel Farber,
Revolution and Reaction in Cuba. 1933-1960, Míddletown, Wesleyan University Press, 1976, 20; Hugh Thomas, Cuba, the
Pursuit of Freedom, Nueva York, Harper, 1971, 688.
25. Samuel Farber, Revolution and Reaction in Cuba, 1933-1960, Op. cit.; 77.
26. Donald W. Bray y Thimothy F. Harding, «Cuba», en Ronald H. Chicolte y Joel C. Edelstein, LatinAmérica: The
Struggle with Dependency and Beyond, Nueva Cork, Halsted, 1974: 596.
27. Luis E. Aguilar, Cuba 1933: Prologue to Revolution, Op. cit.; 231, 239.
28. Jules R. Benjamin, The United States and Cuba: Hegemony and Dependent Development, 1880-1934, Pittsburgh,
University of Pittsburgh Press, 1977: 188.
29. Federico Gil, «The Antecedcnts of the Cuban Revolution», Op. cit.; 377.
30. Ramón Eduardo Ruiz, Cuba: The Making of a Revolution, Amherst, University of Massachusctts Press, 1968, 167-
68.
31. Hugh Thomas, Cuba, The Pursuit of Freedom, Op. cit., 688.
32. Jaime Suchlicki, Cuba from Columbus to Castro, p. 132.
33. Edward González, Cuba under Castro: the Limits of Carisma, Boston, Houghton Mifflin, 1974, 60.
34. Véase Roland T. Ely, Cuando reinaba Su Majestad el azúcar, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1963, y
Comerciantes cubanos del siglo XIX, Bogotá, Aedita Editores, 1961; Félix Goizueta-Mimó, Bitter Cuban Sugar:
Monuculture and Economic Dependence from 1825-1899, Nueva Cork, Garland, 1987; Franklin W. Knight, «Origins of
Wealth and the Sugar Revolution in Cuba 1750-1850», Hispanic American Historical Review, 57, mayo, 1977: 231-53.
35. Véase Philip S. Foner, The Spanish-Cuban-American War and the Birth of American Imperialism, Nueva York,
Montly Review, 1972; Louis A. Pérez, Jr., Cuba Between Empires, 1818-1902, Pittsburgh, University of Pittsburgh Press,
1983: Carl R. Beck, «The Martínez Campos Government of 1879. Spain's Last Chance in Cuba», Hispanic American
Historical Review, 56, mayo, 1976; 268-89; Rebecca J. Scott, «Class Relations in Sugar and Political Mobilization in Cuba,
1868-1899», Cuban Studies / Estudios Cubanos, 15, invierno, 1985; 15-28.
36. Véase Philip S. Foner, The Spanish-Cuban-American War and the Birth of American Imperialism, y Louis A. Pérez,
Jr., Cuba Between Empires, 1878-1902, Op. cit.

37. David F. Trask, The War with Spain, Nueva York, Macmillan, 1981; Lewis L. Gould, The Spanish-American War
and President McKinley, Lawrence, University of Kansas Press, 1982; G. J. A. O'Toole, The Spanish War, Nueva York,
Norton, 1984.
38. Jake C. Lane, «Instrument for Empire: The American Militar Government in Cuba, 1899-1902», Science and
Society, 36, Otoño, 1972, 314-30; Louis A. Pérez, Jr., «Insurrection, Intervention, and the Transforrnation of Land Tenure
Systems in Cuba, 1895-1902», Hispanic American Historical Review, 65, mayo, 1985: 229-54.
39. James H. Hitchman, Leonard Wood and Cuban Independence. 1898-1902, La Haya, Nijhoff, 1971; «U.S. Control
over Cuban Sugar Production, 1898-1902», Journal of InterAmerican Studies and Wor!d Affairs, 12, enero, 1970, 90-106;
y «The American Touch in Imperial Administration. Leonard Wood in Cuba, 1898-1902», The Americas, 24, abril, 1968,
294-403; David F. Healy, The United States in Cuba, 1898-1902, Madison, University of Wisconsin Press, 1963.
40. Richard B. Gray, José Martí, Cuban Patriot, Gainsville, University of Florida Press, 1962; Roberto D. Agramonte,
Martí y su concepción del mundo, Río Piedras, University of Puerto Rico Press, 1971; John M. Kirk, José Martí, Mentor of
the Cuban Nation, Gainsville, University Presses of Florida, 1983; Christophcr Abel y Nissa Torrents, eds., José Martí,
Revolutionary Democrat, Durham, Duke University Press, 1986; Carlos Ripoll, José Marti, the United States, and the
Marxist Interpretation of Cuban History, New Brunswick, Transaction Books, 1984; Peter Turton, José Martí, Architect of
Cuba´s Freedom, Londres, Zed Books, 1986.
41. Pcter Turcon escribe de Martí: «Sin duda es el precursor de la actual Revolución Cubana» y, en otro momento:
«Aparece como el verdadero antecesor político de Fidel Castro». Véase Peter Turton, José Marli, Architect of Cuba´s
Freedom, Op. cit.; 2, 64. Carlos Ripoll responde: «El compromiso de Martí para con los derechos y libertades individuales
es incompatible con el propósito marxista-leninista del Estado cubano. Es prácticamente imposible reconciliar sus
conceptos de democracia pluralista y soberanía nacional con la dictadura al estilo soviético y el internacionalismo
proletario». Véase Carlos Ripoll, José Marti, the United States, and the Marxist Interpretation of Cuban History, 15.
42. Gerald E. Poyo, «Wíth All and for the Good of All» The Emergence of Popular Nationalism in Cuban Communities
in the United States, 1848-1898, Durham, Duke University Press, 1989; «Tampa: Cigar Workers and Struggles for the
Cuban Independence», Tampa Bay History, 7, otoño-invierno, 1985: 94-105; y «Evolution of Cuban Separatist Thoughts in
the Emigré Communities, 1848-1895», Hispanic American Historical Review, 66, agosto, 1986, 485-508; Louis A. Pérez,
Jr., «Cubans in Tampa: From Exiles to Immigrants, 1892-1901», Florida Historical Quarterly, 57, octubre, 1978, 129-40.
Entre otros estudios sobre los cubanos en el exilio se cuentan: Rodolfo Ruz Menéndez, La primera emigración cubana a
Yucatán, Mérida, Universidad de Yucatán, 1969; y Paul Estrade, «L'émigration cubaine de Paris (1895-1898)», Caravelle,
16, 1971: 33-53.
43. Gary R. Mormino y George E. Pozzetta, The Immigrant World of Ybor City, Urbana, University of Illinois Press,
1987; Georgc E. Pozzetta, «Immigrants and Radicals in Tampa, Florida», Florida History Quarterly, 57, enero, 1979, 337-
48; «Historical Beginnins of Ybor City and Modern Tampa», Florida Historical Quarterly. 49, abril, 1971, 31-44, y «La
Resistencia: Tampa's Immigrant Labor Union», Labor History, 6, otoño, 1965, 193-210.
44. Entre algunos estudios representativos se cuentan: William Appleman Williams, The United States, Cuba and
Castro, Nueva York, Monthly Review, 1962, y Robin Scheer y Maurice Zeitlin, Cuba: An American Tragedy, Nueva
York, Grove. 1964.
45. Véase Philip S. Foner, A History of Cuba and the Relations with the United States; Lester D. Langley, The Cuban
Policy of the United States. Nueva Cork, Wiley, 1968; Michael J. Mazarr, Semper Fidel: America and Cuba, 1776-1988,

Baltimore, Nautical and Aviacion Publishing, 1988; Jules R. Benjamin, The United Status and the Origins of the Cuban
Revolution, Princeton, Princeton University Press, 1900.
46. Entre los mejores trabajos recientes están: Lester D. Langley, «The Whigs and the López Expeditions to Cuba.
1849-1851: A Chapter in Frustrating Diplomacy», Revista de Historia de América, 71, enero-junio, 1971, 9-22; Richard H.
Bradford, The «Virginius» Affair, Boulder, Associated University Press, 1980; James A. Lewis, «Anglo-American
Entrepreneurs in Havana: The Background and Significance of the Expulsion of 1784-1785», en Jacques A. Barbier y
Allan Kuethe, eds., The North American Role in the Spanish Imperial Economy, 1760-1819, Manchester, Manchester
University Press, 1983; Roland T. Ely, «The Old Cuba Trade: Highlights and Case Studies of Cuban-American
Interdependence during the Nineteenth Century», Business History Review, 38, invierno, 1964; 456-78.
47. David F. Healy, The United States in Cuba, 1898-1902; James H. Hitchman, Leonard Wood and Cuban
Independence, 1898-1902; Philip S. Foner, The Spanish-Cuban-American War and the Birth of American Imperialism,
1895-1902; Louis A. Pérez., Jr., Cuba between Empires, 1878-1902; James H. Hitchman, «The American Touch in
Imperial Administration, Leonard Wood in Cuba, 1898-1902»; Jack C. Lane, «Instrument for Empire: The American
Military Government in Cuba. 1899-1902».
48. La intervención de 1906 se examina en Allan Reed Millett, The Politics of Intevention: The Military Occupation of
Cuba. 1906-1909; Ralph Eldin Minger, «William H. Taft and the United States Intervention in Cuba in 1906», Hispanic
American Historical Review, 41, febrero, 1961, 75-89; Louis A. Pérez, Jr., «Indisposition to Intervention; The United
States and the Cuban Revolution of 1906», South Eastern Latin American, 28, diciembre, 1984, 1-19. La crisis electoral de
1916 y la intervención estadounidense de 1917 se tratan en George Baker, «The Wilson Administration and Cuba, 1913-
I921», Mid America, 46, enero, 1964, 48-63; y Louis A. Pérez, Jr., Intervention, Revolution and Politics in Cuba. 1913-
1921, Pittsburgh, University of Pittburgh Press, 1978. Las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos en 1933 es el tema
de Irwin F. Gellman, Roosevelt and Batista: Good Neighbor Diplomacy in Cuba, 1933-1945, Albuquerque, University of
New Mexico Press, 1973; E. David Cronon, «Interpreting the New Good Neighbor Policy; The Cuban Crisis of 1933»,
Hispanic American Historical Review, 39, noviembre, 1959, 538-67; Jules R. Benjamín, «The “Machadato” and Cuban
Nationalism, 1928-1932», Hispanic American Historical Review, 55, febrero, 1975, 66-91; Francis V. Jackman,
«America's Cuban Policy during the Period of the Machado Regime» (tesis doctoral), Catholic University, 1965; Peter
Frederic Krogh, «Sumner Wells and United Status Relations with Cuba: 1933» (tesis doctoral), Tufts University, 1966.
Theodore P. Wright, Jr., «United States Electoral Intervention in Cuba», InterAmerican Economic Affairs, 13, invierno,
1959, 51-71, examina otros aspectos de la intervención estadounidense. Las relaciones económicas se tratan en Robert F.
Smith, «Cuba: Laboratory for Dollar Diplomacy. 1898-1917», The Historian, 27, agosto, 1966, 586-609; The United States
and Cuba: Business and Diplomacy. 1917-1961, New Haven, College and University Press, 1960. Un enfoque
dependentista a estos años se encuentra en Jules R. Benjamin, The United States and Cuba: Hegemony and Dependent
Development, 1880-1934.
49. Entre las publicaciones se cuentan: Irwin F. Gellman, Roosevelt and Batista: Good Neighbor Diplomacy in Cuba,
1913-1945; Leland L. Johnson, «U.S. Business in Cuba and the Rise of Castro», World Politics, 17, abril, 1965, 440-59;
Morris H. Morley, «The U.S. Imperial State in Cuba, 1952- 1958»; «Policymaking and Capitalist Interest», Journal of
Latin American Studies, 14, mayo, 1982, 143-70.
50. Las publicaciones sobre las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos en el período posterior a 1959 son
voluminosas. Entre las obras de mayor utilidad se cuentan: Richard E. Welch, Jr., Response to Revolution: The United

States and the Cuban Revolution, 1959-1961, Chapel Hill, University of North Carolina Press, 1985; Morris H. Morley,
Imperial State and Revolution: The United States and Cuba. 1952-1986, Nueva York, Cambridge University Press, 1987,
Lynn Darrell Bender, The Politics of Hostility: Castro's Revolution and U.S. Policy, Hato Rey, Puerto Rico: Inter-
American University Press, 1975; John Plank, ed., Cuba and the United States. Long-Range Perspectives, Washington,
D.C., Brookings Institution, 1975.
51. El más logrado, con mucho, es Hugh Thomas, Cuba. The Pursuit of Freedom, y hay una voluminosa obra, aún en
curso, de Levi Marrero, Cuba, economía y sociedad, Madrid, Editorial Playor, 1972. Véase también Jaime Suchlicki, Cuba
from Colombus to Castro; Emeterio Santovenia y Raul M. Shelton, Historia de Cuba, Miami, Rema, 1966; Calixto M.
Masó, Historia de Cuba, Miami, Ediciones Universales, 1976; Wyatt MacGaffey y Clifford R. Barnett, Twentieth Century
Cuba, Nueva York, Doubledar, 1965; Dennis B. Wood, «The Long Revolution: Class Relationship and Political ConfIict in
Cuba, 1868-1968», Science and Society, 34, primavera, 1970, 6-20.
52. Véase Louis A. Pérez, Jr.. Army Politics in Cuba, 1898-1958, Pittsburgh, University of Pittsburgh Press, 1976;
Rafael Fermoselle, The Evolution of the Cuban Military: 1492-1986, Miami, Ediciones Universales, 1987; Allan R. Millet,
«The Rise and Fall of the Cuban Rural Guard, 1898-1912», The Americas, 29, octubre, 1972, 191-213; José M.
Hernández, «The Role of the Military in the Making of the Cuban Republic», [tesis doctoral], Georgetown University,
1976.
53. Jaime Suchlicki, «El estudiantil de la Universidad de La Habana en la política cubana, 1956-1957», Journal of
InterAmerican Studies, 9, enero, 1967, 145-67; Stirrings or Cuban Nationalism: The Student Generation of 1930», Journal
of InterAmerican Studies, 10, julio, 1968, 350-68, y University Students and Revolution in Cuba, 1920-1968, Coral Gables,
University of Miami Press, 1969.
54. Mario Riera Hernández, Cuba Libre, 1898-1958, Miami, Rema, 1968; Charles D. Ameringer, «The Autentico Party
and the Political Opposition in Cuba, 1952-1957»; Hispanic American Historical Review, 55. febrero, 1975, 327-51.
55. Entre ellos se cuentan: Charles D. Ameringer, «The Autentico Party and the Political Opposition in Cuba, 1952-
1957»; Ramón Bonachea y Marta San Martín, The Cuban Insurrection, 1952-1959; Samuel Farber, Revolution and
Reaction in Cuba, 1933-1960; John Dorschner y Roberto Fabricio, The Winds of December, East Rutherford, Coward,
McCana and Geoghagen, 1986; Rolando E. Bonachea y Nelson P. Valdés; Revolutionary Struggle, 1947-1958, Cambridge,
MIT Press, 1972; Alfred Padula, «Financing Castro's Revolution, 1956-1955», Revista / Review Interamericana, 8, verano,
1978, 234-46; Samuel Farber, «The Cuban Communists in the Early Stages of the Cuban Revolution: Revolutionaries or
Reformists», Latin American Research Review, 58, 1983, 59.84; Alfred Padula, «The Ruin of the Cuban Bourgeoisie,
1959-1961», SECOLAS Annual, 11, marzo, 1980, 5-21; Andrés Suárez, «The Cuban Revolution: The Road to Power»,
Latin American Research Review, 7, otoño, 1972, 5- 29.
56. Han proliferado las biografías de Fidel Castro. Véase Jules Dubois, Fidel Cartro: Rebel-Liberator or Dictator?,
Indianapolis, Bobbs-Merrill, 1959; Maurice Halperin, The Rise and Decline of Fidel Castro, Berkeley, University of
California Press, 1972; Herbert L. Mathews, Fidel Castro: A Political Biography, Nueva York, Allen Lake, 1969; Enrique
Meneses, Fidel Castro, Nueva York, Taplinger, 1968; Lionel Martin, The Early Fidel. Roots of Castro´s Communism,
Secaucus, Lyle Stuart, 1978; Peter G. Bourne. Fidel: A Biography of Fidel Castro, Nueva York, Dodd Mead, 1986; Tad
Szulc, Fidel: A Critical Portrait, Nueva York, Morrow, 1986.


© Temas, n. 2, abril-junio de 1995, pp. 36-48.
Una introducción a la economía cubana: sus objetivos, estrategias y desempeño*
Albert Campbell
Economista. Universidad de Utah.

Durante los últimos treinta años han sido muy escasos los puntos de coincidencia entre los distintos grupos de
economistas que se han dedicado profesiona1mente a estudiar a Cuba; las diferencias entre los que lo hacen desde
posiciones de hostilidad o de simpatía a los objetivos de la Revolución, o entre los que la estudian desde Cuba o el
extranjero han sido notables. No obstante, aunque los cubanólogos que se dedican a la economía siguen manteniendo
desacuerdos esenciales, han alcanzado un consenso en lo relativo a dos cuestiones que tienen que ver con la situación
cubana más reciente: 1) la producción nacional ha descendido abruptamente durante los últimos cuatro años; y 2) la
economía cubana experimenta profundos cambios estructurales.
Tampoco se discute acerca de la identificación de los cambios estructurales económicos claves o acerca de su
importancia. Los dos cambios estructurales centrales (o los dos elementos de un único cambio estructural central) son el fin
de la planificación centralizada global y el crecimiento de las fuerzas de mercado y de los mercados mismos. Estos dos últi-
mos cambios suponen tanto la introducción de los “mecanismos de tipo de mercado” en la “vieja economía” como la
aparición y crecimiento de mercados en dos nuevos sectores de la economía: las iniciativas conjuntas con capital extranjero
y el mercado informal.
Lo que sí se debate es el significado de estos cambios, en especial en lo que atañe al objetivo cubano de construir el
socialismo. Algunos cambios importantes de este tipo que se han producido recientemente, y que se añaden al crecimiento
continuado de las empresas mixtas con capital extranjero (en las cuales la legislación laboral es diferente) son los siguientes:
1) la legalización en agosto de 1993 de la tenencia y el uso de dólares por la población cubana (y el tránsito consiguiente
hacia un peso convertible, que se prevé para un futuro próximo); 2) la Ley 141 del 9 de septiembre, dictada por el Consejo
de Estado, mediante la cual se legaliza el trabajo por cuenta propia en unas cien categorías ocupacionales; 3) cambios
radicales en la organización de la agricultura.** El 15 de septiembre de 1993 el Buró Político del Partido Comunista
anunció que la mayoría de las granjas estatales se dividirían para formar cooperativas (sólo en el área de la producción
cañera se formarían 1 700), denominadas Unidades Básicas de Producción Cooperativa (UBPC). Este paso constituye un
nuevo rumbo en el tema de la motivación de los trabajadores, dado que la remuneración se basa en el trabajo por tarea.1
La mayoría de los observadores extranjeros que están opuestos a la Revolución (y probablemente los cubanos opuestos a
los objetivos de la Revolución) consideran que los pasos recientes siguen el camino que tomaron la Unión Soviética y el
bloque socialista de Europa Oriental en la última década, y que, como allí, conducen inevitablemente al restablecimiento del
capitalismo. Parte de los observadores extranjeros que se identifican con los objetivos de la Revolución, así como parte de la
intelligentsia nacional interesada en mejorar el socialismo cubano, consideran que los mercados son beneficiosos para el
proyecto de construir el socialismo. Basan su posición sobre el argumento de que las diversas burocracias económicas y
políticas existentes en Cuba han impedido parcialmente (aunque no hasta el punto en que ello ocurrió en la URSS y Europa
Oriental) que los trabajadores ejercieran control sobre su economía y su sociedad, y que al debilitar los controles
burocráticos los mercados les permitirán a los trabajadores ejercer el papel que el socialismo les tiene reservado.2 La posi-
ción oficial cubana es que en la situación actual del mundo, el objetivo económico central de Cuba no puede ser lograr
avances en la construcción del socialismo. Ahora el objetivo central debe ser evitar el derrumbe del gobierno revolucionario

y tratar de preservar todos los pasos posibles ya dados en el sentido de construir el socialismo. Esto supone hacerle muchas
concesiones a la influencia e incluso al funcionamiento del capitalismo en la economía. Pero la economía no se tornará ca-
pitalista, sino que seguirá siendo una economía socialista.
Para entender la política económica actual de Cuba hay que comprender sobre todo tres asuntos: el objetivo económico
dual de larga data de la Revolución Cubana, las lecciones aprendidas a partir de las estrategias y el desempeño pasados en
términos del cumplimiento de ese objetivo y las opciones que se presentan actualmente para conseguirlo en vista de la actual
situación mundial.
El propósito de este artículo es debatir los dos primeros temas, Más específicamente, pretende proporcionar un breve
resumen de la economía cubana desde el triunfo de la Revolución en 1959, así como servir de introducción a la literatura
más reciente. La estructura del artículo está determinada por cinco consideraciones: en primer lugar, el artículo se dirige a
lectores de habla inglesa. Muy pocos —hasta hace algún tiempo casi ninguno— de los debates sobre estos temas producidos
por cubanos se han traducido al inglés. Se hace referencia a algunas fuentes en español. Segundo, presto más atención a los
últimos acontecimientos ocurridos en la esfera económica. De aquí que proponga una división cronológica del material en
un período previo a 1986 y los períodos más recientes. En tercer lugar, en cada acápite la argumentación se desenvuelve en
torno a los temas económicos y no de forma cronológica. En cuarto lugar, todas las ramas de la cubanología se distinguen
por su naturaleza polémica, y esto incluye a la cubanología económica: he tratado de reflejar esa naturaleza en lo que toca a
los temas económicos aquí tratados. Al considerar los desacuerdos será útil tener en mente que son de diferentes tipos,
aunque tienden a estar relacionados: algunos tienen que ver con la pertinencia de ciertos objetivos, algunos con
consideraciones teóricas sobre las posibilidades económicas de ciertas estrategias y otros con la cuestión empírica de la eva-
luación del desempeño real. Finalmente, aunque la evaluación del desempeño de cualquier proceso supone lógicamente el
establecimiento de un objetivo contra el cual medirlo, este aspecto metodológico se torna particularmente importante en el
caso de la economía cubana. El presupuesto en general no explícito de que el objetivo del proceso de desarrollo cubano fue
(o debe ser) únicamente el ritmo de crecimiento del producto nacional ha empobrecido a buena parte de la cubanología
económica, especialmente la producida en los Estados Unidos. Una afirmación central de este artículo es la de que la
especificidad de las estrategias y el desempeño económico cubanos sólo pueden entenderse en términos del objetivo
económico cubano, que difiere parcialmente del de la mayoría de los países en vías de desarrollo.

El objetivo económico dual de Cuba: las estrategias cambiantes

Se acepta generalmente que el proceso de desarrollo cubano ha diferido en gran medida del emprendido en el resto del
Tercer Mundo. En el centro de esas diferencias se encuentran los objetivos del desarrollo.
Por un lado, todos los programas de desarrollo comparten el objetivo universal de lograr el crecimiento económico y los
objetivos generalmente asociados a aquél de diversificación e industrialización. Lo fundamental de los problemas
económicos expuestos por Fidel Castro en su discurso del 4 de febrero de 1986 ante el Tercer Congreso del Partido
Comunista de Cuba eran un reflejo de lo anterior: fracaso en el propósito de diversificación para lograr nuevas industrias de
sustitución de importaciones y producción de exportaciones; insuficiente avance en la reducción de los costos de produc-
ción, el incremento de la rentabilidad y el ahorro de materiales, fuerza de trabajo y recursos financieros, lo que redunda en
un insuficiente aumento de la productividad; desorganización de la producción debido a la aparición de cuellos de botella;
producción inadecuada de bienes de consumo; un sector de servicios débil; exceso de burocracia, inadecuada calidad de la

educación; e insuficiente protección del medio ambiente.
Por otra parte, los comentaristas extranjeros, tanto los simpatizantes como los hostiles, siempre han sentido la necesidad
de incorporar en sus debates sobre la economía el elemento de la “estrategia socialista de desarrollo” de Cuba. Adviértase
que esta frase corriente debe aplicarse con precaución, porque tiene dos significados muy distintos que le han adjudicado
diferentes personas. No se trata de un punto meramente académico, sino que tiene un reflejo directo en lo que ha sucedido
en los últimos tiempos en el “ex campo socialista”.
Una interpretación es que la frase se refiere a la manera en que se pone en práctica el desarrollo —entendiendo por este
el crecimiento y la industrialización— en una “economía socialista”. En otras palabras, en una economía planificada. Un
significado muy distinto de la frase supone que ella se refiere a cómo crear una “economía socialista”, interpretación en la
cual el término “economía socialista” también tiene un sentido diferente. El economista cubano José Luis Rodríguez, al
hablar de las ideas del Che Guevara, se refiere a esto como “el proceso de desarrollo que conlleva no sólo crecimiento
económico y avances en los servicios sociales, sino la transformación de las personas como seres sociales”.3
La política económica cubana sólo puede entenderse en este marco de un objetivo económico dual: el crecimiento
económico (y la industrialización y la diversificación) y la construcción del socialismo. Aunque como veremos después se
han producido algunos cambios en las ideas acerca de cómo conseguir ambos objetivos, la dualidad del objetivo económico
ha sido una constante (desde 1961) a lo largo de la Revolución.
Varios investigadores han señalado la necesidad de comprender la interrelación entre ambos aspectos del objetivo
económico cubano si se quiere entender adecuadamente las políticas económicas del país.4 El investigador no puede captar
la complejidad de las políticas económicas cubanas si trata de reducir sus causas a uno u otro aspecto de esta dualidad. Un
ejemplo de ello es el artículo “The Cuban Economy in the 1980: The Return of Ideology”.5 En el mismo, Mesa-Lago va más
allá del planteamiento de que los factores “político-ideológicos” tienen más influencia en cierto momento sobre la historia
económica de Cuba (el proceso de rectificación) para aducir que fueron “determinantes”, y que sólo de manera ocasional y
“casi vergonzantemente” Fidel Castro introdujo consideraciones económicas en el debate.6 (Mesa-Lago también describió
de manera errónea los objetivos políticos de Cuba al reducirlos a una preocupación con “la declinación del poder tanto del
Partido Comunista como de Castro”). Una lectura de los discursos pronunciados por Fidel Castro entre 1986 y 1987, de
artículos aparecidos en diversas publicaciones económicas entonces editadas en Cuba, y un vistazo a las políticas
efectivamente puestas en práctica; evidencian que las preocupaciones “estrechamente económicas” se mezclaban con lo que
me parecen, para aquel momento de la historia cubana, las consideraciones más importantes acerca del tema de cómo
construir el socialismo.
Una posición muy cercana de Antonio Jorge va incluso más allá de la de Mesa-Lago, quien planteaba que los objetivos
económicos definidos de manera estrecha (crecimiento, eficiencia, etc.) se veían superados por objetivos político-
ideológicos a la hora de formular políticas económicas. Jorge plantea que la política económica es sobre todo un
instrumento para mantener el poder. “La lógica totalitaria de un régimen decidido a ejercer el poder absoluto requiere un
control incuestionado del poder económico”.
Estas dos variantes de la posición más frecuente en la cubanología económica relativa al objetivo de la política
económica cubana difieren del enfoque centrado en el objetivo dual que he adoptado en este artículo.
Una tercera posición relativa al objetivo de la política económica cubana ha sido planteada recientemente por Petras y
Morley.7 Mientras que la posición más frecuente, la comentada hasta aquí, plantea que se sacrificaron los objetivos
económicos estrechos a las consideraciones político-ideológicas, Petras y Morley adoptan la posición exactamente contraria,

al plantear que a partir del proceso de rectificación de 1986 los objetivos socialistas se sacrificaron al objetivo de la acu-
mulación. Los autores aducen que la brusca caída de los precios del azúcar y el petróleo y el corte del flujo de recursos
procedente del campo socialista, hicieron que Cuba adoptara un nuevo modelo de acumulación. Este modelo se basaría en la
participación en el mercado mundial, lo que requería la construcción de las condiciones internas necesarias para lograrlo.
Sobre todo, implicaba el abaratamiento de los costos de la fuerza de trabajo, lo que se consiguió mediante una política de
austeridad. El debate aparente sobre la construcción del socialismo era, sobre todo, una manera de distraer la atención: “El
régimen priorizó el sostenimiento de las continuidades ideológico-organizativas a fin de amortiguar los traumas y
descontentos inevitables que acompañarían el período de transición”.8 Los factores ideológicos, el tema de la construcción
del socialismo, se consideran una ilusión e incluso un engaño, y no una verdadera contribución al proceso.
La posición que asumo en el presente artículo es que las políticas económicas cubanas se diseñan sobre la base de la
existencia simultánea de ambos objetivos (con un peso diferente de cada uno de los dos aspectos en los diferentes períodos
históricos) y de que sólo pueden ser entendidas en ese marco.
A diferencia del objetivo económico dual, permanentemente sostenido, un segundo aspecto distintivo del proceso de
desarrollo cubano han sido los frecuentísimos cambios o modificaciones en las estrategias adoptadas para conseguir aquél
objetivo. Una consecuencia de ello ha sido que la economía cubana desde 1959 generalmente se ha periodizado sobre la
base de esos cambios de estrategias relativas al desarrollo económico, y los desempeños de la economía se han estudiado en
los períodos así identificados, Una periodización muy difundida de las primeras dos décadas utiliza como puntos de in-
flexión los años de 1959, 1961, 1964, 1966 y 1970.9 Me referiré después a este asunto. Lo que pretendo aquí es subrayar que
esa historia de estrategias es una historia de experimentos y correcciones. Si bien el cambio de 1986 es el conocido como
“proceso de rectificación”, cada uno de los cambios previos en la estrategia de desarrollo socialista implicó lo que bien
pudiera denominarse un proceso de rectificación. Todo el proceso de cambios de estrategias puede concebirse como “parte
de la tarea histórica de buscar las mejores maneras de construir el socialismo en Cuba”.10
Esta realidad simultánea de frecuentes (y en ocasiones agudos) cambios de las estrategias, junto a la permanencia del
objetivo dual de crecimiento/desarrollo más construcción del socialismo, constituye el marco en el cual se debe entender la
política económica de Cuba.

Objetivos, estrategia y desempeño económico: 1959-1985

En abril de 1961 se proclamó oficialmente que el objetivo de la Revolución era la construcción del socialismo y desde
ese momento, y hasta el presente, la política económica se ha conformado a partir del objetivo económico dual de
crecimiento/desarrol1o y construcción del socialismo, tal como se planteó en el acápite anterior.
Toda estrategia concreta de desarrollo tiene muchas facetas. En este acápite consideraremos las estrategias de desarrollo
cubanas previas a 1986 a la luz de seis aspectos que debe incluir cualquier estrategia de desarrollo: agricultura vs. industria,
diversificación de la producción, diversificación del comercio y dependencia, mercado vs. planificación, inversión vs.
consumo, y participación y control de los trabajadores,
Agricultura vs. industria. En términos gruesos existía muy poca divergencia acerca de los objetivos para estos dos
sectores: la producción agrícola tenía que ser drásticamente reformada y la producción industrial tenia que desarrollarse a
partir de una base rudimentaria. Pero más allá de esto aparecían las viejas polémicas sobre el desarrollo. En la agricultura,
las polémicas fundamentales en los primeros años de la Revolución incluían los temas de la producción de productos

primarios para el mercado mundial (azúcar) vs. la producción de alimentos, y el de las granjas estatales vs. la distribución de
tierras a pequeños agricultores. Hay que señalar que en el primer caso el debate no se refería solamente a cuál de los dos
caminos conducía con más rapidez al crecimiento del PIB (Producto Interno Bruto), sino que estaba implicado el tema de la
“independencia económica”.
En la industria, una confluencia de ideas sobre la “independencia económica”, cuya fuente eran Prebish y el CELA, así
como otras provenientes de los modelos de planificación soviéticos, condujeron al consenso de que se requería un “rápido
desarrollo industrial” centrado en la sustitución de importaciones. A principios de los 60 se produjeron desacuerdos en lo
relativo al énfasis que se debía poner en la industria pesada, que había sido grande en el modelo soviético. El compromiso al
que se llegó fue el de adoptar ese énfasis, aunque significativamente mitigado.12
Un aspecto importante de la estrategia general de desarrollo cubana tiene que ver con la relación entre la industria y la
agricultura. La política cubana se centró en establecer vinculas entre ambas. Por un lado la industria (y la construcción)
debía ser “halada” por el proceso de modernización de la agricultura: la producción de fertilizantes y productos químicos, la
infraestructura (en especial la irrigación), la mecanización, la conservación de alimentos y la demanda de bienes de
consumo por parte de una fuerza de trabajo agrícola mejor remunerada. Por otro lado, el elemento clave que se buscaba en
el sector agrícola era la modernización: en otras palabras, se deseaba (más o menos, la mayor parte del tiempo) producir lo
mismo (especialmente en la importantísima área azucarera, pero también en la tabacalera y otras) con menos fuerza de
trabajo, y no incrementar la producción. Se consideraba que la clave de este empeño era la industrialización.
Aunque este énfasis general en la necesidad de un desarrollo vinculado y balanceado persistió a lo largo de la
Revolución, las variaciones de las tasas de inversión entre los dos sectores constituyen una manera de medir los avances de
un debate aún vigente acerca de cuál es el balance óptimo, dadas las distorsiones específicas que había que eliminar. A
principios de los 60 tanto la agricultura como la industria recibieron alrededor del 30% del total de las inversiones, pero
hacia mediados de los 60 alrededor del 40% se destinó a la agricultura, al tiempo que el porcentaje de la industria cayó por
debajo del 20%.13 Este cambio se correspondía con el desplazamiento que se produjo a mediados de los 60 hacia un énfasis
en la agricultura. (La meta de producción de azúcar de 1970 es el cambio más conocido, pero también se incrementaron en
gran medida las metas de producción de café, frijoles, arroz, vegetales. cítricos, tabaco y materias primas para la industria
textil.14 Después de 1970 el consenso era que este intento de incrementar rápidamente la producción agrícola había sido un
costoso fracaso, de modo que en 1974 la inversión en la agricultura había descendido al 27% y al 17% en 1979, y subió
ligeramente después para mantenerse un poco por encima del 20% durante la década de los 80. El porcentaje destinado a la
industria creció a más del 30% en 1976 y se mantuvo cerca de esa cifra hasta alcanzar un máximo del 39% en 1985 para
después regresar a 32% en 1987. Sin embargo, este crecimiento del porcentaje de inversión en la industria no debe
interpretarse como el reflejo de un abandono de la agricultura, dado que durante todos esos años se produjo un crecimiento
casi ininterrumpido de la inversión absoluta (a precios constantes) en la agricultura. Hay que señalar que a pesar de las
fuertes polémicas en torno al ritmo de crecimiento de la economía cubana y sus sectores, existe acuerdo en el hecho de que
la producción agrícola ha tenido un crecimiento más lento que la industrial.
Diversificación de la producción. La vía de desarrollo mediante la sustitución de importaciones seleccionada al inicio
mismo de la Revolución tanto para la industria como para la agricultura (en este último caso especialmente en lo
concerniente a la producción de alimentos), y en buena medida continuada basta los últimos años, requería de la
diversificación productiva. Hay que decir de nuevo que si bien se consideraba que ello ayudada al crecimiento, una
motivación igualmente importante era que se entendía como parte del fin de la dependencia económica. Los temas de debate

en lo referido a este asunto han sido el ritmo y las maneras de poner en práctica la diversificación.
Ya en 1959 el INRA comenzó a planificar la expansión de la producción de productos agrícolas que se importaban de
los Estados Unidos, sobre todo el arroz, los aceites y grasas (de cerdo), el algodón y los frijoles. Si se lograba elevar la
producción a los niveles del consumo interno, se ahorrarían casi dos tercios de las divisas que se destinaban a las
importaciones agrícolas. Para conseguido se tomaría tierra dedicada al cultivo de la caña, lo que requería elevar en un 20%
el rendimiento cañero para mantener la producción de azúcar. En 1961 se lanzó el programa de “diversificación acelerada”.
Este estuvo seguido por la aparición de “cuellos de botella” en la disponibilidad de fuerza de trabajo calificada y no
calificada, y después de 1961 la producción cañera decreció, lo que condujo a un serio problema con la balanza de pagos.15
A partir de 1964 se mantuvo el objetivo de conseguir la diversificación en la agricultura, lo que incluía la autosuficiencia en
la mayoría de los productos, pero se empezó a considerar como un objetivo a largo plazo. La modernización de las
exportaciones agrícolas tradicionales (con la adición de los cítricos) se convirtió en una de las preocupaciones
fundamentales en la agricultura.
El desempeño en el terreno de la diversificación alimentaria con vistas a la sustitución de importaciones está
relativamente bien documentado. En unos veinticinco años la dependencia cubana de las importaciones de alimentos
descendió del 20,5% del total de las importaciones (1958) al 9,3%.16
El desempeño en lo que respecta a la diversificación agrícola para hacer disminuir el peso de la caña de azúcar en el
sector es objeto de más debates. Mesa-Lago ha asegurado que “el monocultivo azucarero es ahora más pronunciado que
antes de la Revolución”,17 y que el porcentaje no azucarero de la producción agrícola descendió entre 1962 y 1976.
Brundenius llegó a la conclusión contraria de que la producción no azucarera se elevó al 57% de la contribución agrícola al
PIB en 1961 al 62% en 1981.18 Por supuesto, ninguna de estas cifras refleja la diversificación de productos que se obtienen a
partir de la caña, tanto en el sector industrial como en el agrícola. La diversificación industrial es menos debatida. Varias
ramas industriales ahora significativas prácticamente no existían en 1959. Tal es el caso del sector de bienes de capital, de
los derivados de la caña de azúcar19 y de los productos médicos y biotecnológicos.20 En otros casos, la excelente tasa de
crecimiento industrial general del 6,3%, que se mantuvo en el período 1965-84,21 hace pensar que se emprendieron nuevos
tipos de producciones en sectores ya existentes en 1959. En términos generales, de una economía en la cual la industria
nacional era débil, la Revolución ha desarrollado una economía “con una firme base industrial”,22 proceso que implica,
lógicamente, una amplía diversificación industrial.
Diversificación de los patrones comerciales y dependencia. Lo fundamental del comercio cubano previo a 1959 se
desarrollaba con un país, los Estados Unidos, y consistía en una exportación, el azúcar. La diversificación del comercio era,
como la diversificación de la producción, una meta de la Revolución desde su mismo triunfo. También en este caso las
raíces se encontraban en el deseo de terminar con “la dependencia económica” y en la creencia de que ello aceleraría el
ritmo de crecimiento del PIB.
Autores como Mesa-Lago y Roca23 (1988) afirman que el patrón comercial existente hasta fines de los 80 no difería
cualitativamente del prerrevolucionario en ninguno de los dos aspectos. Para ellos, ahí se encuentra la demostración de que
la naturaleza de la dependencia no ha variado.
Zimbalist disiente de esta posición con dos argumentos diferentes. En primer lugar, afirma que de hecho se registró un
descenso en la participación del azúcar en las exportaciones, y que cuando se hacen las correcciones adecuadas para tener en
cuenta los cambios de precios, este descenso resulta bastante significativo, “o que, para decirlo en otras palabras, [tuvo
lugar] una apreciable diversificación de la base productiva de las exportaciones).24 A continuación reseña lo que denomina

un “éxito modesto en la diversificación de las exportaciones” y “considerables avances en el programa de sustitución de
importaciones”, análisis en los que coincide con muchos autores cubanos corno Figueras.25
Si bien Zimbalist acepta que la concentración en términos de socios comerciales (la URSS) se acerca cuantitativamente
al esquema anterior existente con los Estados Unidos, discrepa en la conclusión de que existiera una dependencia similar si
se toman en consideración los efectos de la relación. Apunta que “los términos comerciales han sido generalmente estables y
favorables, se han producido transferencia y entrenamiento tecnológicos, se ha alentado la producción de bienes de capital y
de la industria pesada [...] ha cesado la repatriación de las ganancias, etc.”.26 Su visión general es que “la dependencia
cubana con respecto a la Unión Soviética no es completamente inocua, pero sus efectos sobre el desarrollo cubano han sido,
en términos generales, saludables”. A partir de estas consideraciones concluye que “resulta imposible llegar a la conclusión
de que la relación cualitativa de dependencia con respecto a la Unión Soviética sea comparable con la anterior dependencia
respecto a los Estados Unidos”.
Mercados vs. planificación y tipos de planificación. La primera fase de la planificación industrial (desde 1959 hasta
principios de 1960) se basó firmemente sobre el mercado. El plan consistía en ampliar el mercado interno mediante el alza
de los ingresos de los consumidores, al tiempo que se restringían las importaciones procedentes de los Estados Unidos a
través de barreras impositivas, cuotas y licencias de importación, etc., con lo que se estimularía la producción y la inversión
internas.27 Hacia fines de 1959 se obligó a los ministerios a prestarle una atención creciente a la planificación directa en el
funcionamiento de las empresas que comenzaban a adquirir. De este modo, cuando se creó JUCEPLAN en marzo de 1960,
aunque la economía era aún capitalista, esa instancia se dedicó más desde sus mismos inicios a los procedimientos de
planificación directa (que les interesaban a los ministerios) que a los instrumentos de planificación indirecta como los
impuestos, típicos de las economías capitalistas. Con la creación del Ministerio de Industrias en marzo de 1961 y la
reorganización de JUCEPLAN, la planificación directa comenzó a aplicarse en el nivel nacional. En 1962 Cuba creó su
Primer plan nacional. Los métodos de planificación física eran los de la Unión Soviética de la época.28
Desde 1962 hasta 1965 se pusieron en práctica dos tipos de experimentos de planificación: un sistema en el INRA y el
Ministerio de Comercio Exterior, en el que desempeñaban papeles importantes los mecanismos de tipo de mercado entre las
empresas, las bonificaciones individuales y las ganancias empresariales; y el “Sistema Presupuestario de Financiamiento”
del Che. A fines de los 60 la economía funcionaba sobre la base de un sistema de “minip1anes” que en la práctica se
asemejaba a la planificación en tiempo de guerra, en la cual se priorizan los insumos de ciertos sectores mientras que los
demás se ven en serias dificultades.
Tras cinco años de preparación, en 1976 se introdujo el Sistema de Dirección y Planificación de la Economía (SDPE),
que recordaba el modelo soviético reformado de 1965 (aunque con una mayor participación de los trabajadores).29 Bajo este
sistema se comenzaron varios experimentos con mercados en los 80. Aunque el más famoso fue el “mercado libre
campesino”, también se desarrollaron importantes experimentos en el mercado de viviendas, los mercados para la
reparación de bienes de consumo duraderos y los mercados de otros servicios.
Las vacilantes políticas del gobierno cubano en lo referido a los “mercados libres campesinos” reflejan tanto los
problemas intrínsecos asociados al uso de los mercados en una economía planificada como los debates que tenían lugar en el
seno del liderazgo revolucionario sobre el tema. Inaugurados en 1980, estos mercados crecieron de forma significativa hasta
febrero de 1982. En esa fecha el gobierno intervino para frenarlos, debido a preocupaciones derivadas de las tres cosas que
siempre resultan problemáticas con dichos mercados: precios muy altos, ganancias excesivas de los intermediarios y desvíos
(que incluían el robo, aunque el tema era mucho más amplio) de recursos provenientes del sector estatal. Después de las

nuevas regulaciones emitidas en mayo de 1983, los mercados comenzaron a experimentar otra expansión.30 Las nuevas
regulaciones seguían dos líneas conceptuales muy diferentes entre sí. Una de ellas era tratar de crear mercados estatales
(“paralelos”) que hacían lo mismo que los mercados privados, pero con menores precios y mejor, lo que conduciría a un
agotamiento natural de los mercados privados. La otra era aceptar que las personas trabajaban más si se sentían motivadas
por la ganancia monetaria individual, e intentar recoger una porción suficiente de esas ganancias por la vía impositiva, de
modo que se evitara el desarrollo de grandes desigualdades sociales (al tiempo que el Estado obtenía algunas entradas). En
el discurso en el cual anunció el cierre de estos mercados, Fidel Castro señaló el fracaso de la segunda línea exactamente por
las razones que era dable esperar el fracaso de tal política: las personas a las que denominó “elementos neocapita1istas” no
pagaban los impuestos que se suponía debían pagar.
Uno de los elementos claves del proceso de rectificación iniciado en 1986, y que analizaremos más adelante, fue la
conclusión a la que arribó el liderazgo revolucionario de que el SDPE se había apoyado demasiado en mecanismos de tipo
de mercado,
Consumo vs. inversión. Los planteamientos cubanos sobre el modelo de desarrollo del país siempre han insistido en que
este estaba “centrado en el pueblo”.31 Un aspecto de la cuestión era que desde el triunfo de la Revolución se tomó la
decisión de transferir ingresos a los pobres, en vez de tratar de deprimir los niveles de vida para ampliar los posibles fondos
de inversión. Cuando se adoptó un enfoque de planificación parecido al de la URSS, a inicios de los 60, se mantuvo esta
importante diferencia con respecto al modelo soviético.32 Esta decisión ha resultado muy importante para la vía de
construcción del socialismo escogida por Cuba. Las inversiones brutas como porcentaje del Producto Social Global se han
mantenido bajas (comparadas con las de la Unión Soviética) y muy constantes a lo largo de la Revolución.33 Como resultado
de lo anterior el modelo de desarrollo cubano constituye, para el caso de las economías planificadas, una alternativa al
modelo de “gran porcentaje de inversiones a costa del consumo”.
Participación y control de los trabajadores. La realidad del tema parece estar contenida dentro de los límites de dos
observaciones. Por un lado, los comentaristas no hostiles a los objetivos de la Revolución consideran en términos generales
que la planificación y el control económicos se desarrollaron “de manera más descentralizada y participativa que en la
Unión Soviética”.34 Zimbalist proporciona evidencias que demuestran que los trabajadores cubanos consideran que
desempeñan un papel importante en el proceso, y que su influencia parecía estar creciendo antes de los desajustes económi-
cos de fines de los 80. Por otro lado, una crítica frecuente de los observadores más directamente preocupados por la
construcción del socialismo en Cuba, consiste en que esa participación y ese control son inadecuados, tanto porque están en
la raíz de muchos problemas económicos definidos de manera estrecha como porque resultan incompatibles con el objetivo
de construir un sistema socialista.35 La ampliación de la participación y el control de los trabajadores fue una preocupación
central del proceso de rectificación. Fuller produjo un amplio análisis de los avances y limitaciones en esta área durante el
transcurso de la Revolución.36

El desarrollo: su desempeño

En el acápite anterior se analizaron varios aspectos relacionados con el desarrollo, la industrialización y la
diversificación, así como un tema clave vinculado a la construcción del socialismo: la participación y el control. Ahora
quiero referirme brevemente al criterio económico de medición de desempeño más comúnmente (y excesivamente)
empleado: el de crecimiento macroeconómico.

Contamos en primer lugar con las estadísticas oficiales cubanas. Una medida del crecimiento de la economía nacional
sería la Producción Material Total (PMT)37 (a precios constantes), que creció a un ritmo promedio de 4,2% desde 1959 hasta
1988 (los tres años finales del período experimentaron un promedio negativo). La primera polémica tiene que ver con la for-
ma en que se realizan estos cálculos. Brundenius tiene estimados independientes de la PMT que en términos generales
confirman las cifras oficiales, aunque son un poco menores. Por su parte, Pérez-López estima tasas de crecimiento inferiores
a la mitad de las oficiales.38
Una discusión más complicada se produjo cuando los estudiosos trataron de convertir los datos cubanos, obtenidos por el
Sistema de Producción Material (SPM), al Sistema de Cuentas Nacionales (SCN), el más extendido en los países
capitalistas. En 1985 comenzó una polémica entre Zimbalist y Brundenius y Mesa-Lago y Pérez-López en la revista
Comparative Economic Studies, relativa a dos estudios previos (para el Banco Mundial y la Wharton Economic Forecasting)
realizados por estos últimos. El contenido de la discusión no sólo se refería al asunto central de las tasas de crecimiento, sino
que incluía las tasas de inversión, las tasas de inflación, la industrialización, la diversificación, etc. Simplificando, Zimbalist
y Brundenius consideraban que si bien las estadísticas cubanas estaban plagadas de problemas metodológicos, en términos
generales sí reflejaban el crecimiento económico. Estimaban que el crecimiento prometido del PIB entre 1960 y 1985 había
sido del 3,1%, que era la segunda tasa más alta (después de la de Brasil) de América Latina (y la más alta entre 1970 y
1985). Por su parte, Pérez-López consideraba que las estadísticas cubanas generalmente aumentaban el crecimiento en un
100%. Sus estimados del crecimiento del PIB durante los últimos años de la década del 70 eran inferiores a la mitad de los
de Brundenius, aun cuando sus estimados de principios de los 70 sólo eran inferiores en un 17% a los de aquel autor.

El proceso de rectificación, 1986-1989

Las personas que vivieron en Cuba durante el proceso de rectificación insisten casi unánimemente en que su importancia
y sus efectos trascendían un marco económico estrecho. Dice Jean Stubbs: “Aunque generalmente se asume que su sentido
es la rectificación de errores en el terreno económico, también incluyó lo político y lo sociocultural”. Fernando Martínez
coincide en que “el proceso de rectificación cubano [...] aunque absolutamente preocupado con la economía, de ninguna
manera se restringe a ella”. La campaña encaminada a mejorar la prensa en 1986-87 y los amplios debates sobre la
necesidad de mejorar el funcionamiento del Partido y del Poder Popular que precedieron al IV Congreso del Partido, son
ejemplos particularmente visibles de esa realidad.
Los seis asuntos analizados en la sección anterior se siguieron debatiendo durante ese período. Además, se tomaron
medidas específicas, algunas a manera de experimento, que, al menos consideradas de conjunto, reflejaban la orientación
ideológica que caracterizó al proceso de rectificación: “El error más grave de la política económica puesta en práctica entre
1976 y 1985 fue sin dudas su utilización de mecanismos económicos para resolver todos los problemas enfrentados por una
nueva sociedad, sin tomar en cuenta los papeles asignados a los factores políticos en la construcción del socialismo. 39 A
continuación analizaré brevemente seis de estas medidas económicas “antimercado, antiburocráticas”, encaminadas a
colocar a los seres humanos actuantes mucho más en el centro del proceso de desarrollo.
1) La primera acción concreta asociada con el proceso de rectificación fue el cierre del “mercado libre campesino” —
cuyos antecedentes vimos ya— en mayo de 1986. Otras importantes acciones antimercado menos conocidas incluyeron la
regulación de que las ventas de viviendas tenían que realizarse a través de una agencia estatal a fin de limitar lo que se
percibía como precios exorbitantes a los que se había llegado en ese mercado y un nuevo procedimiento de emisión de

licencias para muchos trabajadores por cuenta propia (plomeros, electricistas, mecánicos, artesanos, vendedores callejeros,
taxistas, etc.), cuya intención era reducir su número. Adviértase que la suma de los asalariados en empresas privadas y los
trabajadores por cuenta propia descendió de 52 100 en 1985 a 43200 en 1987.40 A estas medidas se unieron discursos que
analizaban los problemas que el mercado había significado para la esfera afectada. No obstante, se debe subrayar que la
campaña estaba encaminada a reducir el papel de los mercados y de los mecanismos de tipo de mercado (bonificaciones,
etc.) en la economía, y ni siquiera se consideró la posibilidad de eliminar por completo dichas relaciones.
La ecualización salarial se mantuvo durante el período de la rectificación, y en particular el 20% de la población que
percibía menos ingresos incrementó sus entradas discretamente.41
2) La potestad de planificar fue desplazada de los “tecnócratas” de los Ministerios y JUCEPLAN hacia el segmento
político del liderazgo, específicamente el Buró Político. En la reunión de dirigentes del Partido y el Estado celebrada el 22
de noviembre de 1984, se decidió crear un Grupo Central dirigido por Osmany Cienfuegos para supervisar la economía, y
en septiembre de 1988 la responsabilidad de dicho grupo se transfirió directamente al Comité Ejecutivo del Consejo de
Ministros. Por un lado, esto tenía que ver con la preocupación acerca de que las “batallas de jurisdicción" entre los
Ministerios, famosas en las economías del bloque del Este, se estaban yendo de las manos.42 De esta forma, ello
representaba otra contribución al debate acerca de cómo llevar a cabo la planificación. Pero más allá de este asunto,
desplazar potestades de los “tecnócratas” para depositarlas en un grupo amplio de dirigentes nacionales, considerados
representantes políticos del pueblo, se entendió como una profundización del papel del pueblo en el proceso. Los
cubanólogos estadounidenses afiliados a la tendencia más tradicional, por el contrario, lo entienden como una manifestación
del endurecimiento del control político por parte del PCC y Fidel Castro, a costa de la “racionalidad económica” (i.e., las
estructuras de mercado) que consideran la esencia del proceso de rectificación.43
3) Existe una creencia ampliamente compartida en Cuba de que la burocracia económica se redujo. No existen cifras
para el conjunto de la economía, en parte porque “burócrata” no es una categoría ocupacional. En los tres años que siguieron
a 1988 el número de “administradores” del conjunto de la economía se redujo en alrededor del 10%.44
4) Después de junio de 1986 se revitalizaron las microbrigadas. Si bien es imposible considerarlas formas puras de
trabajo voluntario, la conciencia acerca del objetivo de su trabajo (a menudo obras sociales) desempeñó un papel importante
en el conjunto de “incentivos” que motivaba a los trabajadores. Ello contribuyó al debate sobre la naturaleza del trabajo, que
fue parte importante del proceso de rectificación.
5) En octubre de 1987 comenzaron a funcionar los contingentes. En ellos los trabajadores recibían un salario mensual
(no necesariamente por horas) superior al promedio nacional, pero el orgullo por su trabajo y los productos del mismo
constituían sin dudas factores importantes para los miembros de contingentes a los que entrevisté. Además, había un con-
junto de mecanismos que parecían otorgarles a los contingentistas más influencia y control sobre el proceso de trabajo que
al trabajador cubano típico, lo que también consideraban así ellos mismos.
6) En julio de 1987 comenzaron una serie de experimentos en la esfera de las relaciones administración/trabajadores.
Ellos incluían administración por consenso, trabajo grupal, círculos de control de la calidad, rotación de puestos de trabajo y
toma de decisiones participativa. El objetivo central de estos experimentos (en la mayoría de los casos) parece haber sido
incrementar la participación de los trabajadores en el proceso laboral, y en muchos casos su control sobre éste.
Por último, un comentario sobre las controversias y diferencias de opinión acerca de este período. El profundo
desacuerdo entre la posición más tradicional de que el proceso de rectificación tenía que ver sobre todo con la consolidación
del control del PCC y de Fidel Castro, y las diversas posiciones opuestas a este punto de vista, no debe obviar el grado de

diferencia de interpretación existente entre estas últimas. Por ejemplo, en lo relativo a un tema hoy crucial, algunos autores
(Brundenius, Ritter, Zimbalist) subrayan la necesidad de más mercados, mientras que otros (Harris, Fernando Martínez)
aparecen más preocupados por mejorar el desempeño económico mediante la ampliación de una genuina participación en
los modelos socialistas. Otros ejemplos interesantes son los siguientes: Petras y Morley evalúan las campañas ideológicas
del período de rectificación como un engaño consciente para enmascarar un asalto contra el nivel de vida de la clase
trabajadora; Susan Eckstein considera que el motor fundamental del proceso de rectificación son las preocupaciones
económicas del Estado, Jeannette Habel lo considera irrelevante ante los verdaderos problemas económicos cuya raíz es la
falta de democracia política y económica; otros como Frank —y con más cautela Azicri— entienden que implicó
importantes avances exactamente en ese mismo tema, al involucrar a las masas en la conducción del país.

El período especial: desde 1990 hasta la fecha

La causa clave que explica la característica fundamental de la política y el desempeño económicos cubanos desde 1990
hasta la fecha resulta fácil de discernir. Esa causa inmediata y primaria (aunque no la única) fue de origen externo. Desde
1990-91 las importaciones conveniadas empezaron a retrasarse o simplemente a no llegar, lo que causó graves dislocaciones
y una disminución de la producción interna. Los nuevos convenios comerciales firmados para 1991
y 1992 reducían
drásticamente las cantidades a importar, además de que bajaban los precios de algunas exportaciones importantes, sobre
todo del azúcar. Aunque la Resolución Económica del IV Congreso del Partido, celebrado en octubre de 1991, seguía
afirmando que el objetivo de las políticas económicas cubanas era “continuar avanzando en la construcción de la economía
socialista” y “avanzar en el proceso de rectificación en las condiciones del período especial”, hacia mediados de 1993, como
apuntaba al inicio de este artículo, los economistas y políticos cubanos decían francamente que la sobrevivencia tenia que
ser el objetivo básico del período especial.
Las demoras en la entrega y posteriormente las reducciones de las importaciones de petróleo fueron el problema más
importante. En 1989 Cuba había importado 13 millones de toneladas de productos del petróleo, cantidad proporcional a las
importadas en los años anteriores.45 En 1990 se había conveniado la misma cantidad, pero sólo llegaron 10 millones, lo que
representaba una drástica reducción del 23% en un solo año. En 1991 se convenió la cantidad ya reducida de 10 millones
pero solo se entregaron 8,6 millones de toneladas: una reducción adicional del 14%. En 1992 las importaciones de productos
del petróleo cayeron otro 24%, a 6,5 millones de toneladas. Además, se produjo una caída importante del precio de la
exportación fundamental, el azúcar.
El gobierno cubano ha adoptado y aún adopta una serie de medidas para enfrentar los graves problemas económicos que
sugieren las cifras anteriores. A continuación veremos brevemente cinco de ellas que el gobierno considera claves para
enfrentar la crisis y devolver a la economía su estado de saludable crecimiento.
1) El racionamiento, que ya estaba limitado a una parte menor de la mayoría de las economías familiares hacia mediados
de los 80, ha vuelto a imponerse tanto para los bienes de consumo como para los alimentos. Si bien la mayor parte de los
cubanos acepta el racionamiento como una necesidad en vista de las escaseces, también piensan que es un paso atrás en
relación con las reducciones de dicho racionamiento logradas en los 80. De cualquier forma, la preocupación fundamental
con los productos racionados por el momento es que son muy escasos: el consumo diario de 3 000 calorías y 80 gramos de
proteínas alcanzado a mediados de los 80 se había reducido a fines de 1991 a 2 700 calorías y 69 gramos de proteínas.
Aunque estos niveles están muy lejos de los de la desnutrición y de lo que ingieren los pobres en cualquier país del Tercer

Mundo, para los cubanos constituyen un brusco descenso en relación con lo consumido hace apenas unos años. Se estima
que en el momento de escribir este artículo, a mediados de 1993, esos niveles son significativamente menores.
2) Después de planificarlo durante varios años y de adoptar algunas medidas preliminares, en diciembre de 1989 se dio
inicio al Plan A1imentario. El mismo incluía cuatro objetivos fundamentales: reducir las pérdidas por distribución y
almacenaje; sustituir importaciones; lograr 1a autosuficiencia de las dos provincias habaneras (en lo relativo a productos de
consumo del agro. Este objetivo tiene importantes imp1icaciones en el ahorro de energía); y desarrollar producciones de
alimentos para la creciente industria turística. El Plan A1imentario constituye en la actualidad una de las tres áreas
prioritarias de la economía cubana y ha sido uno de los receptores de fondos de inversión en el período: para presas, canales,
equipo de irrigación, almacenes refrigerados y construcción de campamentos para estancias cortas de trabajadores volunta-
rios, así como para edificar viviendas e instalaciones agrícolas para crear nuevas sedes permanentes de producción agrícola
(para más de treinta contingentes, entre otros). En febrero y a principios de marzo de 1993, las cosechas de alimentos
parecían ser ligeramente menores que el año anterior, pero era significativo que los mercados oficiales estaban casi vacíos.
La impresión era que más productos que nunca antes estaban yendo a parar al mercado negro. La devastadora tormenta de
marzo de 1993 produjo perdidas importantes de alimentos.
3) Desde el inicio del período especial se lleva a cabo una campaña para ahorrar insumos destinados a la producción. El
orden de importancia que se subraya es el siguiente: insumos energéticos, insumos importados y finalmente insumos en
general. Como ha sucedido en el caso de otras campañas, la prensa informa anecdóticamente de muchos éxitos, pero existen
pocas estadísticas globales.
4) Se ha priorizado a varios sectores que producen divisas. Se considera que el turismo es el sector con mayores
potencialidades en el corto plazo. Dos advertencias. En primer lugar, las cifras varían de una noticia aparecida en la prensa a
otra. En parte ello se debe a que algunas incluyen las ganancias indirectas y los precios de pasajes aéreos, mientras que otras
no lo hacen, y en parte tiene que ver con la existencia de varios grupos que compilan estadísticas. En segundo lugar, por su
propia naturaleza la industria turística tiende a requerir muchas importaciones (los cubanos trabajan en diversos proyectos
para reducir las de alimentos, muebles, etc.). Hay que añadir que, como se trata de empresas mixtas, parte de las ganancias
abandonan el país por concepto de repatriación de beneficios. Las cifras anteriores son entradas brutas.
También se ha priorizado la biotecnología (y los productos médicos), aunque en este caso las ganancias de peso se
producirán a más largo plazo. Tras el acuerdo con la compañía canadiense Sherritt Gordon, que invertirá $1,2 miles de
millones en un plazo de diez años para modernizar y ampliar la producción de níquel, este puede, potencialmente, y en un
marco ligeramente mayor de tiempo, convertirse en una fuente importante de entrada de divisas.
5) Cuba ha incrementado notablemente sus esfuerzos para atraer inversiones extranjeras. Hay diversas formas para ello,
aunque la más debatida hasta la fecha es la “empresa mixta”. La mayoría de tales empresas se ha establecido en el turismo,
pero esto también está cambiando. Se trata de ubicar socios para muchas capacidades industriales que en la actualidad se
mantienen total o parcialmente ociosas, especialmente con el objetivo de producir para la exportación. Debido a los
persistentes intentos de los Estados Unidos de bloquear esos esfuerzos “todo (en lo que toca a las empresas mixtas) se
realiza con un mínimo de publicidad —o ninguna— por nuestra parte”,46 de modo que mucha información de interés
(cuánto se invierte, cuántos ingresos generan tanto para Cuba como para los socios extranjeros, etc.) no es pública.
Más allá del tema de las entradas procedentes de estas empresas mixtas, no existe acuerdo sobre lo que esta introducción
de un sector de la economía que funciona sobre la base de principios capitalistas significará para el proyecto cubano, que
tiene ya más de treinta años de vida, de construir el socialismo. La posición del gobierno cubano, expresada desde el IV

Congreso del Partido, es que mantendrán su proyecto de construcción del socialismo, incluso sin abandonar la idea de “una
economía centralmente planificada”.
Dejando a un lado la frase vacía sobre los “objetivos globales de orden socialista”, el Grupo Asesor de Comercio del
Caribe (Caribbean Trade Advisory Group) de la Comisión Británica para el Comercio de Ultramar (British Overseas Trade
Board) concluyó después de la visita a La Habana de una misión de hombres de negocios británicos:

El modelo que se desarrolla es propiamente cubano y le debe muy poco al pensamiento soviético tradicional. Prevé
una estructura con objetivos globales de orden socialista, provee altos niveles de servicios sociales y es administrada
y no estrechamente controlada por el Consejo de Ministros y el Partido Comunista de Cuba. En el nivel económico,
esta estructura fomenta la competencia entre empresas autónomas y antiguas empresas estatales, las ganancias (a las
que en Cuba se denomina beneficios) y la retención de las entradas en divisas por parte de las empresas mediante un
sistema bancario independiente. Esta política pudiera caracterizarse como de privatización silenciosa y gradual,
excepto en lo que toca a la tenencia de la tierra, y en muchos sentidos es más avanzada y flexible que el proceso que
tiene lugar en Polonia y Rusia.

Conclusiones

Desde 1961 Cuba ha mantenido un objetivo económico dual de crecimiento/desarrollo y construcción del socialismo, al
tiempo que ha exhibido una gran flexibilidad tanto en el nivel nacional como en el local al experimentar con diversas
estrategias en la búsqueda de ese objetivo. Los observadores no residentes en Cuba no tienen una opinión única acerca de
cómo ha sido el desempeño cubano en lo relativo a crecimiento y desarrollo. Personalmente, considero que las evidencias
existentes apoyan la conclusión de que, a pesar de numerosos errores, la economía cubana ha tenido un buen desempeño en
lo relativo a estos dos temas, si se la compara con la de la mayoría de los países latinoamericanos en los últimos treinta años.
Para un grupo grande de observadores no residentes en Cuba la cuestión de cuál ha sido el desempeño cubano en lo que
toca a la construcción del socialismo carece de interés, ya que esos autores consideran que ese objetivo no forma parte
propiamente de la economía. Se limitan a considerar negativa su significativa influencia sobre el desempeño económico,
dado que las consideraciones ideológicas impiden el desarrollo de estructuras económicas eficientes, tales como mercados,
propiedad privada de instalaciones productivas, incentivos materiales individuales, etc. Entre los observadores interesados
en el objetivo económico cubano de construir el socialismo existe un consenso amplio de que en lo relativo a dos viejas
aspiraciones del socialismo 1) el desempeño cubano ha sido muy bueno (claro que no perfecto) en el logro de una
distribución igualitaria de la riqueza social, y 2) existen desacuerdos sobre el desempeño cubano en la transferencia de
potencialidades a sus ciudadanos para que dirijan la economía y la sociedad. Por un lado, en ambos puntos ha logrado más
avances que cualquier otra economía no de mercado. Por otro lado, no ha logrado (hasta el momento) el grado de
participación que no sólo forma parte de las concepciones humanistas del socialismo, sino que también constituye la base
necesaria para un buen funcionamiento de los procesos de producción y acumulación, dada la ausencia de fuertes
mecanismos automáticos de imposición que posee el capitalismo. ¿Cómo reducir el poder de la burocracia para permitir un
incremento del control directo por parte de los productores? En este punto hay una considerable diferencia de opinión entre
los observadores que miran con simpatía el objetivo de construir el socialismo, tanto los que viven en Cuba como en el
extranjero. Un enfoque sostiene que la ampliación de los mecanismos de mercado (quizás una “economía mixta” o un

“socialismo de mercado”, aunque no necesariamente) quebraría el poder de la burocracia. La posición opuesta sostiene que
esto se limitaría a sustituir la subordinación a la burocracia por la subordinación a las leyes del mercado, lo que no le daría el
poder al pueblo, y que este poder popular sólo se logra mediante la planificación y el control directo por parte de los produc-
tores. En Cuba es aproximadamente esta misma división la que se refleja en las diferentes evaluaciones del SDPE. En Cuba
han existido posiciones contradictorias, que abarcan desde los que consideran el sistema de autofinanciamiento adoptado en
1975 contrario a los intereses estratégicos del socialismo, hasta los que consideran que el sistema es fundamentalmente
correcto, pero que su implementación fue incompleta, inconsistente, incoherente. 47
Ya no es posible planificar y dirigir la economía a la manera antigua. Si el gobierno y el pueblo cubanos deciden
definitivamente mantener su objetivo de construir el socialismo, la predicción más certera que puede hacerse hoy acerca del
futuro es que habrá que conducir muchos más experimentos locales y nacionales en un esfuerzo continuado por encontrar
una estrategia adecuada para conseguir su objetivo económico dual.

Traducción: Esther Pérez.

Notas

* La versión original de este artículo fue escrita como capítulo para Joel Edelstein, ed., Cuba in the 90´s: A Resource
Guide. Ann Arbour, Michigan, Pierian Press, 1996. Agradecemos al autor, al editor y a la editorial por autorizar su
publicación en español, que precede al libro. La versión que publicamos ha sido editada para adaptarla a la extensión y el
perfil de Temas.
** Este trabajo fue redactado a fines de 1993. Por esta razón no menciona la apertura de los mercados agropecuarios ni
los de productos industriales, decididos en septiembre de ese año; ni la ampliación de las regulaciones al trabajo por cuenta
propia anunciadas en junio de 1995. (N. del E.)

1. Las granjas estatales y los complejos agroindustriales cultivaban el 82% de la tierra arable de Cuba, al tiempo que las
cooperativas existentes (CPA) cultivaban el 10%. Resulta interesante apuntar que las nuevas cooperativas serán dueñas de la
cosecha, pero no de la tierra, mientras que las CPA eran dueñas de ambas.
2. Coexisten dos subposiciones muy diferentes dentro de esta posición. Una es que la naturaleza de los mercados y el
peligro permanente de burocratización hace que este papel de los mercados sea permanente: es una posición de “socialismo
de mercado”. Una posición diferente es la de que el crecimiento excesivo de la burocracia en Cuba ha conducido a una
situación en la cual se requiere una cuota de mercados para limitar su poder, pero que después que los trabajadores
establezcan su control este se hará cada vez más directo y los mercados se desvanecerán gradualmente.
3. José Luis Rodríguez, “The Cuban Economy: A Current Assessment”, en Sandor Halebsky y John H. Kirk, eds., Cuba,
Twenty-Five Years of Revolution, 1959-1984, New York: Praeger, 1985: 103.
4. Andrew Zimbalist, ed., Cuba's Socialist Economy Towards the 1990´s, Boulder, CO.: Lynne Rienner, 1987: 11; José
Luis Rodríguez, ob. cit. Un artículo breve de Nora Hamilton, “The Cuban Economy: Dilemmas of Socialist Construction
(en: Wilber Chaffee y Gary Prevost, eds., Cuba. A Different America, Totawa, New Jersey: Rowman & Littlefield, 1989),
dedicado a cuatro aspectos del desarrollo cubano, estudia específicamente dos elementos relacionados con este objetivo
dual: la cuestión de la proporción entre crecimiento y equidad (sobre este tema léase también la respuesta de Carmelo Mesa-

Lago al artículo de José L. Rodríguez, “The So-Called Cubanology and Cuban Economic Development”, en: Cuban Studies,
16, 1986; y Claes Brundenius: Revolutionary Cuba: The Challenge of Economic Growth with Equity, Boulder, CO.:
Westview Press, 1984), y el de la necesidad de la burocratización (que inhibe el crecimiento e impide el desarrollo del
socialismo) en una economía planificada. Sobre este tema véanse también Frank Fitzgerald: The Cuban Revolution in Crisis
From Managing Socialism to Managing Survival, Nueva York, Monthly Review Press, 1994; Richard L. Harris,
“Bureaucracy versus Democracy in Contemporary Cuba: An Assessment of Thirty Years of Organizational Development”,
en: Sandor Halebsky y John H. Kirk, eds... Cuba in Transition -Crisis and Transformation, Boulder, CO.: Westview Press,
1992; Carmelo Mesa-Lago, “The Cuban Economy in the 1980´s; Return of Ideology”.
5. Sergio Roca, ed., Socialist Cuba. Past Interpretations and Future Challenges, Boulder, CO: Westview Press, 1988.
6. Ibid.: 86.
7. James F. Petras y Morris H. Morley, “Cuban Socialism: Rectification and the New Model of Accumulation”, en:
Sandor Halebsky y John H. Kirk, Op. cit.
8. Ibid.; 27.
9. Carmelo Mesa-Lago, The Economy of Socialist Cuba: A Two-Decade Appraisal, Albuquerque, University of New
Mexico Press, 1981: vii.
10. José Luis Rodríguez, Op. cit.: 104.
11. Si bien es posible considerar retrospectivamente que las políticas económicas de los dos primeros años estaban
encaminadas a avanzar hacia el socialismo, la mayoría de los cubanos de la época pensaban que tenían como objetivo
cumplir el programa del Movimiento 26 de Julio. En aquellos tiempos no se consideraba que se salieran del marco del
capitalismo, o siquiera de la Constitución de 1940. De hecho, el centro de las políticas económicas del primer año era
resolver los problemas económicos de Cuba mediante el apoyo y el estímulo a los capitalistas nacionales. James O'Connor.
The Origins of Socialism in Cuba, Ithaca Cornell University, 1970: 240.
12. James O'Connor. Op. cit.: 272, Archibald Ritter, The Economic Development of Cuba, Strategy and Performance,
New York; Praeger. 1974: 132; Carmelo Mesa-Lago, The Economy of Socialist Cuba…, op. cit.
13. Carmelo Mesa-Lago, Op. cit.: 45.
14. Archibald Ritter. Op. cit.: 168.
15. James O'Connor, Op. cit.: 216, ss.
16. Andrew Zimbalist, “Does the Economy Work?, NACLA. Report on the Americas, 24(2), agosto. 1990.
17. Carmelo Mesa-Lago, Op. cit.: 64.
18. Claes Brundenius, Op. cit.: 77.
19. Jorge Pérez-López, The Economics of Cuban Sugar, Pittsburgh, University of Pittsburgh Press, 1991.
20. Julie Feinsilver, “Will Cuba's Wonder Drugs Lead to Political and Economic Wonders? Capitalizing on
Biotechnology and Medical Exports”, Cuban Studies, 22. 1992.
21. Andrew Zimbalist, ed., Cuba's Socialist Economy..., Op. cit.: 93.
22. Claes Brundenius, Op. cit., 149.
23. Sergio Roca, op. cit.
24. Andrew Zimbalist, Op. cit., 135.
25. Miguel A. Figueras, “Proyectos cubanos de cooperación productiva y tecnológica con América Latina y el Caribe,
Boletín, 1(3), marzo, 1992.

26. Andrew Zimbalist, op. cit.: 132.
27. James O'Connor, Op. cit.: 215, 242, 253 et passim.
28. Carlos Tablada Pérez, Che Guevara: Economies and Politics in the Transition to Socialism, Sydney: Pathfinder
Press, 1989; Bertram Silverman, Man and Socialism in Cuba: The Great Debate, Nueva York: Atheneum. 1970.
29. Andrew Zimbalist, “Cuban Economic Planning: Organization and Performance”, en: Sandor Halebsky y John H.
Kirk, eds., Cuba, Twenty-Five Years of Revolution…, op. cit.
30. Andrew Zimbalist, “Teetering on the Brink: Cuba's Current Economic and Political Crisis”, Journal of Latin
American Studies, 24, mayo, 1992: 95.
31. Sobre el tema de la satisfacción de necesidades básicas, y José Luis Rodríguez, “Cubanology and the Provision of
Basics Needs in the Cuban Revolution”, en: Andrew Zimbalist, Cuban Political Economy: Controversies in Cubanology...,
Op. cit.
32. Archibald Ritter, Op. cit.: 107, 132.
33. Medidas en términos de Inversión Bruta sobre Ingreso Nacional se produjeron incrementos graduales desde
principios de los 60 hasta la segunda mitad de los 70; y una nivelación en la primera mitad de los 80. Véase Andrew

Zimbalist y Claes Brundenius, Op. cit.: 79, 170.
34. Andrew Zimbalist, “Cuban Economic Planning; Organization and Performance", en: Sandor Halebsky y John H.
Kirk, eds., Cuba, Twenty-Five Years of Revolution…, op. cit.: 21.
35. Richard L. Harris, Op. cit.
36. Linda Fuller, Work and Democracy in Socialist Cuba, Phíladelphia; Temple University Press, 1992.
37. Para una representación gráfica clara de la relación entre Producción Material Total, Producto Social Global,
Producción Material Bruta, Producción Material Neta, Insumos Globales, Producto Disponible y Demanda Global, véase
Claes Brundenius, Op. cit., 31.
38. Jorge Pérez-López, Sugar and the Cuban Economy: An Assessment, Coral Gables, FL: Research Institute for Cuban
Studies, 1987, 120.
39. José Luis Rodríguez, Op. cit.: 105.
40. Ibíd.: 114.
41. Andrew Zimbalist y Claes Brundenius, Op. cit.: 163.
42. Andrew Zimbalist, “Teetering on the Brink…”, op. cit.; 21.
43. Véase la crítica de Mesa-Lago al artículo de Susan Eckstein, “The Rectification of Errors or the Errors of the
Rectification Process in Cuba?”, Cuban Studies, 2(1), 1999: 1.
44. Comité Estatal de Estadísticas, Anuario Estadístico de Cuba, La Habana, 1989: 111.
45. La incertidumbre siempre es un factor cuando se utilizan cifras económicas tomadas de discursos. Lo que dijo Lage
en realidad fue que Cuba “consumía” ese monto. Si se suman las cifras —más cuidadosamente expuestas— del Anuario
Estadístico de Cuba se comprueba que en 1987 se importaron 13,32 millones de toneladas, y en 1988 3,11 millones de
toneladas (Op. cit: 281). La extracción nacional de crudo de esos años fue respectivamente de 894 500 y 716 800 toneladas.
Si se acepta la afirmación del gobierno cubano de que las importaciones no se redujeron hasta 1990, la cifra de 13 millones
de toneladas para 1989 parece ser más coherente con las importaciones. De ahí que haya asumido que los datos se refieren
en realidad a las importaciones.
46. Carlos Lage, Granma Weekly Review, 9 de febrero, 1992: 9. Murray dedicó un capítulo a listar las operaciones

comerciales con terceros países bloqueadas debido a las presiones ejercidas por los Estados Unidos durante la última
década. Resulta interesante apuntar que es esta actividad extraterritorial lo que hace que los cubanos lo llamen bloqueo y no,
como afirman los norteamericanos, embargo.
47. Julio Carranza, Cuba: los retos de la economía, Cuadernos de Nuestra América, (19), julio-diciembre, 1992.

© Temas, n. 2, abril-junio de 1995, pp. 49-57.
Miradas desde afuera: política y estudios sobre Cuba y los Estados Unidos
Jorge Hernández Martínez
Sociólogo. Centro de Estudios de Alternativas Políticas (CEAP).

Los estudios académicos sobre Cuba se dinamizan en la década del 90. Estos giran esencialmente en torno a
problemas internos de la sociedad cubana, tanto en el orden económico, como político, social e ideológico. Ello ocurre en la
misma medida que discurren dos procesos dialécticamente entrelazados: de un lado, la profundización de la crisis
económica que desemboca en el llamado Período especial en tiempo de paz; y de otro, la reafirmación de la identidad
socialista de la Revolución cubana, de su proyecto de liberación e independencia. En ese empeño, se avanzan pasos
orientados a remontar la coyuntura crítica y a la sobrevivencia revolucionaria cubana como proceso histórico y como
nación. Entretanto, las reflexiones directas e indirectas del tema cubano que miran adentro desde el exterior se acumulan en
diversos y variados espacios geográficos, en el «norte» y en el «sur», aunque mantienen su gravitación especial en los
Estados Unidos, cuya política invariablemente hostil hacia la Isla descansa a menudo en percepciones similares o cercanas a
las que prevalecen en esos estudios.
No se trata de que estos últimos se subordinen necesaria o automáticamente a la política norteamericana —aunque
ello también suceda—, sino que se comparte como premisa común la tesis de la inviabilidad y la eventual caída del
socialismo en Cuba. En ello se mezclan variados factores, de índole intelectual y política: el enfoque antimarxista
tradicional, el desencanto de los que creyeron en la Revolución y el socialismo, junto a la intolerancia de los conservadores.
Aunque tales estudios no se subordinen a la administración de turno en los Estados Unidos, el medio académico
refracta ese contexto sociopolítico en el cual se inserta. Así ocurre que, a tono con el fenómeno de generalización de la
ideología dominante en toda sociedad de clases, en ellos se refleja y socializa a menudo el enfoque negativo sobre Cuba que
ha existido en las instancias gubernamentales y en la política aplicada durante más de treinta años.
Desde luego, la complejidad característica de los estudios cubanos en el medio académico norteamericano no se
agota en lo expuesto. En ellos se dibuja un amplio arco ideológico, en el que se conjugan y coexisten posiciones políticas y
paradigmas teóricos muy diferenciados. No puede obviarse la significación, desde ese ángulo, de una serie de trabajos que
se apartan de la caracterización anterior, distinguibles por su objetividad, sustentación histórica y configuración dialéctica,
si bien éstos no son el foco donde se centra este ensayo.1
A pesar de los cambios operados en el sistema de relaciones internacionales entre los finales de la pasada década y
los comienzos de la actual, pareciera que muchos de los enfoques académicos continuaran marcados por un elevado
coeficiente ideológico anticomunista —el lenguaje dogmático de la guerra fría. Ello hace aún válida la observación de
William Leo Grande, cuando aseveraba a inicios de los años 80 que «el estudio de Cuba ha sido tradicionalmente más
ideográfico que analítico».2 También hace legítima la preocupación de Marifeli Pérez-Stable, quien recientemente lamentó
que el campo de los estudios cubanos haya sido distorsionado por las percepciones ideológicas de los académicos, tanto de
los que justifican como de los que cuestionan a la Revolución cubana.3
No ha podido ser de otra manera: el tema sigue despertando demasiada emotividad, de manera que muchos estudios
insertados en ese campo están asociados al posicionamiento ideológico.4 Tras el creciente academicismo que se viene
apreciando, sigue en pie la interrogante introducida por Nelson P. Valdés, relativa a la necesidad de determinar si, tras tal
apariencia, ese lenguaje profesional no conlleva en realidad un manto más complejo y sofisticado de preferencias político-

ideológicas.5
Desde el punto de vista temático, los estudios sobre Cuba en los 90 intentan apresar una gran diversidad de
problemáticas consustanciales a la sociedad cubana y a las esferas de la política y la economía, fundamentalmente en su
dimensión interna, incluyendo la perspectiva histórica.6 Las reflexiones sobre el significado de la desaparición de los lazos
cubanos con el campo socialista, la reinserción internacional de Cuba y sus relaciones con los Estados Unidos han recibido
también, en los últimos tiempos, una atención destacada. Sin embargo, la discusión sobre la transición hacia la nueva
sociedad, o la llamada Cuba poscastrista, se encuentra en el centro de los esfuerzos que se vienen gestando desde
comienzos del actual decenio en el terreno de las ciencias sociales. De esta manera, la perspectiva orientada al diagnóstico y
caracterización objetiva de los procesos bajo análisis tiende a sustituirse, en los estudios aludidos, por otra, basada más bien
en el pronóstico, con una connotación prescriptiva, que pretende fijar las pautas a seguir en el reordenamiento futuro de la
sociedad cubana.
El presente trabajo examina algunos de esos temas —aquellos que poseen una connotación básicamente
sociopolítica— e incursiona en las aproximaciones que nos presenta la cubanología más reciente.7 Se parte del presupuesto
de que éstas se vertebran, en gran medida, a nivel conceptual, con determinada coincidencia respecto a las visiones
políticas que en los Estados Unidos contribuyen a articular el discurso gubernamental y ciertas propuestas de la comunidad
cubana.
Para ello; se presenta primero un panorama contextual sobre la funcionalidad y desarrollo de los estudios en
cuestión; luego se procura poner de relieve la coincidencia antes aludida; por último, a partir de las implicaciones que
suponen esas referencias, se exponen las principales argumentaciones que se manejan en los estudios actuales que se
elaboran en los Estados Unidos sobre Cuba.

Política y funcionalidad de los estudios sobre Cuba en los Estados Unidos

El incremento paulatino de los trabajos académicos sobre Cuba tiene lugar en los primeros años de la década del 60,
corno resultado de la consolidación de la Revolución en ese período, así como del fracaso de las acciones de los Estados
Unidos y de la contrarrevolución interna para destruirla. Tales trabajos «comenzaron con frecuentes incursiones de autores
independientes y sin investigaciones insertadas en programas de distintas universidades e instituciones. La quiebra de las
predicciones sobre la imposibilidad de la consolidación de la Revolución cubana fue haciendo evidente la necesidad de que
las instituciones con espacios para la investigación de los problemas del comunismo desde la perspectiva burguesa, incluye-
ran a Cuba como objeto de estudio específico. Los avances revolucionarios en Cuba obligaron a que los esfuerzos para
estudiarla, incluidos los que habían surgido espontáneamente en los medios académicos, básicamente en los Estados
Unidos, adquirieran un mayor nivel de organización y sistematicidad, sobre la base de fondos provenientes de diversas
fuentes. En el financiamiento se involucraron inicialmente algunas oficinas gubernamentales. El proyecto Camelot, de
factura gubernamental, se convirtió en un mecanismo académico que aprovechó la experiencia de los estudios regionales
(area studies) para el impulso de las investigaciones sobre América Latina y Cuba en particular, con propósitos asociados a
políticas de contrainsurgencia [...] Hitos importantes en el auge de los estudios latinoamericanos, con énfasis en la
Revolución Cubana, fueron la creación entre 1961 y 1965 de centros de estudios sobre este tema en distintas
universidades».8
Ya hacia la segunda mitad de ese mismo decenio, se ha superado el pedo do de compilación y se ha pasado a

«ofrecer resultados académicos concretos de forma sistemática. En numerosas universidades e instituciones existían
programas de investigación colectiva de corte multidisciplinario sobre América Latina y particularmente sobre Cuba; se han
incrementado también los contactos académicos y de intercoordinación entre los investigadores y las instituciones dedicadas
al estudio de Cuba».9
Hacia los años 70, los estudios sobre Cuba en los Estados Unidos ya conforman un determinado cuerpo o subsistema
dentro del sistema más amplio de los estudios latinoamericanos. En ese sentido, se han sistematizado y colectivizado las
investigaciones, estructurado centros especializados en el campo de la latinoamericanística y formalizado las fuentes de
financiamiento; a ello se suma el desarrollo del intercambio académico con la Isla.10
Reflexionando sobre la funcionalidad ideológica y política de la latinoamericanístíca estadounidense, Carlos
Marichal recordaba que en su viejo libro El opio de los intelectuales (1956), Raymond Aron hacía hincapié en la capacidad
del sistema norteamericano para utilizar a los intelectuales -definidos en el lenguaje común como "expertos"- para promo-
ver y legitimar los objetivos de la administración en el poder. Aran señalaba que esta situación contrastaba notablemente
con el caso francés, donde, si bien el intelectual gozaba de un gran prestigio social, era frecuentemente muy crítico de su
sociedad y de la estructura de poder».11 .
Siguiendo esa idea, Marichal precisaba que «la discusión sobre el papel y la función ideológica de los intelectuales
—conservadores o radícales- a lo largo de los últimos decenios dentro de la sociedad estadounidense puede resultar de
utilidad para analizar una amplia gama de problemas contemporáneos. Más específicamente, no existe duda de que la rela-
ción entre la academia y la política ha tenido un profundo impacto sobre el tipo y número de estudios efectuados por los
universitarios en el terreno de áreas prioritarias para la política exterior norteamericana, como es la de los estudios
latinoamericanos».12
La afirmación anterior es singularmente válida para el caso de los estudios sobre Cuba, doblemente condicionados
desde el punto de vista de la praxis política, habida cuenta del carácter socialista de su régimen. De ahí que además de
recibir determinado influjo y patrones de la latinoamericanística —de los que se excluiría la perspectiva de análisis
comparado, muy extendida en este cuerpo de estudios regionales— la «cubanología» se modelara, hasta cierto punto, según
los parámetros de la «sovietología». Esta vertiente también experimentó un destacado impulso en la década del 60, marcado
por la aparición de nuevos centros e instituciones ocupados en los llamados estudios soviéticos, euroorientales y del
comunismo en los países capitalistas desarrollados.13
Tanto los estudios sobre América Latina y los procesos de liberación nacional, como acerca de la Unión Soviética,
Europa del Este y el movimiento comunista internacional, respondían en esa etapa a imperativos de la política exterior de
los Estados Unidos, guiada por el principio estratégico de la contención, bajo las administraciones de Kennedy-Johnson, en
los tiempos de la primera guerra fría, y las de Nixon-Ford-Carter, durante la etapa distensiva, en los años 70. Con
posterioridad, la doctrina Reagan y el inicio de la segunda guerra fría impactaron en los años 80 la labor de ambas
vertientes, de manera que los estudios sobre Cuba ocuparon, por partida doble, un sitio aún más central. Es la época en que
cobran fuerza el tema de la proyección externa de la Revolución, sobre todo referida a su significado para los Estados
Unidos, los países socialistas y los procesos revolucionarios en el Tercer Mundo; se afianzan las tesis de la «satelización»
cubana con respeto a la URSS y la de la «exportación» de la Revolución».14
En la segunda mitad de la década del 80 se aprecia una revitalización del interés y dé los estudios académicos sobre
Cuba en los Estados Unidos, en consonancia con diversos acontecimientos que, en la Isla y en la coyuntura internacional,
condicionarían la nueva atención y prioridad brindada a dicho tema: la realización del III Congreso del Partido y el

comienzo del proceso de rectificación; la salida al aire de Radio Martí y la suspensión del acuerdo migratorio de 1984; la
ofensiva norteamericana en torno a la política exterior de Cuba hacia la situación revolucionaria en América Central; las
negociaciones sobre la pacificación del África Austral y el inicio de la perestroika en la URSS.15
A partir de los años 90 se registra un reavivamiento aún mayor en tales estudios, como consecuencia del derrumbe
del socialismo en Europa Oriental y de la desintegración de la Unión Soviética. En esta última etapa, se jerarquizan sus
implicaciones económicas y políticas internas para la Isla. Los desenlaces de los procesos revolucionarios en Nicaragua y El
Salvador también confluyen como contingencias que estimulan miradas pesimistas hacia el interior de la situación cubana.
En este período cristaliza un nuevo condicionamiento, en la medida que se desata la crisis actual en Cuba y arrecia la
política norteamericana. Es también la época que sigue a las conmociones provocadas por procesos judiciales contra altos
oficiales del MINFAR Y el MININT, conocidos como las Causas 1 y 2 de 1989. Aquí se concentran los efectos ya
palpables de la desaparición del campo socialista, de la escalada propagandística orquestada por los Estados Unidos en
Naciones Unidas en torno a supuestas violaciones de los derechos humanos en el país, y del surgimiento y auge de grupos
de oposición interna, organizados alrededor de ese asunto. Todo ello daría lugar a múltiples pronósticos sobre la reversión
del socialismo y la inminente asfixia de la Revolución. La diversidad de criterios expresada en las discusiones sobre el
llamamiento al IV Congreso del Partido y la dilación de este evento serían factores contribuyentes a la conformación de
interpretaciones acerca de la crisis de consenso en la Isla.
En efecto, los altibajos de la propia realidad cubana, junto a las nuevas condicionantes de la política norteamericana
hacia Cuba tendrían su reflejo en el terreno académico. De ahí emanarían diagnósticos, pronósticos e incluso
recomendaciones y criterios destinados a instancias gubernamentales, o al menos circunstancialmente presentados ante
ellas.16 En ese marco, proliferarán estudios sobre la llamada democratización interna, que se centrarán en la temática del
sistema político y los derechos humanos.17

La política de los Estados Unidos en los 90. El consenso sobre la democratización y los derechos humanos

Obviando muchos matices, puede afirmarse que, desde finales de la década del 80, el clima político- ideológico
imperante en los sectores gubernamentales de los Estados Unidos ha mostrado continuidad y reforzamiento del ambiente de
hostilidad hacia Cuba, que había caracterizado el doble mandato presidencial de Reagan. Después, las proyecciones
concretas del gobierno de Clinton anularían las expectativas creadas en determinados círculos políticos a raíz de los
comicios de 1992, acerca de un probable cambio en las relaciones bilaterales.18
Al nivel del ejecutivo y el Congreso, este enfoque, conformado desde fines de los 80, ha contado, en sentido general,
y a pesar de las contradicciones puntuales, con consenso y coherencia en cuanto al basamento ideológico y pragmático
utilizado reiteradamente por funcionarios gubernamentales de una u otra administración y por los legisladores relacionados
con las decisiones en la política exterior. Ello ha quedado patentizado en no pocos documentos ejecutivos, iniciativas,
audiencias congresionales y campañas propagandísticas auspiciadas por distintas instancias del gobierno. Dentro de ese
marco, no obstante, los criterios de académicos que han participado en audiencias congresionales, en ocasiones han entrado
en conflicto con ese consenso, y en otras se han desestimado.19
Durante el transcurso de la presente década, la pauta de la política norteamericana hacia Cuba ha seguido siendo
trazada por la presidencia, a la que se han incorporado otras estructuras ejecutivas de acuerdo con su competencia en uno u
otro aspecto del conflicto bilateral, o en la instrumentación de una política concreta.20 Así, el enfoque norteamericano de los

90 podría definirse como la continuidad de la política basada en agresiones y presiones selectivas. Esta «corriente del
mantenimiento del statu quo", según la denominación de algunos autores, si bien no ha pretendido su reformulación
novedosa, ha sido compatible, en el orden estratégico, con otras versiones tácticas que han intentado incrementar en estos
años las presiones sobre Cuba.21 El debate congresional reciente ha registrado una continuidad básica con el enfoque
predominante en el legislativo de etapas anteriores —desde Reagan— apreciable en la articulación de un consenso de línea
dura hacia Cuba, que irá predominando sobre las diferencias partidistas e ideológicas. En ese mismo sentido, ha sido débil
la capacidad de gestión e influencia de los congresistas interesados positivamente en el tema cubano.22
La situación interna de Cuba, y en especial los condicionamientos para un eventual mejoramiento de las relaciones
bilaterales, identificados como los «cambios democráticos", la «apertura del sistema político» y el «respeto a los derechos
humanos», se han mantenido como focos de atención en ese contexto. En concordancia con los requerimientos del discurso
ideológico de la democratización, anticipado por Reagan desde su presentación ante el Parlamento Británico en 1982, se
han pronunciado Bush y Clinton —cada uno con sus peculiaridades—, mediante alusiones directas a requisitos como las
llamadas «elecciones libres» y el pluripartidismo, entre otros. Bush lo hizo en sus aleccionadoras intervenciones en ocasión
de conmemorar, en 1989 y 1991, los aniversarios de la República neocolonial cubana ante auditorios de la comunidad
cubana.23 En el caso de Clinton, como han apuntado algunos autores cubanos, la administración en general y el propio
presidente «han sostenido en su retórica que no habrá cambios en la política hacia Cuba hasta que no se cumplan los pre-
ceptos mencionados […]; las principales declaraciones, tanto de la Oficina Ejecutiva del Presidente, como del
Departamento de Estado en relación con Cuba, han tratado de hacer énfasis en que los Estados Unidos no tienen
intenciones de intervenir en la Isla, y de subrayar que el objetivo de su política es promover una transición pacifica hacia la
democracia [...]; de la retórica oficial se desprende que la política norteamericana mantiene la línea de continuidad de two
tracks o dos vías: mantener el nivel de hostilidad y negociar asuntos de interés para los Estados Unidos, sin que esto pueda
ser interpretado como una señal de disminución de las tensiones entre ambos países».24
En cuanto al Congreso, habría que anotar que el cabildeo de los tres congresistas cubanoamericanos ha viabilizado
los enfoques conservadores de la comunidad cubana, en especial de la Fundación Nacional Cubano-Americana, y
constituyen un factor activo en la obstaculización de cualquier modificación en la tradicional hostilidad de la política
norteamericana hacia Cuba. La probabilidad de esta modificación, no obstante, se ha reducido sensiblemente, luego de la
espectacular victoria republicana en las elecciones de medio término de noviembre de 1994.25
A un nivel más oficioso, esfuerzos no gubernamentales, de instancias privadas, se suman al cuadro descrito, como
Freedom House y la National Endowment for Democracy; en sintonía con éstas funciona el National Democratic Institute,
a nivel del Partido Demócrata, todo lo cual refleja empeños por promover un esquema de cambios internos en Cuba a través
de pasos como los citados, siguiendo un presunto esquema de «transición pacífica a la democracia».26
Al margen de cualquier especulación acerca de coincidencias, afinidades o subordinaciones, existe similitud entre
los enfoques político-gubernamentales, las perspectivas académicas que sobresalen y las principales organizaciones de
orientación moderada en la emigración, para la referida transformación de Cuba.27

Propuestas en la emigración: subversión democrática y diálogo nacional

Desde 1988, un sector minoritario de la emigración se pronunció a favor de la realización de un plebiscito en la Isla,
a través del Centro de la Democracia Cubana (CDC). Entre sus argumentos figuraban la necesidad de subvertir

«democráticamente» el sistema político vigente e imponer el pluripartidismo y la «economía de mercado»", así como la
aspiración a la denominada «reconciliación nacional» entre la Isla y la emigración, en la fórmula un solo pueblo, frecuente
en el lenguaje del populismo pequeñoburgués de los años 40. Todo ello debía conducir a la fundación de un nuevo Estad.28
La importancia de este proyecto político era insertarse, cual pieza funcional, institucional, en el esquema más amplio
de las lecciones reformistas que la National Endowment for Democracy pretendía instrumentar sobre la base de la
experiencia de Europa Oriental. Con posterioridad, esta llamada «subversión democrática» —reivindicando una vocación
socialdemócrata— se integraría a la «Plataforma Democrática Cubana», surgida en agosto de 1990, como el mayor intento
por aglutinar las organizaciones y tendencias de la emigración que abogan por la introducción en Cuba de cambios
inspirados en las experiencias de Europa del Este, consonantes con el Proyecto Democracia norteamericano.
A partir de entonces, las apelaciones al desarrollo de un «diálogo nacional» como resorte central propiciador de los
ansiados cambios democráticos en la Isla, y de una «transición pacífica», comenzarán a extenderse en el complejo tejido
ideológico de la emigración. Sin la condicionalidad exigida por «Plataforma Democrática» y sin su espíritu plattista, surgen
ulteriormente otras organizaciones que aparentan mayor moderación política, como «Cambio Cubano» y el «Comité
Cubano por la Democracia», y basan también su proyecto en torno al diálogo nacional y en consideraciones relativamente
cercanas.

Mirando a Cuba desde afuera: la temática sociopolítica en los años 90

Como resultado de los cambios en la escena internacional que se afirmaron desde 1989, emergieron puntos de vista
que intentaban incorporar al análisis la dialéctica del mundo actual, sustituyendo temas y enfoques tradicionales, como el de
la «alianza soviético-cubana», el conflicto cubano-norteamericano o el internacionalismo. Así, se reorientarían los estudios
especializados sobre Cuba en los Estados Unidos, al centrarse en los problemas sociopolíticos y económicos internos.30
Aunque en el pasado decenio había prevalecido el conservadurismo como pensamiento sobresaliente en los medios
intelectuales de la sociedad norteamericana, en el presente se han abierto paso perspectivas más realistas, catalogables como
de centro-liberales. Se observa, sin embargo, una notable contracción, tanto del enfoque progresista sobre Cuba, solidario
con la Revolución, como de aquel que intentaba promover con cierta distancia un análisis ponderado y objetivo de la
realidad cubana. Se advierte una extensión del enfoque apriorístico, predeterminado, orientado a demostrar a ultranza la
falta de legitimidad del liderazgo revolucionario y el fracaso del proyecto socialista.31
Aunque en la actualidad los estudios sobre Cuba cubren, desde el punto de vista temático, prácticamente todas las
facetas de la sociedad cubana, se distinguen sobre todo aquéllos referidos a la crisis y límites de la economía, al carácter
obsoleto del sistema político y la inevitabilidad de cambios amparados en el liberalismo burgués y la democracia
representativa. A la vez, absolutizan la contraposición del nacionalismo al socialismo, propugnan la reconciliación nacional
entre Cuba y el denominado exilio, auspician el diálogo entre el Gobierno revolucionario y la oposición interna organizada,
o enarbolan la defensa de los derechos civiles y políticos.
Si bien los enfoques políticos y económicos poseen una indudable identidad teórica y metodológica, se observa una
tendencia al entrelazamiento de ambos planos analíticos, lo que les confiere a una parte de éstos un rasgo de aspiración a la
integralidad, no siempre lograda. Ello se pone de manifiesto en las perspectivas sobre la recurrente temática de la transición
cubana.
Los estudios sobre política exterior y relaciones económicas internacionales encuentran también espacio, aunque con

un relieve inferior a la preponderancia que alcanzaron en el pasado decenio, al modificarse la prioridad concedida entonces
al internacionalismo, la proyección hacia el Tercer Mundo, el carácter de la política exterior y de la economía con respecto
a la URSS. Se suman en ese empeño figuras que tradicionalmente no se habían especializado en el tema cubano, y que de
repente se asoman a éste.32
Al igual que un segmento considerable de las percepciones ideológicas de los sectores político-gubernamentales y de
la comunidad cubana, los estudios académicos sobre Cuba en los Estados Unidos continúan marcados por el conflicto
bilateral. Este condiciona imágenes que guardan correspondencia con los estereotipos que la política oficial y oficiosa
norteamericana esgrime constantemente, según el período histórico y presidencial de que se trate. Estas imágenes se
construyen en la actualidad sobre puntos de vista como los que a continuación se exponen. En ellos mismos se distingue el
propósito común de contribuir de alguna manera a esbozar la denominada transición democrática hacia el capitalismo en
Cuba en los años 90.33
Convendría precisar antes que, aun en aquellos enfoques críticos implícitos en las proposiciones siguientes, se
advierten planteamientos e interpretaciones que reflejan con cierta objetividad determinados fenómenos del complejo tejido
estructural de la Revolución cubana que pueden compartirse, especialmente a nivel de diagnóstico. En otros casos, el
enfoque es esquemático e identificable con imperativos de la política de los Estados Unidos. Su denominador común es la
carencia de una visión realista, apegada a las condiciones concretas del país, sobre las alternativas con que se enfrenta Cuba.

• Las estructuras socialistas de la sociedad cubana se encuentran en una crisis integral que incluye la ideología,
instituciones, liderazgo, sistema social, economía, moral y las relaciones exteriores; vistas de un modo acumulativo,
éstas representan una gran amenaza para d socialismo en Cuba. La Isla encara hoy todas las crisis generales que
afrontaron los antiguos países socialistas en Europa Oriental y la URSS, así como una serie de crisis adicionales que
aquellos estados no tuvieron, y que provienen de su aislamiento internacional y de su cercanía y conflicto histórico
con los Estados Unidos. (Howard Wiarda).34
• Cuba debe iniciar cambios, tanto en sus formas de organización política interna, en correspondencia con los deseos
de sus ciudadanos y con la eficacia de una inserción internacional que salvaguarde los intereses de la nación, como
en sus formas de organización económica, con vista a lograr congruencia con la necesidad de rescatar al país del
deterioro paulatino e inexorable en que se encuentra. Ello va aparejado de cambios, en la organización interna, que
faciliten el respeto y el apoyo internacional. (Jorge I. Domínguez).35
• El proyecto revolucionario ha muerto como régimen político, manteniéndose viva la Revolución sólo por su
conexión a un sistema de respiración artificial compuesto por el nacionalismo y el voluntarismo cubano
tradicionales. (Enrique Baloyra).36
• Las perspectivas de recuperar el equilibrio dentro de la lógica continuista de la Revolución no son viables; sólo es
posible el cambio con una ruptura de los esquemas existentes, tanto en el orden económico como en el político. No
hay equilibrio sin cambio. {Gillian Gunn).37
• El nacionalismo radical cubano, como discurso articulador de la práctica política e institucional de: la Revolución,
debe reajustarse a las características presentes de la sociedad cubana, así como de la situación internacional. Las
prácticas políticas forjadas en la efervescencia de la revolución social hace treinta años son cada vez menos idóneas
para gobernar a la Cuba de hoy. (Marifeli Pérez-Stable).38
• Es necesario repensar no sólo el nacionalismo, sino la cuestión de la igualdad. La plataforma ideológica de las tres

décadas pasadas no servirá para las venideras. Es: necesario y fructífero pensar en la posible transición a la economía
de mercado en Cuba. (Marifeli Pérez-Stable).39
• El gobierno cubano continúa la represión de los derechos civiles y políticos de la población a través de mecanismos
directos e indirectos. Estos últimos se extienden de manera estructural a todas las esferas de la vida cotidiana:
política, religiosa y económica, y entrañan un profundo sentido discriminatorio a toda la población. (Juan Clark).40
• El colapso inmediato de la Revolución es poco probable. Sus perspectivas en el mediano plazo son inciertas; el
régimen actual puede sobrevivir durante un tiempo; es posible el ajuste del sistema político sin cambios abruptos de
liderazgo. Puede ocurrir, por tanto, la transición pacífica hacia la democracia. (Gillian Gunn).41
• La política norteamericana hacia Cuba descansa en la premisa de que la actual situación cubana es insostenible en el
largo plazo. La tarea, entonces, es cómo acelerar los inevitables cambios, a un costo aceptable para dicha política.
(Jorge I. Domínguez).42
• La política hacia Cuba debe basarse en una estrategia de «comunicación», y superar las opciones de «apretar» y
«desatender», ya que es la alternativa que probablemente facilitaría con mayor efectividad la democratización dentro
de Cuba, y que protegería al mismo tiempo los intereses de los Estados Unidos a largo plazo. Con ella, el gobierno
norteamericano podría alentar el diálogo entre Cuba y la comunidad de exiliados cubanos, así como incrementar -
como el más importante aspecto- la presión por los derechos humanos y favorecer el desarrollo de la embrionaria
oposición interna. (G. Gunn, W. Smith, S. Farber, J. I. Domínguez).43
• Más importante que la decisión de los Estados Unidos en favor del mantenimiento del statu quo o de un
endurecimiento de su actual política hacia Cuba, es su constante insistencia en poner fin a las violaciones de los
derechos humanos y en propiciar elecciones libres, antes de proceder al levantamiento del embargo. (Susan Kaufman
Purcell).44

Diversos trabajos se han ocupado, en ese mismo contexto, de examinar una serie de procesos especificas, vinculados
al funcionamiento y significado de las principales estructuras políticas de la sociedad cubana actual, y de poner de relieve
sus implicaciones sociales e ideológicas adversas para la viabilidad del proyecto revolucionario y socialista. (M. Pérez-
Stable, R. P. Rabkin, J .M. del Águila. E. Eckstein).45
Además de estos presupuestos, formulados individualmente, no deben omitirse los estudios en equipo que han
venido realizando en los últimos años los «tanques pensantes», como Diálogo Interamericano, la Corporación Rand, el
Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales y el Instituto de Estudios Estratégicos de la Escuela Superior de Guerra
del Ejército de los Estados Unidos. Se agrega a ellos el estudio Transición en Cuba, elaborado por el Instituto de
Investigaciones Cubanas de la Universidad Internacional de la Florida, y que fue encargado por la Oficina de Información e
Investigación del Departamento de Estado y la Agencia Internacional para el Desarrollo.46
A pesar de sus particularidades, existe bastante coincidencia en cuanto a los enfoques de tales trabajos; con algunas
excepciones, éstos se asemejan a las percepciones mencionadas. Tal vez la principal confluencia se resuma en la
consideración de Cuba como una sociedad en transición, ante la cual los Estados Unidos requieren una política flexible,
para crear las condiciones favorables dentro de la Isla, de manera que los cambios se dirijan por el rumbo deseado. Esto se
pretende alcanzar, en esencia, mediante la estrategia de la «comunicación», que postula el fortalecimiento de los contactos
entre la sociedad cubana y la norteamericana como vía para condicionar y acelerar la citada transición.47
Estas son algunas de las principales proposiciones que sobresalen y se reiteran en la literatura académica

especializada de los Estados Unidos acerca de la realidad cubana. En la definición de esas percepciones —cuya disección
crítica a fondo rebasaría el alcance de este trabajo— sus autores se basan tanto en el supuesto agotamiento del tiempo
histórico del proceso revolucionario y socialista en Cuba, como en la necesidad y conveniencia de catalizar cambios en el
sistema político y en el modelo económico vigentes que transformen definitivamente la fisonomía de la Isla. Como en otras
oportunidades, al examinar los contenidos y pronósticos de los estudios académicos sobre Cuba que hegemonizan el debate
intelectual dentro de las ciencias sociales en los Estados Unidos, se advierte que muchas de sus conclusiones se entrelazan o
estimulan la visión de proyectos ideológicos asumidos por el gobierno norteamericano y algunos grupos políticos de
emigrados, orientados a cambiar el carácter de la Revolución cubana.

Notas

1. Con independencia de las adscripciones teóricas y compromisos políticos de sus autores, podría ilustrarse esa
producción académica sostenida con diversos trabajos de cubanólogos como Max Azicri, Nelson P. Valdés, Carollee
Bengelsdorf, y Michael Erisman, entre otros.
2. William Leogrande, “Two Decades of Socialism in Cuba”, Latin American Research Review, 16, (1). 1981.
3. Marifeli Pérez-Stable, “The Field of Cuban Studies», Latin American Research Review, 26, (1), 1991.
4. Véase Rafael Hemández., “Mirar a Cuba”, La Gaceta de Cuba, 5, septiembre-octubre, 1993.
5. Nelson P. Valdés, “Revolution and Paradigms; A Critical Assesment of Cuban Studies”, en Andrew Zimbalist,
ed., Cuban Political Economy: Controversias in Cubanology, Boulder y Londres, Westview Press, 1988.
6. El encuentro realizado en la FIU en abril de 1990, denominado “diálogo entre cubanistas”, propició un balance
general de las distintas temáticas, disciplinas y enfoques prevalecientes en los estudios sobre Cuba desde el exterior a lo
largo de treinta años. Entre las obras de la década del 90 que reflejan la integralidad de planos de análisis y la conjugación
de perspectivas inherentes a distintas disciplinas —sociología, historia, ciencias políticas—, quizás uno de los esfuerzos
menos más representativos sea el libro de Marifeli Pérez-Stable The Cuban Revolution. Origins, Course and Legacy,
Oxford University Press, 1993. Un interesante análisis sobre la situación en los años 90 se encuentra en el ensayo de
Eloise Linger, “Welcome Changes in Cubanology”, Sociological Forum, 6, (1),1991.
7. La definición de cubanología ha sido objeto de variadas interpretaciones, tanto en Cuba como en el exterior. En
este trabajo se le asume como aquella corriente heterogénea de estudios sistemáticos de carácter académico, cuya gama de
percepciones incluyen desde la tergiversación sistemática del proceso revolucionario, hasta enfoques más balanceados, en
los que no prima la predeterminación negativa de los juicios sobre la Revolución Cubana. Véase José Luis Rodríguez,
“Antecedents of Cubanology”, Cuban Political Economy, Op. cit.; y Crítica a nuestros críticos, La Habana, Editorial de
Ciencias Sociales; 1988; José Hernández Martínez, “Ideología y estudios sobre Cuba en Estados Unidos”, Revista
Universidad de La Habana, (238), 1989; Nelson P. Valdés, Op. cit.; y Marifeli Pérez-Stable, Op. cit.
8: Hernán Yanes, «La Revolución Cubana como problemática de investigación en los EE.UU.: indagación
histórica”, en Los estudios del sistema político cubano y la cubanología: una perspectiva crítica desde el marxismo, (tesis
doctoral), La Habana, 1992: 103.
9. Ibídem, 104.
10. Sobre ese proceso, véase Andrés Zaldívar, Algunas consideraciones sobre el surgimiento y desarrollo de la
“cubanología”, DISEU-UH, La Habana, 1984, y “La cubanología en los marcos de la contrainsurgencia imperialita”, en

Introducción al estudio de la llamada cubanología, CIEM, La Habana, 1985.
11. Carlos Marichal, “Los estudios latinoamericanos en Estados Unidos; academia y política”, en Iztapalapa,
Revista de Ciencias Sociales y Humanidades, UAM, México, (4), enero-junio, 1981, 204.
12. Ibídem, 105.
13. Para una descripción del desarrollo y papel de la sovietología, véase Stephen Cohen, “Scholarly Misions:
Sovietology as a Vocation”, en Rethinking the Soviet Experience. Politics and History Since 1917, New York, Oxford
University Press, 1985.
14. Las características de los estudios sobre Cuba en la década del 80 son analizadas en Ernesto Rodríguez Chávez,
«La proyección exterior de Cuba en la llamada cubanología”, Cuadernos de Nuestra América, La Habana, (14), enero-
junio, 1990.

15. Ernesto Rodríguez Chávez, Op. cit.
16. Por ejemplo, los estudios elaborados por los llamados “tanques pensantes”: Cuba en las Américas: retos
recíprocos, del Diálogo Interamericano, en 1992; Cuba a la deriva en un mundo postcomunista, de la Corporación Rand,
del mismo año; Transición en Cuba, del Instituto de Investigaciones Cubanas de la Universidad Internacional de la Florida,
en 1993.
17. El seguimiento, por ejemplo, de la sección bibliográfica de la revista Cuban Studies / Estudios Cubanos, permite
documentar esta trayectoria temática de los estudios académicos sobre la esfera sociopolítica más reciente.
18. Como base para una generalización al respecto, consúltese Rosa López, Miriam Grass y Soraya Castro,
“Factores gubernamentales de la política de Estados Unidos hacia Cuba”, Temas de Estudio, CESEU, La Habana, (6),
octubre, 1989; Soraya Castro, Rosa López y Rosa M. Lobaina. Cuba en el debate político norteamericano: ¿hacia un
nuevo consenso?, [material de trabajo], CESEU, enero 1994; Soraya Castro, El tema Cuba en los mecanismos estatales
durante el segundo año de la administración Clinton, ponencia al Taller Internacional “Cuba en la Política
Norteamericana., La Habana, CESEU, enero de 1995. Véase también el trabajo de Rafael Hernández sobre las relaciones
entre Cuba y Estados Unidos contenido en Cuba en las Américas, CEA-IEPALA, 1995.
19. Ese fue el caso, por ejemplo, de las intervenciones de Jorge I. Domínguez y de Anthony Maingot ante una
audiencia del Comité Selecto de Inteligencia del Senado que tuvo lugar el 29 de julio de 1993. En esa oportunidad, ambos
opinaron que los Estados Unidos no habían aplicado una adecuada política hacia Cuba, y propusieron, entre otras cosas,
levantar potencialmente determinadas cláusulas del bloqueo. Los dos especialistas convergieron en la necesidad de que el
gobierno norteamericano rectificara falsos conceptos sobre el liderazgo cubano, y rediseñara su política hacia la Isla.
(Statements of Jorge Dominguez and Anthony Maingot Before the Senate Select Committee, julio 29, 1993, Washington,
D.C., y Jorge Domínguez, “Hay que rectificar falsos conceptos sobre Castro”, El Nuevo Herald, 2 de noviembre de 1993,
15A.
20. Ibíd.
21. Véase Pedro Monreal y Julio Carranza, “Cuba en la actual agenda política norteamericana: notas para una
evaluación”, Cuadernos de Nuestra América, (18), enero-junio, 1992.
22. Al respecto, consúltese Jorge Hernández, et al., La comunidad cubana y la política de Estados Unidos hacia
Cuba, CEAP, La Habana, noviembre, 1994.
23. Además de ambas intervenciones de Bush, este se pronunció de forma similar en el artículo titulado “A

Challenge to Hold Free Elections”, The Miami Herald, 27 de febrero de 1992.
24. Soraya Castro et al., Cuba en el debate política, Op. Cit: 10-11.
25. Véase Milagros Martínez, Dinámica política en la emigración cubana y proyecciones norteamericanas hacia
Cuba, CEAP, La Habana, marzo, 1995.
26. Véase Jorge Hernández, “La política de Estados Unidos hacia América Latina y el Proyecto Democracia; el caso
cubano”, [ponencia], Reunión del Grupo de Trabajo de LASA, La Habana, CEA, enero, 1995.
27. Aunque referidos fundamentalmente al ámbito de la prensa., aportan elementos que contribuyen a corroborar esta
idea los trabajos de Alfredo Prieto, «La imagen de Cuba en Estados Unidos: la perspectiva de los 90”, Cuadernos de
Nuestra América, (18), enero-junio, 1992, y «Cuba en los medios de difusión norteamericanos”, Temas, La Habana, (2),
abril-junio, 1995, p. 13.
28. El esquema propuesto por el CDC proponía también condiciones para la realización del citado proceso, entre las
cuales se encontraban la creación de un comité internacional de supervisión, acceso de la oposición a los medios de
difusión masiva, legalización de los grupos de derechos humanos, libertad para los presos políticos y derecho a los
exiliados para regresar a Cuba, Véase Enrique Baloyra et al., En apoyo al plebiscito, CDC, Miami, 1988 y Mildred Torres
Calero, «Centro Democrático», Un solo pueblo, CDC, Miami, enero, 1989.
29. Para ampliar, véase el trabajo de Ernesto Rodríguez Chávez y Jorge Hernández Martínez, “De la campaña sobre
los derechos humanos hacia la fundamentación de una alternativa de poder a la Revolución”, en Ernesto Rodríguez Chávez,
Los derechos humanos, La Habana, Editorial José Martí, 1991.
30. Un interesante enfoque panorámico sobre el tratamiento de la temática política por la cubanología lo realiza
Jorge I. Domínguez en «Politics in Cuba (1959-1989). The State of Research»; así como los comentarios al respecto de
Marifeli Pérez-Stable, ambas presentados en el evento «Dialogue among Cubanists. A Seminar on the State of Cuban
Studies», celebrado en lo Florida International University en abril de 1990, y publicados en Damián Fernández, ed., Cuban
Studies Since the Revolution, University Press of Florida, 1992. Sobre las consecuencias de los cambios internacionales
para Cuba a inicios de los años 90, véase Cole Blasier, «The End of the Soviet-Cuban Partnership», y Jorge I. Domínguez,
«The Political Impact on Cuba of the Reform and Collapse of Communist Regimes», ambos en Carmelo Mesa-Lago, ed.,
Cuba Alter the cold War, Pittsburg University of Pittsburg Press, 1993.
31. Se refiere a la clasificación de enfoques dentro de la cubanología fijados por José Luis Rodríguez. Véase Crítica
a nuestros críticos, Op. cit.
32. Quizás los casos más notorios sean los de Howard Wiarda y Susan Kaufman-Purcell.
33. En la mayoría de los trabajos la transición tiene como premisa el abandono —por cualquier vía— del socialismo
y la caída del Gobierno cubano. Se distinguen al menos dos enfoques básicos; el que parte del supuesto del colapso abrupto
del sistema socialista cubano, y el que considera un proceso paulatino, pero inexorable, hacia la desnaturalización y
transformación del socialismo en Cuba. Los estudios más importantes al respecto se concentran en las memorias de las
reuniones anuales de la Asociación de Estudios de la Economía Cubana (ASCE), publicadas conjuntamente por esta
institución y la FIU en volúmenes titulados Cuba in Transition, a partir de 1991, y en los resultados del proyecto dirigido
por Lisandro Pérez, titulado Transition in Cuba, CRI-FIU, 1993.
34. Howard Wiarda, «¿Le ha llegado el turno Cuba? La crisis del régimen de Castro», Problemas Internacionales, (1-
2), Washington D.C., enero-abril, 1991.
35. Jorge I. Domínguez, «Cuba y el mundo», [ponencia], XVI Congreso de la Asociación de Estudios del Caribe, La

Habana, mayo de 1991.
36. Enrique Baloyra, «Valorando y diagnosticando a Cuba», [ponencia], XVI Congreso de la Asociación de Estudios
del Caribe, La Habana, mayo de 1991.
37. Gillian Gunn, «Will Castro Fall», Foreign Policy, verano, 1990, y «Cuba in Crisis», Current History, marzo,
1991. También Juan del Aguila, «Why Communist Hangs on in Cuba», Global Affairs, invierno, 1991.
38. Marifeli Pérez-Stable, «In Pursuit of Cuba Libre», NACLA Report of the Americas, 24, (2), agosto, 1990.
39. Marifeli Pérez.-Stable, «Towards a Market Economy in Cuba? Social and Political Considerations», en Cuba in
Transition, Papers and Proceedings of the First Annual Meeting of the Association for the Study of the Cuban Economy
(ASCE), Florida Internacional University, Miami, agosto, 1991, Florida International University, 1992.
40, Juan Clark. «La violación de los Derechos Humanos en las condiciones de vida in Cuba» [ponencia],
Conferencia Internacional «Europa llama a Cuba, una propuesta para la democracia», Roma, junio de 1991.
41. Gillian Gunn, Op. cit.
42. Jorge I. Domínguez, La política de EE.UU. hacia Cuba y las relaciones con América Latina y el Caribe,
[ponencia] Seminario «Elecciones de 1992 y relaciones interamericanas», CEA-Universidad de Columbia, La Habana, 3 al
5 de julio de 1992.
43. Gillian Gunn, Op. cit; Wayne Smith, «Washington and Havana; Time for Dialogue», World Policy Journal,
verano, 1990, «A Pragmatic Cuba Policy», Foreign Service Journal, abril, 1991; y «Por qué no un compromiso
constructivo con Cuba?, Current Issues, febrero, 1992, Samuel Farber, «Castro Under Siege. The Challenge at Home and
Abroad», World Policy Journal, verano, 1992; Jorge I. Domínguez, Testimonio ante el Comité de Asuntos Exteriores de la
Cámara de Representantes, 2 de abril de 1992, y «The Secrets of Castro's Staying Power», Foreign Affairs, (2), verano,
1993.
44, Susan Kaufman Purcell, «Cuba's Cloudy Future», Foreign Affairs, verano, 1990, y «Collapsing Cuba», Foreign
Affairs, primavera, 1992.
45. Véase, por ejemplo, los trabajos de Marifeli Pérez-Stable, «Charismatic Authority, Vanguard Party Politics and
Popular Mobilizations: Revolution and Socialism in Cuba», y de Rhoda P. Rabkin, «Cuban Socialism; Ideological
Responses to the Era of Socialist Crisis», ambos en Cuban Studies, (22), 1992. También el de Juan M. del Aguila, «The
Party, the Fourth Congress, and the Process of Counter-Reform», Cuban Studies, (23), 1993, y Susan Eckstein, Cuba: Back
from the Future, Princeton University Press, 1994.
46. Véase referencias en la nota 33. Pudieran agregarse aquí estudios ulteriores realizados por la Rand Corporation y
la Internacional Research 2 000 Inc.
47. Para un análisis detallado sobre las particularidades de los estudios elaborados por dichos centros de
pensamiento, véase los trabajos de Jorge Hernández, «Estudios académicos en los Estados Unidos y política hacia Cuba;
ideología y ciencias sociales», [ponencia], XVII Congreso de LASA, Atlanta, 1994, y Soraya Castro, Rosa López y Rosa M.
Lobaina, «Cuba en el debate político norteamericano: (hacia un nuevo consenso», CESEU, La Habana, enero, 1994.

© Temas, n. 2, abril-junio de 1995, pp. 58-63.
La Iglesia católica en Cuba
John H. Kirk
Profesor. Universidad Dalhousie, Halifax, Canadá.

Según los análisis sociopolíticos tradicionales, el papel de la Iglesia Católica en la sociedad latinoamericana es de
importancia fundamental. De hecho, tradicionalmente se presenta a la Iglesia, junto con el ejército y la oligarquía, como los
baluartes del orden social y los agentes sociales más poderosos en la protección del status quo.
Aunque esto es indiscutiblemente así en casi toda América Latina, resulta importante reconocer desde un inicio que
Cuba constituye una anomalía y que la Iglesia Católica en Cuba —a diferencia de sus contrapartidas en otros países—
nunca ostentó la misma enorme influencia política.1 En este trabajo se examinan los actuales intentos de la Iglesia por
insertarse en la corriente central de la sociedad cubana, proceso que nunca ha alcanzado resultados particularmente
exitosos. Dicho esto, su papel tradicional, desde su misión más temprana de legitimar la conquista española y ganar
celosamente almas para Cristo, ha convertido a la Iglesia Católica en una fuerza social de bastante importancia. De hecho,
aunque en la actualidad sólo del 1 al 2% de la población de Cuba residente en la Isla practica regularmente su fe, la
influencia moral de la jerarquía católica es proporcionalmente mayor de lo que supondrían esas cifras.

El período colonial

A fin de apreciar tanto la influencia como la ineficacia general de la Iglesia Católica en Cuba, es importante estudiar el
nicho sociopolítico que creó para sí en' el período colonial. Su evolución en muchos sentidos constituye un paralelo de la
“siempre fiel Isla” en el sentido de que su historia sufrió altibajos, en gran medida olvidada según se iban descubriendo
otros territorios más prometedores. La Iglesia se aferró tenazmente entonces a su condición como actor social de
importancia en una ciudad cuartel, desarrollando con cuidado un profundo orgullo de su “españolismo”. El resultado final
de este proceso fue que, en esencia, se desarrolló una seca tradición conservadora, que se hizo especialmente notable
después de las Guerras de Independencia en toda la América hispana, cuando regresaron a Cuba oleadas de colonizadores
españoles trayendo consigo su ideología ortodoxa y una ferviente convicción en la necesidad de un gobierno colonial
fuerte.
Durante los dos primeros siglos de gobierno colonial español en Cuba, la Iglesia hizo, en general, caso omiso del
problema de la esclavitud, aunque algunas órdenes religiosas poseyeron rentables plantaciones. Valientes representantes de
la Iglesia, como el “Protector de los indios” Fray Bartolomé de las Casas y Fray Antonio Montesinos, procuraron introducir
un espíritu más humanitario en la concepción ideológica de sus colegas religiosos, aunque lograron pocos resultados
positivos.
Durante todo el período colonial, la Iglesia procuró desarrollar una identidad propia, pero en general la pobre situación
económica de Cuba, unida a la baja posición social de los representantes de la Iglesia, fueron causa de una existencia
precaria. Informes como los de la visita pastoral realizada por el obispo Diego Sarmiento a su diócesis en 1544 o por el
obispo Juan del Castillo en 1570 muestran hasta qué punto era desesperada la situación.2 De hecho, durante toda la historia
colonial, la Iglesia Católica renqueaba, brindando servicios religiosos para la acomodada clase rectora urbana, pero sin ser
ella nunca acomodada —a diferencia de la Iglesia en muchos países de América continental— y sin que se le considerara

de particular importancia en el plano político.
Es importante señalar, sin embargo, que entre un puñado de obispos españoles existía una tradición definida de lo que
hoy llamaríamos activismo social. El obispo Compostela (1687-1704), por ejemplo, creó varios orfanatos y escuelas,
incluido el influyente Seminario de San Ambrosio. Su colega, el obispo Morell de Santa Cruz (1753-1768), sirvió de
inspiración para muchos, por su firme oposición a la ocupación británica de 1762-1763. El obispo Espada (1802-1832)
condenó la esclavitud y fomentó una tendencia modernizadora en la educación cuando enseñaba —en ocasiones con una
asistencia de 600 estudiantes— en el Colegio Seminario de San Carlos y San Ambrosio, claramente centro de gran parte de
las actividades tendientes a la formación de la nacionalidad.
La imagen que emerge de la Iglesia Católica en el siglo XIX, sin embargo, es en general poco halagüeña: era corriente
una amplia indiferencia a la vida religiosa (a fines del siglo, un obispo calculaba que sólo 3 000 almas de las 200 000 de la
archidiócesis de La Habana asistían regularmente a misa), los sacerdotes solían vivir en general en circunstancias
económicas difíciles y, aunque una minoría del clero instaba a una actualización de la función de la Iglesia, la mayoría se
aferraba firmemente a una tradición secular que el curso de la historia dejaba rápidamente detrás.3

La Iglesia entre 1898 y 1958

La Guerra Hispano-Cubano-Americana de 1895 a 1898, junto con la lucha revolucionaria contra la dictadura de Batista,
son hitos de utilidad para el análisis de la actitud de la Iglesia Católica. En el momento de la guerra contra España, mientras
muchos sacerdotes párrocos, sobre todo los nacidos en Cuba, apoyaban la causa de los mambises, la vasta mayoría del
clero —y muy claramente la alta jerarquía— se oponía férreamente a ésta, aferrada de nuevo tenazmente a sus tradiciones
españolas.
Después de la retirada de las fuerzas estadounidenses en 1902, la Iglesia Católica dio inicio al proceso gradual de
restablecer sus posiciones. Había ahora competencia, representada por el influjo de iglesias protestantes estadounidenses y,
por supuesto, la Iglesia Católica tenía que dejar atrás su defensa abierta del control español en la Isla. Con la ayuda que
representó la entrada de inmigrantes españoles en busca de fortuna,4 este proceso fue tomando establemente forma. Para
mediados del decenio de 1920, la Iglesia había asumido de nuevo un notable perfil social, no sólo por la entrada regular de
inmigrantes españoles, sino también por sus escuelas privadas, que se tenían en muy alta estima y a las cuales enviaba sus
hijos casi toda la clase media.
Durante los decenios de 1940 y 1950 creció la fortuna de la Iglesia. Se concertaron astutas alianzas políticas con los
dirigentes de turno, sobre todo durante las presidencias de Grau y Prío (1944-1952). De hecho, después del golpe de Batista
en 1952, se desarrolló una relación de trabajo similar, con la notable excepción del arzobispo de Santiago de Cuba,
monseñor Pérez Serantes, quien condenó las atrocidades que se cometieron después del ataque al Cuartel Moncada el 26 de
julio de 1953, e intervino personalmente para garantizar que se respetara la vida de Fidel Castro.
La reacción de la Iglesia a la dictadura de Batista constituyó, en alguna forma, un paralelo de sus posiciones en
relación con la lucha por la independencia, con una división de opiniones claramente visible. Tres obispos, por ejemplo,
estaban firmemente a favor de la renuncia de Batista, mientras que sus colegas —incluido el Cardenal Arteaga— se
oponían con firmeza a ella. Muchos católicos lucharon contra la dictadura y muchos —entre ellos el dirigente estudiantil
José Antonio Echeverría— estuvieron entre los 20 000 que se calcula murieron.5 Los protestantes estaban también
divididos políticamente. Algunos, como Frank País, bautista practicante, participaban activamente en el clandestinaje —en

su caso, a costa de su propia vida— mientras la mayoría prefería no participar en la lucha política.
No sólo estaba dividida la Iglesia en lo tocante a la condena a Batista, sino que era evidente que también necesitaba
definir sus prioridades. De hecho, dos encuestas realizadas por la Agrupación Católica Universitaria en 1954 y 1957
mostraban que la Iglesia era urbana en esencia, estaba en gran medida dirigida por el clero español y, por medio de sus
escuelas privadas, atendía principalmente a la burguesía, al tiempo que se encontraba seriamente ausente en las zonas
rurales.6 En vísperas de la Revolución, y sólo unos pocos años antes del trascendental Segundo Concilio del Vaticano, la
Iglesia Católica encaraba evidentemente desafíos importantes en Cuba, a pesar de su apariencia de bienestar económico.
Estos problemas ocuparían una posición de primera línea a medida que el proceso revolucionario fue asumiendo el control
del país, despojando a la Iglesia de todos sus privilegios y alienando rápidamente a muchos de sus miembros —y del
clero— que escogieron abandonar Cuba.

La evolución de la Iglesia católica en Cuba revolucionaria

Los años de 1959 a 1992 presenciaron algunos cambios drásticos en el papel y la fortuna de la Iglesia, según luchaba
para definir su papel en una sociedad que se polarizaba rápidamente. Con la declaración de la naturaleza socialista de la
Revolución —sobre todo al calor de la Guerra Fría— y la nacionalización del sistema escolar —la sustentación económica
de la Iglesia—, por no mencionar las presiones oficiales que se ejercieron en todo momento contra los cristianos que
practicaban su religión, la Iglesia se ha visto sometida a difíciles pruebas durante estos treinta y cuatro años. A
continuación se presenta una breve sinopsis de las diversas etapas de este proceso evolutivo, en el que la Iglesia procuraba
definir su misión en un sistema político que en muchos sentidos era hostil a su existencia, aunque con el cual se logró un
acuerdo de trabajo.
Es importante reconocer que el papel de la Iglesia en Cuba revolucionaria nunca ha sido fácil y su relación con el
Gobierno se ha visto afectada, dado que los objetivos de ambos difieren y en ocasiones se oponen. Tal vez la mayor
tragedia de la Iglesia en Cuba haya sido que la Revolución se produjera unos tres años antes de que se iniciara el Segundo
Concilio del Vaticano (1962-1965) y no después. De hecho, muchos de los importantes cambios que emanaron del
Concilio fueron el resultado de una comprensión del Vaticano, en aquel momento dirigido por el Papa Juan XXIII, de que
la “antigua forma de hacer las cosas”, según se observaba muy claramente en la Cuba prerrevolucionaria, ya no era
aceptable y que, por lo tanto, era hora de una modernización radical de la Iglesia. Por supuesto, se trata de un punto
discutible, pero resulta fascinante especular qué hubiera ocurrido con la Iglesia si la Revolución se hubiese producido
después del Segundo Concilio y, por supuesto, si Juan XXIII hubiera vivido más para guiar a la Iglesia por la vía del
aggiornamento.
Lo que resulta evidente en un análisis de la naturaleza de la Iglesia Católica en la Cuba de 1959 es que su propia
existencia se encontraba en peligro. La privatización de las escuelas que habían aportado un importante financiamiento y
gran prestigio social fue un desastre para la Iglesia. También lo fue la polarización de la sociedad como consecuencia de
las medidas revolucionarias promulgadas en favor de los pobres, y en gran medida a expensas de las clases medias, el
principal apoyo de la Iglesia. El posterior éxodo de la mayoría de los profesionales de Cuba privó a la Iglesia de su base de
apoyo económico y social, mientras las declaraciones de Fidel Castro respecto al carácter socialista (abril de 1961) y
marxista-leninista (diciembre de 1961) de la Revolución, desmoralizaron, como cabe suponer, a la dirección de la Iglesia.
La internacionalización de la situación cubana —tipificada en la decisión de Washington de romper relaciones

diplomáticas con la Cuba de Fidel Castro y el apoyo de Moscú a la Revolución— acentuaron aún más el creciente
aislamiento de la Iglesia.
Cabe presentar algunos rasgos históricos generales para ilustrar este desarrollo del papel de la Iglesia en la Cuba
revolucionaria y, por lo tanto, se presenta un bosquejo algo esquemático. Al seguir esta evaluación cronológica, sin
embargo, es menester recordar algunas constantes: el papel tradicionalmente marginal de la Iglesia; su base de apoyo
mayormente de clase media urbana; la falta de vocación religiosa en Cuba y la consecuente dependencia del clero español,
significativamente formado en la España de Franco; la ola de críticas dirigidas por el gobierno hacia las actividades de la
Iglesia, sobre todo a partir de 1960; una política de hostigamiento institucional contra los cristianos practicantes; un
dogmatismo ideológico sustentado por sectores del Gobierno revolucionario en lo relacionado con las actividades de la
Iglesia y un clima político que era en general hostil a su misión.
Puede decirse que el período de 1959 a 1961 se inició con esperanzas artificialmente grandes del sector de la Iglesia,
que se deterioraron rápidamente a mediados de 1959, en una creciente espiral de desconfianza, invectivas y denuncias. Al
principio, los dirigentes de la Iglesia —sobre todo el influyente Arzobispo de Santiago de Cuba, Pérez Serantes, quien era
amigo de la familia Castro— apoyaron los objetivos del Gobierno Revolucionario. Pronto, sin embargo, la Iglesia denunció
los crecientes lazos con la Unión Soviética, así como la nacionalización masiva de la propiedad, y las reformas edu-
cacionales radicales a las que se oponían ampliamente. Para diciembre de 1960, estaban trazadas las líneas de batalla entre
el “comunismo ateo” del Gobierno Revolucionario y lo que algunos llamaban irónicamente “la Iglesia de Washington”.
En 1961 la crisis se profundizó en forma notable. Washington rompió relaciones diplomáticas el 3 de enero y a
mediados de abril se produjo la invasión de Bahía de Cochinos, patrocinada por los Estados Unidos. La presencia de tres
sacerdotes españoles entre éstos, la presentación de la misión de los exiliados como una cruzada religiosa y la cruz que
llevaban los uniformes en el brazo, eran todas indicio de la firme oposición de la Iglesia al Gobierno Revolucionario. Por su
parte, el Gobierno continuó su campaña de denuncia en los medios oficiales de comunicación, incitó a los cubanos a no
participar en actividades religiosas y, en general, procuró intimidar a la Iglesia. Muchos sacerdotes y religiosos
respondieron abandonando el país, mientras otros —una minoría— fueron expulsados y, por supuesto, la huida de católicos
de clase media continuaba sin merma.
Entre 1962 y 1969 la Iglesia procedió a un período de introspección y autoexamen. Fue un proceso doloroso, porque
abrió muchas heridas y reveló muy claramente la necesidad de aceptar la realidad, con verrugas y todo. Incitada por un
activo nuncio papal, monseñor Cesare Zacchi, la dirección de la Iglesia decidió adoptar un modelo religioso más de
acuerdo con el mundo posterior al Segundo Concilio y ver cómo el Gobierno Revolucionario respondía a sus iniciativas.
En el período de 1969 a 1978 la Iglesia abandonó su papel tradicional, procuró proclamar su apoyo a algunas de las
reformas implantadas por el proceso revolucionario, mientras hacía silencio en lo tocante a algunas de sus críticas, y en
general intentó aceptar a la Cuba socialista. A instancias de Zacchi, la jerarquía criticó el bloqueo de los Estados Unidos a
Cuba —primera vez que hacían algo así los dirigentes de la Iglesia, quienes siempre adoptaron el lado estadounidense en la
dinámica de la Guerra Fría— e instaron a los católicos a que se integraran al proceso revolucionario.
La culminación de este drástico cambio se produjo en el período comprendido entre 1979 y 1987, cuando la dirección
de la Iglesia hizo todo lo posible por mostrar apoyo a la Revolución Cubana y demostrar su pertinencia en relación con ella.
Para ello contó con la ayuda de los cambios que se producían en la Iglesia Católica en América Central, puesto que muchos
de los más férreos miembros del Partido Comunista de Cuba contemplaban con sorpresa la contribución del sector
progresista religioso a la lucha política. El derrocamiento de la dictadura de Somoza en Nicaragua y la contribución de

muchos sacerdotes y religiosos al Gobierno Sandinista —principalmente el Ministro de Cultura, Ernesto Cardenal, su
hermano Fernando, Ministro de Educación, y Miguel D'Escoto, Ministro de Relaciones Exteriores— abrieron los ojos por
igual a muchos miembros del Gobierno y de la Iglesia en La Habana sobre lo que acontecía en la arena política.
Posteriormente, las jerarquías de la Iglesia y el Gobierno se tendieron multitud de ramas de olivo de gran significación.
Se concertaron reuniones —las primeras en muchos años— entre Fidel Castro y dirigentes de la Iglesia; los seminaristas
fueron a cortar caña junto a miembros de la Unión de Jóvenes Comunistas; los informes de prensa en los medios oficiales
se hicieron en extremo favorables; una pléyade de notables de la Iglesia de América Latina, América del Norte y el
Vaticano visitaron Cuba.
Dos sucesos se destacan por su singular importancia en este período de diálogo. El primero —y a todas luces el más
importante— se produjo en febrero de 1986 y fue el Encuentro Nacional de la Iglesia Cubana, al que asistieron casi 200
representantes de la Iglesia de toda la Isla, en que el presidente de la Conferencia Episcopal Cubana, Monseñor Adolfo
Rodríguez, perfiló un tono de apertura y compromiso hacia el Gobierno Revolucionario, aunque con importantes críticas de
los problemas sociales actuales.7 El segundo hecho significativo fue la publicación por el Consejo de Estado en 1985 de
Fidel y la religión, 379 páginas de entrevistas realizadas por el clérigo lego brasileño Frei Betto a Fidel Castro, lo que en
muchos sentidos fue la autorización oficial del Gobierno al acercamiento que se estaba produciendo. Evidentemente, se
abría un espacio político para la Iglesia, con la salvedad tácita, sin embargo, de que no abusara de ese derecho.
Entre 1987 y 1992 se produjo un enfriamiento evidente de las relaciones entre los dirigentes de la Iglesia y del
Gobierno, a pesar de algunos sucesos de importancia. Desde 1992, por ejemplo, ha sido posible que los miembros del
Partido Comunista sean cristianos practicantes. 8 Del mismo modo, la visita realizada en 1992 por el Cardenal Roger
Etchegaray, presidente del consejo Cor Unum del Vaticano, que coordina programas de ayuda humanitaria, demostró el
interés sostenido de Roma en promover el diálogo con el Gobierno. En general, sin embargo, la promesa de mediados de
1980 no se ha hecho realidad. Un símbolo útil de este deterioro en el perfil de la Iglesia ha sido la frecuente posposición de
la visita a Cuba del Papa Juan Pablo II, evidentemente descontento con el Gobierno Revolucionario de Cuba y muy
probablemente con su supervivencia a pesar de la desaparición del antiguo bloque soviético.
La relación entre Gobierno e Iglesia se congeló una vez más tras la carta pastoral de la Conferencia de Obispos
Cató1icos de Cuba, “El amor todo lo espera”, del 8 de septiembre de 1993. El comunicado, crítico de la crisis económica y
moral del país, fue mal recibido por el Gobierno. Todavía no se han superado las sospechas del pasado, y las críticas de la
Iglesia —por muy constructivas y sensibles que sean— tienden a fortalecer estas sospechas tan arraigadas. Por su parte, la
Iglesia ve en la reacción oficial una prueba clara de sus propias sospechas respecto a la mano dura del Gobierno.
La Iglesia ha alentado a quedarse en Cuba a los cubanos que quieren emigrar. Desde hace treinta años ha condenado el
bloqueo estadounidense. Y se ha ofrecido para mediar con la comunidad cubana en el extranjero. Al mismo tiempo, ha
demostrado que está dispuesta a criticar al Gobierno, y ha sancionado la crisis que aprecia en la sociedad cubana.
La base de apoyo a la Iglesia se ha incrementado en años recientes. Cuando Jaime Ortega fue nombrado cardenal, en
1994, cerca de 10 000 personas acudieron a la misa de celebración. Se estima que hay unos 150 000 católicos .que
practican su fe de manera regular, y que se están formando unos 60 seminaristas en la Isla.
Es difícil de predecir el futuro de la Iglesia en Cuba. Muy probablemente, crecerá el número de sus fieles. Varias
razones explican este fenómeno. Las iglesias reciben donaciones de medicamentos del extranjero, lo que les permite
suministrar su propia ayuda al pueblo. Muchas personas, ante el derrumbe del campo socialista, buscan en la espiritualidad
religiosa una explicación de sus vidas. Algunos desafectos a la Revolución recurren a la iglesia en lugar de incorporarse a

los pequeños grupos disidentes. El desafío para la Iglesia consiste en poder asumir esta transformación sin caer en la trampa
de considerarse más importante de lo que realmente es, y dejarse arrastrar por un sentimiento triunfalista.

Conclusión

A diferencia de la situación en la mayor parte de América Latina, la Iglesia Católica nunca desempeñó un papel político
prominente en Cuba. Tampoco tiene el catolicismo la aceptación popular que posee en otros países de la región, a pesar del
hecho de que un porcentaje importante de la población evidentemente posee creencias espirituales que se apartan del
materialismo científico del Gobierno Revolucionario. Durante toda la historia de la Cuba anterior a la Revolución, la
Iglesia desempeñó un papel marginal. Poseía una base urbana —principalmente sus escuelas privadas, a las que asistió gran
parte de la dirección del Partido Comunista, incluidos Fidel Castro y Carlos Rafael Rodríguez—, se dirigía sobre todo a las
clases medias, y un clero extranjero, principalmente español, dominaba sus filas. En la Cuba revolucionaria, las tradiciones
conservadoras de la Iglesia se oponían claramente al conjunto de reformas radicales que en esencia negaban su propia
razón de ser... y limitaban aún más su papel, ya de por sí débil. El resultado ha sido una dinámica de incómoda tregua entre
el Gobierno y la Iglesia, según ésta ha procurado —aunque con éxito limitado— definir su misión en una sociedad
socialista latinoamericana.
A lo largo de su historia, la Iglesia Católica en Cuba ha procurado definir su misión en un territorio más bien inhóspito
y ajeno. La dirección de la Iglesia, que siempre careció de la amplia aceptación popular que encuentra en otros lugares,
obstaculizada por una falta de vocaciones religiosas y —a pesar de importantes excepciones— siempre apoyando el status
quo —primero contra los mambises y luego contra el Gobierno Revolucionario a principios del decenio de 1960— no en-
tendió la marea de la historia de Cuba. En los últimos treinta años, sin embargo, la Iglesia ha definido su misión y
procurado coexistir con el sistema socialista —e incluso contribuir con él— aunque sin dejar de albergar severas reservas
en relación con el proceso revolucionario. Una vez que determine su programa y aclare su misión, sin embargo, no es
evidente cuál será el papel preciso que desempeñará, si acaso desempeña alguno, en la sociedad revolucionaria cubana que
en estos momentos encara su peor crisis en más de treinta años.

Traducción: María Teresa Ortega.

Notas

l. Este ensayo se concentra casi por entero en la Iglesia Católica en Cuba, aunque hace algunas referencias a la Iglesia
Protestante. No examina las características complejas —y poco comprendidas— de las religiones sincréticas que combinan
el catolicismo con expresiones de religiones folklóricas llevadas originalmente a Cuba por los esclavos africanos. Este
fenómeno, ampliamente conocido como Santería, tiene en Cuba raíces profundas y disfruta de una aceptación pública
bastante extendida.
2. Para un breve debate sobre este período, véase John H. Kirk, Between God and the Party: Religion and Politics in
Revolutionary Cuba, Gainesville: University Press of Florida, 1989: 5-11.
3. Para una fascinante ojeada a la Iglesia Cubana a fines del siglo XIX, véase Manuel Maza Miguel, S. J. El alma del
negocio y el negocio del alma: testimonios sobre la Iglesia y la sociedad en Cuba, 1878-1894, Santiago, República

Dominicana: Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, 1990.
4. Entre 1907 y 1919, por ejemplo, la población de Cuba aumentó aproximadamente de 2 028 930 a 2 889 004
habitantes. Véase Juan Martín Leiseca, Apuntes para la historia eclesiástica de Cuba. La Habana: Carasa y Cia, 1938: 96.
5. Para un breve análisis de la dinámica entre los miembros de la Iglesia en esta época, véase Kirk, Op. cit.: 48-53.
6. Véase Oscar A. Echevarría Salvat, La agricultura cubana, 19341966: régimen social, productividad y nivel de vida
del sector agrícola, Miami: Ediciones Universal, 1971: 15, y Kirk, Op. cit.: 45.48.
7. Monseñor Rodríguez explicó el tipo de Iglesia que procuraban fomentar en Cuba: “Una Iglesia que desea ser
misionera, ya que de no ser así sería meramente una secta [...] Una Iglesia que desea ser una parte real de nuestro pueblo,
porque si no siguiera ese camino, sin dudas sería el opio de las masas y dejaría de ser la verdadera Iglesia [...] La Iglesia
cubana, por necesidad pues, debe ser la Iglesia de la apertura, la Iglesia del diálogo y la participación, con la mano
extendida [...] y sus puertas abiertas”. Véase el “Discurso inaugural pronunciado por Mons. Adolfo Rodríguez”, Encuentro
Nacional Eclesial Cubano, Documento final, La Habana: (mimeografiado.) 1986: 7.


© Temas, n. 2, abril-junio de 1995, pp. 64-78.
Los cubanos en su contexto: teorías y debates sobre la inmigración cubana en los Estados
Unidos *
Miren Uriarte
Socióloga. Universidad de Massachusetts, Boston.

* Trabajo presentado en el Taller sobre la Migración Cubana. Centro de Estudios de Alternativas Políticas
(CEAP). La Habana, Universidad de La Habana, enero de 1995.

Al más ilustre de los inmigrantes cubanos en los Estados Unidos.

“La nación se ha hecho de inmigrantes”,1 escribe Martí sobre los Estados Unidos en 1886, “por cada hombre
del país, cincuenta extranjeros”.2 Testigo de la más contundente oleada migratoria de trabajadores al Nuevo
Mundo, Martí presenció la llegada de “los noruegos pelirrojos y espaldudos, los alemanes tenaces y tundentes,
los italianos brillantes y mansos, los irlandeses caninos”3 y también las contradicciones económicas y sociales
de esa inmigración. Esa oleada comenzó despacio con el albor de las industrias del Norte antes de la guerra civil
norteamericana y se convirtió en un verdadero estruendo una vez afianzado el destino económico
norteamericano con la derrota del Sur agricultor por el Norte industrial. Entre 1860 y 1870, 2,2 millones de
europeos arribaron a los Estados Unidos. En la década pico de 1900 a 1910, la migración europea ascendió a
más de 8 millones de personas.4 La mano de obra inmigrante consolidó la transformación de la economía
norteamericana y Martí observó las contradicciones de esa etapa de la acumulación del capital industrial:
“empezó la importación de trabajadores baratos”, escribe, “no se abrían nuevas fábricas, sino que se cerraban
muchas o rebajaban sus salarios o el número de sus obreros”.5 Los inmigrantes poblaron las grandes ciudades
del Este concentrándose en las áreas de viviendas más baratas y formando los “ghettos” que, aunque hoy están
poblados por otros 'más recientes, continúan siendo la expresión geográfica de la pobreza urbana
norteamericana. “La brega es muy grande por el pan de cada día”,6 escribió Martí, “y no se da por la ciudad un
paso sin que salten a los ojos como voces que claman, la opulencia indiscreta de los unos y de los otros la
miseria desgarradora”,7 plasmando así las crecientes diferencias de clase que se evidenciaban en la sociedad
norteamericana.
Opacadas por esta gran convulsión, la migración de otras partes del mundo y la situación de las minorías
nacionales pasaban inadvertidas, aunque eso no quiere decir que fueran insignificantes. Para esta época, las
“guerras indias”, que condujeron a la segregación de las poblaciones nativas americanas dentro de pequeñas
fracciones de sus anteriores dominios, habían traído el “fin del problema indio”. Hacia 1860, la importación de
esclavos africanos había traído como resultado la existencia de una población proveniente de ese Continente de
cerca de 4 millones de personas.8 La “conquista del Suroeste” a mediados del siglo XX, había absorbido una
vasta población mexicana en lo que hoy son los estados de California, Texas, Arizona, Nuevo México, Nevada,

Utah, y partes de Colorado.9 Para finales de siglo, los descendientes de los trabajadores chinos importados para
la construcción de los ferrocarriles y el trabajo en las minas, ya constituían un sector poblacional significativo.10
Finalmente, el mismo Tratado de París que le otorgo la seudo independencia a Cuba en 1898, traspasó Puerto
Rico a manos norteamericanas, sentando así las bases para que unas décadas después se iniciara la migración de
trabajadores puertorriqueños. Esta sirvió de punta de lanza para las de otras naciones del Caribe.
En los albores del siglo XX estaban ya sentadas las bases para la gran mezcla multinacional, racial y étnica
que constituye hoy los Estados Unidos. Pero no sería una mezcla fácil. Esas primeras décadas del siglo XX,
caracterizadas por candentes luchas económicas, políticas y culturales, definieron el marco ideo1ógico en el que
se percibiría la formación de la nación norteamericana hasta los años sesenta. Fue también esta convulsionada
época la que sirvió de base para el desarrollo teórico de las ciencias sociales norteamericanas sobre estos
procesos.
Es importante entender que el estudio y la teorización sobre los procesos de conquista, esclavitud y
migración que forman la nación norteamericana son, desde sus inicios, terrenos de intensa lucha ideo1ógica. La
realidad de esta historia no sólo desmiente las versiones más aceptadas, sino que confronta algunos de los
valores fundamentales de la sociedad norteamericana. La tensa y a veces violenta dinámica de las relaciones
raciales y étnicas en los Estados Unidos marca su interpretación. En esta área de las ciencias sociales la realidad
depende mucho del cristal con que se mire.
Este trabajo examina ese debate teórico y sus implicaciones para el estudio de la migración y adaptación de
la comunidad cubana en los Estados Unidos. Se centra principalmente en las teorías sobre la migración y la
adaptación de los migrantes a la sociedad norteamericana que han emergido en las ciencias sociales en y sobre
los Estados Unidos, a partir de presentar las teorías clásicas, contrastarlas con las teorías emergentes e intercalar
en este debate algunos de los trabajos fundamentales acerca de la migración y adaptación de los cubanos en los
Estados Unidos.

La migración

Los planteamientos teóricos en relación con las causas u orígenes de la migración se concentran en dos
grandes paradigmas: uno, la teoría de push/pull (“empujón/halón”), que enfatiza los aspectos individuales de la
migración, y el otro, que parte de un planteamiento socio estructural y subraya el impacto de la relaciones
económicas y sociales dentro de un sistema económico multinacional.
Las teorías de “empujón/halón” privilegian el análisis de los factores dentro de la sociedad de origen que
“empujan” a los individuos a migrar y de los factores en la sociedad receptora que actúan como un imán y
“halan” al individuo hacia esa sociedad. Los factores que “empujan” pueden incluir aquellos factores
económicos, sociales, políticos y personales que impactan negativamente al individuo en su país de origen. Por
otro lado, los factores que “halan” tienden a ser positivos e incluyen la imagen o la realidad de una mejoría en la
situación económica, política y social o personal del individuo. En este marco, el flujo es unidireccional y el

sujeto se percibe como uno que toma una decisión libre al migrar, en un proceso racional donde se consideran
las ventajas y las desventajas de esa decisión.
A primera vista este paradigma tiene cierta validez —muchas veces nos explicamos la migración en estos
términos—, pero en realidad eso es más un reflejo de su poder ideo1ógico que de su capacidad de predecir o
generalizar. Como subrayan Portes y Bach en la introducción al libro Latin Journey, la prueba empírica no lo
apoya.11 Ante todo, estos análisis se hacen después del hecho y nunca han servido para predecir los flujos
migratorios. Tampoco explican por qué ocurren migraciones de unos países y no de otros con condiciones
similares o peores.12 Señalan también estos autores que el diferencial de salarios y oportunidades entre los
países de origen y los países receptores tiende a no ser un factor tan potente como lo prevé esta teoría. Por
ejemplo, estudios de la migración de profesionales del Tercer Mundo indican que ésta es más prevaleciente
entre los profesionales de los países más desarrollados, donde el diferencial en relación con los Estados Unidos
es menor.13 Otros estudios también indican que en muchas ocasiones las migraciones de áreas de bajos ingresos
hacia las de ingresos superiores tienen lugar como resultado de procesos de reclutamiento, tal cual ha sido
documentado en los casos de las migraciones chinas,14 puertorriqueñas,15 mexicanas16 y otras. Finalmente, este
marco teórico no explica los fenómenos de las migraciones de “vaivén” que tanto predominan en la migración
entre América Latina y los Estados Unidos.
Ante la incapacidad de este marco teórico de predecir y generalizar, han surgido otros basados en las teorías
de world systems (sistemas globales) 17 que plantean la existencia de naturalizaciones económicas y políticas
entre áreas del mundo que trascienden las divisiones nacionales y que constituyen sistemas económicos
interdependientes. Estos sistemas económicos no tienen un nivel de desarrollo igual a través de las diferentes
regiones del sistema y se caracterizan por la penetración económica, política y social del más desarrollado sobre
el menos desarrollado. Esta relación desigual genera presiones migratorias a través de los disloques económicos
que causa la penetración dentro de los países de origen de los migrantes.18 La migración de trabajadores, como
fenómeno social, representa entonces una solución a contradicciones internas del país de origen, pero causadas
por las alteraciones que resultan de la expansión del capital.
En este marco, al considerarse más los factores macrosociales, los factores individuales tienden a opacarse.
La tendencia es justamente a estimar que la decisión migratoria está condicionada por factores sociales y
económicos, lo que no quiere decir que el migrante no “decide” migrar, sino que su “decisión” está constreñida
por condiciones económicas, políticas y sociales que limitan su capacidad de acción y que apuntan a la
migración como una solución a su dilema.
El marco estructural también ofrece explicación sobre los factores que potencian la continuidad de los flujos
migratorios. Al planteamiento de la decisión individual en serie de las teorías ortodoxas se contrapone la tesis
del desarrollo gradual de redes o cadenas migratorias que impulsan, regulan y estabilizan el flujo migratorio.19
La frecuencia con que el viaje del inmigrante es pagado por empleadores o por familiares ya ubicados en el país
receptor y el monto de las remesas que los inmigrantes mandan al país de origen, son una prueba de la
existencia y actividad de estas redes migratorias. El inmigrante, plantea esta tesis, por lo general migra desde

donde existe apoyo para que dé ese paso (la red emisora) y hacia donde tiene recursos de apoyo —ya sean
familiares o profesionales— que constituyen la red receptora. Estas redes, potenciadas por el flujo de
información, tienden a disminuir el riesgo económico, social y personal que corre el inmigrante al salir de un
entorno que le es familiar hacia uno desconocido.
Cuando repasamos los trabajos sobre la migración latinoamericana a los Estados Unidos, vemos que
inicialmente se caracterizan por el uso de las teorías de push/pull, un ejemplo clásico de lo cual es el trabajo de
Fitzpatrick, sobre los puertorriqueños.20 Bajo la presión de Bustamante y Cardoso entre los chicanos y Bonilla y
Campos entre los puertorriqueños, estos planteamientos ceden espacio a un análisis más integral de la migración
latina que apunta principalmente hacia la penetración económica de esos países por parte del capital
norteamericano, el disloque de las estructuras económicas existentes en los países de origen y la resultante
migración masiva de la población hacia los Estados Unidos.21 Estos planteamientos significaron un avance
fundamental en la conceptualización de la migración latinoamericana, ya que mostraron el vínculo existente
entre la expansión del capital norteamericano y la migración, y por extensión, la presencia de grandes
concentraciones de migrantes latinos en los Estados Unidos. La responsabilidad de los Estados Unidos sobre la
presencia de estos migrantes en el país es una de las bases para las demandas políticas y reivindicativas de las
comunidades latinas que allí residen.
La progresión de la perspectiva individual a la perspectiva estructural es menos evidente en los estudios
sobre la migración cubana. Tanto en los trabajos producidos en los Estados Unidos como en un creciente
número de los realizados en Cuba, el estudio se ha concentrado mayormente en el análisis de factores a nivel
individual, como, por ejemplo, las características o las motivaciones de los inmigrantes, y de ahí se han inferido
las causas de la migración.
El acercamiento al estudio de la migración desde estos parámetros tiene serias limitaciones, sobre todo en el
caso cubano. Las caracterizaciones de la migración sobre la base de descripciones demográficas de los que
migran, aunque apuntan hacia los sectores poblacionales más afectados por las presiones migratorias, no suelen
poder precisar las causas de éstas. Por otro lado, el uso de las motivaciones expresadas por los migrantes para
inferir las causas de la migración, obvia el impacto del voltaje político que rodea esta migración, tanto en el país
de origen como en el principal país receptor, sobre la confiabilidad de los datos obtenidos de los migrantes.
Dadas las características del diferendo entre Cuba y los Estados Unidos, podemos esperar que la expresión de
las “motivaciones” para migrar enfaticen los factores políticos y de rechazo al proyecto socialista cuando son
expresadas en el país receptor y los factores económicos y de reunificación familiar cuando se manifiestan en el
país de origen. La mayoría de estos estudios se han llevado a cabo en los Estados Unidos y, por ende, éstos se
caracterizan por una atención casi exclusiva a los factores políticos. A pesar de sus limitaciones, éste es el
paradigma prevaleciente en el análisis de las causas de la migración cubana en los Estados Unidos.22
Aunque el análisis de los factores políticos predomina, hay indicaciones de que también operan otros
factores. Casal y Hernández, por ejemplo, señalan que para fines de los años sesenta ya el contenido del flujo
reflejaba una composición de clase distinta a la de los exiliados de los primeros años, y sugieren que la crisis

económica de los sesenta en Cuba y las medidas tomadas por la Revolución afectaron económicamente a
sectores más amplios de la población, con el resultado de su migración.
En 1973 y 1974, Portes y Bach entrevistaron en Miami a cubanos que llegaban a través de terceros países y
encontraron que casi un tercio de los entrevistados habían tenido planes de migrar hacia los Estados Unidos
desde antes de la Revolución, y que sus motivaciones para migrar no eran unidimensionales, Estas, dicen
Portes y Bach, “reflejan el rechazo general al Gobierno que han demostrado los refugiados cubanos desde los
años sesenta”, pero también “sugieren una preocupación de igual magnitud por las condiciones sociales y
económicas”.23 Por otro lado, Rogg, Rogg y Cooney y Clark, Lasaga y Reque, en diferentes estudios, señalan
la fuerza de las redes familiares para promover y mantener el flujo migratorio.24 Ya para la migración del
Mariel se hizo evidente el impacto que los factores económicos y las redes familiares ejercieron en movilizar
la emigración masiva por ese puerto habanero.25 Para los migrantes posteriores al año 1992, el factor
económico resaltaba, según reportes sobre la migración ilegal llevados a cabo por el Centro de Alternativas
Políticas de la Universidad de La Habana.26
Algunos trabajos sobre la migración cubana enfocan su análisis desde una perspectiva estructural que
enfatiza el papel de los factores institucionales. En varios trabajos, Rafael Hernández, del Centro de Estudios
sobre América, en La Habana, enfoca la política migratoria norteamericana y el diferendo bilateral como
factores causales de la migración.27 Masud-Piloto, en su análisis de la política migratoria norteamericana,
también hace énfasis en el impacto de la política de “brazos abiertos” para promover la migración cubana.28
Torres y Arce, en su análisis de los factores que llevaron a la migración de niños sin sus padres al principio de
la Revolución, subrayan la función de las agencias de inteligencia norteamericanas, la contrarrevolución y la
Iglesia Católica en promover el éxodo de cerca de 14 000 niños.29 Estos análisis indican que los factores
institucionales han tenido peso en el proceso migratorio cubano. El uso de la migración por parte de los
Estados Unidos como arma en el diferendo bilateral y el empleo de mecanismos controlados por el Estado
norteamericano, ya sea su política migratoria o sus agencias de inteligencia, es el paradigma prevalente en la
explicación de la migración cubana en Cuba.30
Pero el hecho es que no existe todavía un análisis de la migración cubana comparable al que ya tenemos
sobre otros grupos latinos, es decir un análisis que considere de forma integral los factores históricos,
socioestructurales y políticos que afectan la migración de los cubanos.31 Entender la multiplicidad de fuerzas
que actúan sobre la sociedad cubana para promover la migración es de vital importancia, sobre todo en el nuevo
contexto en que se encuentra la Isla. Con el desmantelamiento del sistema económico socialista y la creciente
inserción cubana en la economía mundial, y ante todo en la economía del hemisferio, Cuba se expone más que
nunca a las mismas fuerzas que propulsan la migración de América Latina.

La inserción de los inmigrantes

Aunque la visión estructural no se ha evidenciado en el estudio de la migración, sí ha tenido más impacto en

la adaptación de los inmigrantes cubanos a los Estados Unidos. La adaptación de éstos, en general, tiende a ser
más estudiada y se entrelaza con los estudios sobre las minorías raciales en los Estados Unidos. En esta área, el
marco teórico ortodoxo, representado fundamentalmente por la escuela de la asimilación, se enfrenta a teorías
alternas en todas las áreas: la inserción económica, la inserción social, el desarrollo de la conciencia étnica y
racial, la formación de comunidades y muchas más,
En general, el paradigma de la asimilación interpreta la llegada masiva —o la presencia— de individuos que
no comparten las características de la mayoría como una ruptura del equilibrio social. Este se restaura en la
medida en que los “de afuera” comienzan a asemejarse al resto de la sociedad y, en respuesta, la sociedad los
acepta más abiertamente y con menos prejuicio.32 Gordon describe un proceso ideal de asimilación donde,
aunque puede haber cierta variación, el empuje es hacia el despojo de los rasgos culturales y las relaciones
primarias basadas en el país de origen y hacia la adquisición de otras basadas en la cultura dominante. Tal
proceso comienza con la aculturación, que se ve como un proceso lineal, donde el inmigrante o minoría poco a
poco abandona elementos de su cultura original y adquiere las de la mayoría. La asimilación estructural ocurre
cuando el grupo entra de lleno en la estructura social del país receptor, es decir, cuando participa en los grupos e
instituciones de la sociedad dominante. La asimilación estructural es, desde el punto de vista de Gordon, la más
importante, ya que una vez que tiene lugar, los otros tipos de asimilación le siguen más fácilmente. Una vez que
existe una asimilación estructural, el prejuicio y la discriminación ya no suponen un problema y esto da paso a
la asimilación por identificación con la sociedad dominante y minimiza la identificación con el país de origen.
Se llega finalmente a la asimilación cívica, donde ya no existen conflictos de valores con la sociedad
dominante.33
Los procesos de asimilación y la americanización como resultado ineludible de la migración hacia los
Estados Unidos es, otra vez, el modelo conceptual que resulta intuitivamente correcto, no por su capacidad de
reflejar la realidad, sino por la fuerza ideo1ógica que lo impulsa. Gordon describe los tres modelos de la
sociedad norteamericana que componen la base ideológica de este proceso.34
El primero, la conformidad con lo anglo, propone la entrega total de los valores culturales y morales del
inmigrante a favor de una aceptación completa de los valores de la sociedad anglosajona. De acuerdo con lo que
escribe Gordon en 1964; ésta era la visión aceptada hasta que la realidad de la falta de conformidad se impuso
en los años sesenta y evolucionó hacia la explicación de la sociedad norteamericana como un melting pot o
“caldero de fundición” étnico/racial, donde la sociedad internaliza y transforma las culturas de todos los grupos,
lo que trae como resultado una cultura “americana” que incorpora los mejores valores, expresiones culturales y
estilos de vida de todos los grupos. Ese “caldero de fundición”, que es quizás la imagen de la sociedad
norteamericana que más predomina, hoy compite por la primacía ideológica con el “pluralismo cultural” que
plantea una sociedad donde las minorías étnicas y raciales retienen los elementos más importantes de sus valores
y sus culturas, sin que ello conduzca a la discriminación o prejuicio. Pero la realidad es que tanto la imagen del
“caldero de fundición” como la del “pluralismo” chocan con la realidad de la situación de las minorías raciales
en los Estados Unidos. Como diría Pedraza-Baley, “el pluralismo existente no expresa respeto por otras culturas,

sino patrones de desigualdad social”35 ya bien establecidos.
La escuela de la asimilación ha aceptado el reto que plantea la situación de las minorías raciales con cierta
energía y ha dedicado mucho esfuerzo a la tarea de explicar las causas de la falta de asimilación de estos grupos.
Han planteado tres explicaciones fundamentales. La primera se centra en la cultura de los grupos como la causa
de su falta de asimilación. Estas llamadas “desventajas culturales” agrupan una serie de características, como
pueden ser los hábitos laborales, la orientación respecto al tiempo, el idioma, las costumbres rurales, las
prácticas de crianza y muchas más. El argumento principal es que según desaparezcan estas desventajas
culturales se acelerará el proceso de asimilación. La segunda argumenta que existen problemas en la estructura
social de los grupos étnicos y/o raciales que constituyen barreras para su asimilación. Estos análisis se centran
en las diferencias en las estructuras familiares y en las estructuras de sus comunidades y asentamientos en
relación con los de los grupos dominantes. El mantenimiento de lazos intraétnicos y la formación de
organizaciones étnicas se ven dentro del marco de los factores que retardan la asimilación. Finalmente, la
escuela de la asimilación admite que las actitudes y acciones de la sociedad hacia el grupo pueden incidir sobre
su integración. De aquí se derivan muchas teorías sobre la naturaleza del prejuicio y la discriminación, que se
caracterizan por su visión individual y psicológica del problema.
No es hasta después que los logros de la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos se hicieron
evidentes en la academia norteamericana que se empiezan a confrontar los basamentos clasistas, racistas y.
etnocéntricos reflejados en las teorías de la asimilación. Influido por las luchas anticoloniales y desde una
perspectiva marcada por el marxismo, el debate teórico de esos tiempos resaltó la invalidez de los paradigmas
establecidos para explicar la situación de las minorías y los “nuevos” inmigrantes del Tercer Mundo. La nueva
tendencia se orientó a diferenciar teóricamente la experiencia del inmigrante europeo de la de las minorías e
inmigrantes del Tercer Mundo.36
Este argumento se basaba primordialmente en la disparidad entre el contexto económico y social que
encontraron los inmigrantes latinos y asiáticos en las últimas décadas, en comparación con el de los inmigrantes
europeos de finales del siglo pasado. Lejos de penetrar la economía industrial ascendente y en expansión, como
fue el caso de los inmigrantes europeos, los inmigrantes del Tercer Mundo enfrentan una economía en
contracción, donde las industrias manufactureras están en franco declive, y una dinámica socioeconómica que
los concentra en la agricultura y en los sectores descendientes de la industria.37 Socialmente, el hecho de que la
mayoría de los nuevos inmigrantes no son, —y los que lo son no son considerados—38 de raza “blanca” ha
significado una inserción social matizada no sólo por sus diferencias étnicas, como es el caso de los inmigrantes
europeos, sino también por sus diferencias raciales. Estos contextos tan disímiles han causado que la
experiencia de los nuevos inmigrantes a los Estados Unidos sea marcadamente diferente a la de los inmigrantes
europeos, y no necesariamente por las características de los migrantes en sí mismos, sino por las estructuras
económicas y las condiciones sociales que los reciben.
Las teorías alternas tienden, en consecuencia, a enfatizar los factores estructurales de la inserción y a
dilucidar la complejidad de la interacción de raza y clase en la sociedad norteamericana. Explicarlas todas es más

de lo que me puedo permitir en este trabajo. Pero vale la pena abordar dos áreas teóricas con marcadas
implicaciones para el estudio de la comunidad cubana, en interés de que se aprecie la diferencia en su
perspectiva. Se trata de la inserción económica y de las relaciones étnico/raciales.

La inserción económica

La incorporación económica de los grupos latinos y otros inmigrantes tercermundistas a la sociedad
norteamericana se caracteriza por su desigualdad en relación con la situación de los trabajadores
norteamericanos blancos.39 Aunque hay diferencias entre los grupos latinos (los hombres cubanos, por ejemplo,
obtienen los mejores resultados económicos y los hombres puertorriqueños los peores), éstas palidecen en
comparación con el diferencial económico de todos los grupos con el grupo dominante que es, no sólo
significativo, sino persistente a través del tiempo.40 Esta realidad, que se acelera a partir de los años setenta, se
refleja en un estancamiento económico y una creciente tasa de pobreza entre los latinos en los Estados Unidos.
Los cubanos, aunque reflejan una situación económica privilegiada entre los latinos, no han estado exentos de
esas crecientes tasas de pobreza, aunque éstas no llegan a caracterizar al grupo como tal, como es el caso de los
puertorriqueños. Lo que sí caracteriza a los cubanos es una creciente bifurcación en su inserción económica y,
como resultado, una creciente estratificación intragrupal.
La desigualdad existente ha suscitado varios tipos de explicación. La perspectiva ortodoxa41 plantea que los
latinos, como son los recién llegados al mercado laboral, naturalmente tienden a trabajar en los peores trabajos,
y que, con el tiempo, serán desplazados por nuevos inmigrantes y ascenderán la “escalera de la oportunidad”,
que está al acceso de todos. La persistencia de las diferencias económicas a través del tiempo —en algunos ca-
sos generaciones— se explica señalando las diferencias de “capital humano” —nivel educacional, hábitos de
trabajo, experiencia laboral, dominio del idioma— con que arriban los inmigrantes en comparación con las que
caracterizan a los trabajadores blancos nativos. 42 El enfoque en el “capital humano” lleva a conclusiones que
ponen el peso causal de la inserción económica casi exclusivamente sobre las características personales de los
inmigrantes.
Las explicaciones alternas ponen énfasis en los factores estructurales y la interacción de éstos con las carac-
terísticas individuales de los inmigrantes. Unos subrayan la función de la discriminación a la que están ex-
puestos los inmigrantes y las minorías en el mercado de trabajo como causal de la desigualdad económica en
relación con los norteamericanos blancos. Muchos investigadores han tratado de determinar el peso explicativo
de la tesis de la discriminación y de iluminar los mecanismos mediante los cuales ésta actúa para desembocar
en la desigualdad económica entre los grupos.43 Estos estudios apuntan a que la discriminación es un factor
causal importante —pero no el único—, de la desigual dad económica existente, y que la fuerza de la discrimi-
nación como factor causal varía sustancialmente entre los mismos grupos latinos.44
Otros enfocan su análisis en la estructura del mercado laboral y su tendencia a segregar a los trabajadores de
acuerdo con sus características (raza, etnicidad y género, primordialmente), hacia sectores económicos

distintos. La hipótesis de la “segmentación del mercado de trabajo” plantea que existen mercados de trabajo
paralelos donde un sector, el mercado primario, se caracteriza por su estabilidad laboral, salarios competitivos,
beneficios y escalas de promoción, mientras que los sectores secundarios representan un mercado de trabajo
más competitivo que se caracteriza por salarios bajos, inestabilidad laboral, pocos o ningún beneficio, y escasas
posibilidades de promoción. El mercado secundario está compuesto primordialmente por minorías raciales,
inmigrantes y mujeres y la predominante presencia de éstos se explica sobre la base de la dinámica del mercado
de trabajo y su uso deliberado de las divisiones raciales, étnicas y de género.45
Finalmente, otros aluden a la reestructuración y transformación de la economía norteamericana,46 un proceso
caracterizado por el declive de las industrias básicas, la desaparición de los trabajos industriales y la ascendencia
de la economía de servicios. La reestructuración económica ha creado una bifurcación dramática en los salarios
de los trabajadores, ya que ha tendido a generar un número reducido de empleos con salarios altos y un gran
volumen con salarios muy bajos.47 Los inmigrantes y las minorías tienden a estar concentrados en los segundos.
A pesar de que no hay total claridad sobre los mecanismos a través de los cuales opera la reestructuración
económica sobre las oportunidades laborales de los inmigrantes y las minorías,48 este grupo de teorías concuerda
en que las transformaciones económicas han traído como resultado un alza sustancial de la tasa de pobreza entre
los trabajadores (working poor) y una exacerbada desigualdad económica.
Existen muchos estudios que comparan la inserción económica de los cubanos con la de otros grupos latinos
que revelan una situación económica privilegiada de aquéllos en relación con éstos. Los cubanos, como grupo,
tienden a exhibir mejores resultados económicos que otros grupos cuando se consideran los salarios
individuales de los hombres, los ingresos de las familias y las tasas de pobreza individual y familiar. Son el
grupo latino que más se asemeja a las características económicas de la población blanca norteamericana,
aunque no llegan a alcanzar por un ancho margen los logros económicos de éstos.49 Pero, sin duda, los cubanos
han tenido una inserción económica singular en relación con otros grupos latinos.
En los estudios de la experiencia económica de los cubanos en los Estados Unidos ha primado la visión
ortodoxa de su inserción. Para muchos, la inserción de los cubanos se debe a sus características individuales:
nivel educacional y destrezas laborales con que llegaron o que han adquirido, su carácter laborioso y sus
habilidades comerciales.50 Lo que emerge de este análisis es la imagen de la “minoría modelo”, que por sus
dotes y su tesón violó todas las reglas del juego. Que esa imagen perdure tiene sus beneficios políticos,
ideo1ógicos y psico1ógicos, tanto para la comunidad cubana como para aquellos que argumentan que las
diferencias de las características entre los trabajadores son la causa de la desigualdad en los Estados Unidos.
Pero ello no concuerda con toda la realidad.
Los análisis estructurales añaden otro matiz a la visión predominante de la inserción de los cubanos.
Podemos dividir estos análisis en dos grandes categorías: aquellos que enfatizan los factores institucionales,
como pueden ser la familia y la función del Gobierno, y otros que analizan el impacto de las estructuras
económicas, ya sean a nivel macrosocial o dentro del grupo.
En su estudio comparativo de los inmigrantes cubanos y mexicanos, Pedraza-Baley, analiza la función de la

ayuda federal, a través del Programa para Refugiados Cubanos, en potenciar la inserción económica de los
cubanos.51 Pedraza-Baley documenta una inversión federal de más de un $1 billón y de más de 12 años de
duración para asistir a los cubanos por razones políticas. Esta asistencia federal a los exiliados cubanos implicó
asistencia económica directa, subsidios de comida, atención de salud, préstamos universitarios, entrenamiento y
revalidas para profesionales, clases de inglés y asistencia en la obtención de préstamos para pequeños negocios.
La ayuda federal, argumenta la autora, se convierte en una de las “ventajas” que tienen los cubanos y que “por
acumulación” con otras ventajas —como pueden ser sus características individuales— potencian una inserción
más propicia de la que se da entre otros grupos latinos.
Otros autores han enfatizado el papel de la familia para propiciar la inserción de los cubanos. Se argumenta
que las características de la familia cubana han favorecido una creciente participación femenina en la fuerza
laboral —entre las cubanas es significativamente más alta que entre otros grupos minoritarios— y que esto ha
motivado una menor pobreza a nivel familiar en comparación con otros grupos.52 Aunque cierto, eso no obvia
los bajos ingresos de la mujer cubana, que se han mantenido a niveles comparables con los ingresos de las
mujeres de otros grupos minoritarios a través de los años.53 Es sólo en la unidad familiar y junto a los ingresos
del hombre que el salario de la mujer provee una ventaja contra la pobreza a la familia cubana.
Stepk y Grenier combinan los planteamientos anteriores dentro de una concepción multidimensional de la
inserción de los cubanos y sus ventajas sobre otros grupos latinos. Plantean que existen tres formas de “capital
cubano”: el capital económico, el capital político y el capital social.54 El capital económico se relaciona con la
diversidad de clase de los cubanos, común en las migraciones de refugiados, en comparación con las
migraciones de otros países latinoamericanos donde priman los trabajadores. La presencia tanto de capitalistas
como de obreros en el grupo es lo que da pie a su desarrollo autóctono. El capital político se deriva del trato
diferente hacia el grupo por parte de la sociedad receptora, dada su condición de refugiados. Los beneficios del
Programa para Refugiados Cubanos es un ejemplo de ese trato especial. Finalmente, el capital social está
representado por las características de la familia cubana.
Stepk y Grenier señalan que la demografía familiar favorece a los cubanos, ya que tienen una edad media
más alta que los otros grupos y tienden a tener menos hijos, y por consiguiente, menos hijos menores en la
familia. También tienden a tener su familia extendida en los EE.UU., propiciando más apoyo familiar para la
inserción de la mujer en la vida laboral. El hecho de que muchos de los negocios de los cubanos sean negocios
familiares, en los que más de un miembro de la familia trabaja, otorga un contexto social aceptable para la par-
ticipación laboral de la mujer.
Pero, la explicación más poderosa de lo que hace posible la inserción singular de los cubanos, la
encontramos en los análisis estructurales de la inserción del grupo a la economía del Sur de la Florida, donde se
congrega la gran masa de los cubanos en los Estados Unidos. Basándose en teorías estructurales de la
segmentación del mercado de trabajo, Portes y sus colegas describen el “enclave cubano”, un fenómeno
económico y social único entre los grupos latinos (aunque existe en otros grupos inmigrantes en general),
consistente en una red de negocios en manos de cubanos que comenzaron suministrando soluciones a las

necesidades de la comunidad y que, con el tiempo y su crecimiento, han llegado a ocupar un espacio económico
importante en el Sur de la Florida y, más recientemente, a trascender los limites de la comunidad cubana.55 El
enclave, argumentan, sirvió de vehículo de inserción económica para un gran número de exiliados en un espacio
que no los relegó a las posiciones de explotación y discriminación que encuentra la mayoría de los inmigrantes
latinoamericanos en el mercado de trabajo.56 La participación en el enclave le ofreció al cubano la oportunidad
de insertarse en las redes sociales de una comunidad establecida, lo que llevó a una movilidad más rápida dentro
del enclave, y eventualmente, a su transición al mercado primario.57
La fuerza del enclave para promover movilidad y transición hacia el mercado primario se hace evidente en
estudios de la reestructuración económica del Sur de la Florida y su impacto sobre la población cubana. Este
análisis documenta los cambios en la inserción económica de los cubanos según evolucionaba la
reestructuración general y demostró la transición de los cubanos, quienes pasaron de una ubicación, en los años
sesenta, en sectores industriales, comerciales y de servicios secundarios —las bases del enclave cubano—, a los
sectores ascendentes de la economía primaria —los servicios profesionales, los administrativos, etc., en los
80.58 No obstante, segmentos significativos de la población cubana permanecieron en los sectores
descendientes, sobre todo en la muy descendiente esfera industrial. La inserción desigual como grupo ha
desembocado en la creciente estratificación económica y en las crecientes tasas de pobreza que también
caracterizan a la comunidad cubana en estos momentos.59
Estas explicaciones nos llevan a otro tipo de entendimiento sobre la “excepcionalidad” de los cubanos, según
el cual los fenómenos estructurales, la actividad del Estado, potencian las posibilidades de sus características
individuales.
Sin duda, también existen otros factores que marcan la experiencia cubana en los Estados Unidos. Uno, poco
estudiado, pero frecuentemente mencionado, es la función de las redes étnicas y su poderosa fuerza en la
construcción de la comunidad. Rogg, por ejemplo, en su estudio de los cubanos en Nueva York-Nueva Jersey,
se centra en las redes de ayuda mutua que enlazan a esa comunidad y promueven su adaptación. Portes y Bach
también señalan la importancia de estas redes en la organización de la economía de enclave. Stepk y Grenier
enfatizan las relaciones étnicas como el factor que potencia las tres formas de “capital cubano”.
En contraste con los presupuestos de las teorías asimilacionistas, la inserción de los cubanos a la sociedad
norteamericana no se ha basado en la renuncia de su cultura. Al contrario, sus relaciones como cubanos, como
grupo étnico, han sido fundamentales en la formación, consolidación y mantenimiento de su comunidad. Son
estas relaciones las que salvan la experiencia económica cubana de limitarse a un relato de los logros
individuales de los pocos con recursos y la convierten en una historia de la comunidad en su conjunto. Estas
relaciones creadas por los grupos cubanos para sobrevivir en un país extraño es también lo que más claramente
los conecta a la experiencia de adaptación de otros inmigrantes.

Adaptación y relaciones sociales


En su versión más conservadora, el paradigma asimilacionista plantea que la etnicidad, o el patrón de
asociación frecuente y de identificación con los orígenes comunes del grupo, son un rezago del pasado y un
problema en el desarrollo de un funcionamiento óptimo dentro de la nueva sociedad. La formación de
organizaciones para los fines del grupo —ya sean religiosas, financieras, culturales, políticas o de servicios—60
tiende a mantener las relaciones sociales primarias dentro del grupo y por eso se ven como una barrera en el
proceso de asimilación. interpretaciones posteriores subrayan el apoyo moral y social que acompañan las fuertes
y densas redes sociales que caracterizan a las comunidades étnicas.61 Incluso, otros ven en las relaciones étnicas
un vehículo potencial para la efectividad política y una ventaja para enfrentar a la sociedad dominante.62 Pero,
esencialmente, la escuela de la asimilación plantea que la necesidad de estas relaciones dentro del grupo se
debilita una vez que los inmigrantes adquieren más destrezas, aprenden inglés, y disponen de un mejor
entendimiento de la cultura primaria. A medida que ese proceso va ocurriendo, se desarrolla en la sociedad
primaria una percepción más positiva hacia el grupo, haciendo aún más fácil que los grupos étnicos se despojen
de las relaciones intragrupales y participen más activamente en las instituciones de la sociedad primaria.63
El paradigma alterno plantea que la etnicidad es un proceso emergente que se desarrolla en la interacción del
inmigrante con la sociedad receptora. La idea principal de este paradigma es que las barreras estructurales
previenen la asimilación de los grupos y que esto trae como consecuencia un proceso de afirmación de la iden-
tidad étnica. Las manifestaciones de esta etnicidad emergen de las condiciones de vida del grupo y de su
interacción en la nueva sociedad.
Blauner, por ejemplo, señala que el surgimiento de una conciencia de grupo se debe a la reacción ante el
rechazo de la sociedad primaria que caracteriza la experiencia de los migrantes del Tercer Mundo en los Estados
Unidos. El desarrollo de comunidades étnicas, el mantenimiento de sus culturas y la organización étnica es una
forma de resistencia cultural.64 El rechazo, en vez de debilitar la identificación y la solidaridad étnica, deriva en
un resurgimiento y fortalecimiento de la conciencia y la solidaridad étnico-racial.65
Yancey, Erickson y Juliani también proponen que la etnicidad es un proceso emergente que se deriva de las
privaciones que enfrentan los inmigrantes a su llegada al país receptor.66 Primero, argumentan, que la
concentración de los inmigrantes en ocupaciones o sectores de la economía lleva a una similitud en cuanto al
status económico, lugares de residencia y estilos de vida, que implican una interacción frecuente, que, a su vez,
lleva a una solidaridad de grupo. En segundo lugar, explican, el desarrollo de organizaciones dentro de la
comunidad tiende a consolidar esas relaciones personales. Esta interacción casi forzada por la ubicación laboral
de los inmigrantes es el factor fundamental de la formación de la conciencia étnica. En vez de ser un rezago del
pasado, la etnicidad emerge de la posición del grupo en la estructura social.
Trabajos más recientes acentúan la función de las redes migratorias en la formación de las comunidades
étnicas. Tilly, por ejemplo, propone que las condiciones de la migración —y sobre todo las redes sociales que la
promueven— establecen el marco para el desarrollo de una nueva estructura social en el país receptor y de una
conciencia de grupo que la sostiene. Esta es una conciencia que se desarrolla en la interacción dentro del grupo
(según diferentes sectores buscan imponer y continuamente redefinir una visión de los orígenes, carácter e

intereses del grupo) y en la interacción con otros grupos en la nueva sociedad, ya sea a través de relaciones de
colaboración, conflicto o competencia. En esta dialéctica, dice Tilly, la etnicidad adquiere su cara de Jano, que
mira hacia adentro y hacia afuera a la vez.67
La adaptación social de los grupos latinos se estudió al principio casi exclusivamente dentro del marco de la
escuela de la asimilación. Esos estudios han revelado que, a pesar de que existe un nivel de aculturación, hay
poca evidencia de la “asimilación estructural” de los grupos.68 Al igual que en el caso de la inserción
económica, las explicaciones tradicionales enfatizan los factores individuales (el uso del español, las diferencias
culturales, etc.), pero también se reconoce que existe en la sociedad una discriminación hacia los latinos que
actúa como barrera para su inserción social. Otros planteamientos han acentuado la estructura de las
comunidades latinas, con sus densas redes informales y organizativas, como un factor que retarda la inserción
social de los grupos.
Confrontando esta visión, no sólo a nivel ideológico y académico, sino también a nivel político, se encuentra
una gama de estudios, planteamientos y esfuerzos organizativos que revelan un proceso mucho más complejo.
El argumento central de la visión alterna refleja el análisis de Blauner en cuanto a que la exclusión de las
estructuras sociales a través de muchas generaciones no deja otra alternativa que desarrollar mecanismos
propios de sobrevivencia. Estos mecanismos incluyen la creación de estructuras para el mantenimiento del
idioma y de sus expresiones culturales y la creación de estructuras para el desarrollo económico, social y
político de las comunidades latinas. En el caso latino, esto se manifiesta claramente en la lucha por un sistema
de educación bilingüe de calidad, la organización de instituciones para el mantenimiento de la cultura, sus
organizaciones para el desarrollo de la comunidad, y la variedad de organizaciones de servicio social dirigidas a
las necesidades de la comunidad. Por otro lado, también existe evidencia de que las comunidades siempre
continúan su lucha por insertarse en las estructuras de la sociedad dominante. La lucha por los derechos civiles,
por la inclusión en la vida económica, social y política del país son manifestaciones de esta perspectiva.
Dentro de los grupos existen mecanismos para la socialización de los nuevos inmigrantes en este proceso
dual que se actualiza y transforma con cada oleada. En todos los sentidos, la realidad descrita por Blauner es la
del latino en los Estados Unidos, pero éste ni olvida ni abandona la esperanza de la asimilación prometida por el
aparato ideo1ógico de la sociedad norteamericana. Ambas manifestaciones coexisten en los grupos, siempre en
tensión. Esta tensión marca el debate político e ideológico dentro del grupo, y aunque suele ser el vehículo
principal para su manipulación y división por parte de factores externos, la tendencia es a unir filas en la
confrontación con la sociedad dominante. Esta intensa contradicción es lo que más fundamentalmente marca la
conciencia e identidad de los latinos y lo que más caracteriza la organización social de sus comunidades en los
Estados Unidos. Como explica Tilly, son una identidad y organización forjadas en la dialéctica del que mira
hacia adentro y hacia afuera a la vez.
Los estudios sobre la comunidad cubana en los Estados Unidos, como es el caso de los latinos en general,
comenzaron dentro de la escuela de la asimilación; pero en contraste con los estudios sobre los otros grupos,
existen pocos trabajos que examinen los factores socioestructuales que marcan la inserción social de los

cubanos. Desde la perspectiva de la escuela ortodoxa, el enfoque se ha centrado en la determinación del grado
de asimilación. Pero, aun dentro de este marco, se ha reconocido la capacidad de los cubanos para mantener
sus rasgos culturales, incluyendo su idioma, sus costumbres y sus valores, aunque el tiempo y la experiencia en
el país han traído consigo cambios en su funcionamiento social.69
Desde la perspectiva de una etnicidad emergente, otros trabajos describen la adquisición de una capacidad
bicultural como manifestación de la adaptación al medio.70 El biculturalismo no significa el abandono de la
cultura original, sino el desarrollo de una capacidad de actuar de acuerdo con los valores y patrones de las dos
culturas, dependiente del contexto en que se encuentre el individuo. Otra versión de este concepto la
encontramos en el trabajo de Arce Rodríguez que, basándose en el pensamiento de don Fernando Ortiz, analiza
este proceso como una “transculturación” donde lo cubano y lo americano se “fusionan para formar una nueva
realidad, introyectada a nivel subjetivo y que cobra vida en la identidad del cubano en Miami”.71 Finalmente,
Arbesú Rodríguez y Martín Fernández analizan el proceso cubano y concluyen que “ni asimilación, ni
aculturación, ni transculturación, el proceso continúa...”72 a través de etapas mediadas por el contacto de los
nuevos migrantes con los viejos y por el contacto del grupo con la sociedad receptora.
Pero la evidencia sugiere que los cubanos comparten con otros latinos una conciencia basada en el realismo
del excluido y su deseo de participación. En varios estudios, Portes y sus colegas argumentan que entre los
cubanos (y los mexicanos), un mejor conocimiento de la realidad norteamericana lleva a una mayor conciencia
de la discriminación y de su posición en esa sociedad, y esto a su vez ha contribuido a reforzar su conciencia
étnica. Este proceso es más evidente entre los más jóvenes, los más educados y los que tienen mejor dominio
del idioma. Pero, esta percepción negativa no conlleva un rechazo a la sociedad, sino que demuestra una
creciente participación en ella, un mejor entendimiento de cómo funciona y una reflexión más realista de su
situación en dicha sociedad.73 Y, como señalan Portes y Bach, en la medida en que se insertan más
profundamente en la sociedad, más necesitan los inmigrantes del apoyo moral y material de sus redes étnicas
para atenuar el impacto personal, social y económico de la experiencia de rechazo y de discriminación que
implica esa inserción.74
Esta conciencia dual se hace patente en el desarrollo organizativo de la comunidad cubana. Existe una
fuerte evidencia visual del dinamismo organizativo autóctono en todas las esferas de su vida cotidiana en
Miami. Aun que éste es un tema que ha sido poco estudiado, hay análisis de empresas cubanas,75 de
organizaciones sociales, políticas76 y de sindicatos,77 entre otros. También existe evidencia del esfuerzo —
bastante exitoso— de los cubanos por penetrar las estructuras dominantes de la sociedad de Miami, tanto en las
esferas de los negocios y los servicios, como en la política. En efecto, parte de la contradicción a la que están
expuestos los cubanos en Miami radica en que han sido eminentemente exitosos en cuanto a haber logrado
construir una comunidad étnica y, a través de ella, penetrar las estructuras económicas, sociales y políticas de
la sociedad dominante.
Aunque el proceso subyacente sea similar al de otros grupos latinos, existen características y
manifestaciones de la vida organizativa del grupo que sí son singulares. Hay pocos análisis de estas diferencias,

pero vale mencionadas porque son características importantes de la organización de la comunidad. En primer
lugar, el hecho de que, dentro del ámbito organizativo de la comunidad, los negocios ocupen tanto y tan
importante espacio resulta singular. El desarrollo de una forma efectiva de inserción económica a través de un
enclave de pequeños negocios casi garantiza la primacía de las organizaciones comerciales autóctonas en el
entorno organizativo cubano. En otros grupos latinos, que no han tenido acceso al capital necesario para formar
sus negocios, tienden a primar otros tipos de organizaciones. Pero el enclave no sólo promovió el desarrollo
comercial, sino que también dio la base económica para el desarrollo organizativo autóctono en otras esferas de
la vida comunal. La densidad, fuerza y variedad de las organizaciones cubanas en Miami es un punto de
diferencia con casi todas las otras comunidades latinas. La capacidad económica también ha hecho posible una
penetración más efectiva de la estructura social dominante, aunque esta penetración no es completa. Esta es
otra gran diferencia que se hace evidente en el contraste de la experiencia organizativa cubana con la de otros
grupos.
Finalmente, la actividad política, o lo que Stepik y Grenier llaman la “política peculiar de los cubanos”,
constituye otro gran punto de diferencia. El espacio organizativo ocupado por instituciones y actividades
políticas dirigidas hacia la situación del país de origen es algo que separa a los cubanos de otros grupos latinos.
El continuo involucramiento con la política del país de origen es un fenómeno común entre los grupos
exiliados (incluyendo a los exiliados cubanos de otros tiempos). Es también el patrón de otros grupos, que
aunque no sean exiliados, mantienen una relación estrecha con sus países de origen, como son, por ejemplo,
los judíos y los irlandeses en los Estados Unidos. Este tipo de expresión política es también común entre los
latinos, por ejemplo, el debate sobre la independencia de Puerto Rico y la política electoral de la República
Dominicana es intenso dentro de estas comunidades. Pero, en todos los casos, las redes informales generadas
por este tipo de actividad tienden a ser muy fuertes e influyentes en los procesos de organización de estas
comunidades.78 Pero ésta es una manifestación que usualmente se mantiene dentro del grupo, ya que muy
infrecuentemente encuentra eco en la vida política en el país receptor. Dado el diferendo entre Cuba y Estados
Unidos, la expresión política de la comunidad cubana sí ha encontrado eco en la vida política de los Estados
Unidos. Esto sugiere una explicación de por qué los cubanos han podido manifestarse más abiertamente.
Ha habido pocos estudios —ya sean socio históricos, etnográficos, o de otro tipo— sobre los procesos de
organización de la comunidad cubana, pero los que existen, enfatizan la condición de exiliados de los primeros
arribantes y la primacía de los factores políticos en la organización de la comunidad. Pedraza-Bailey y Masud-
Piloto han argumentado que la forma en que los cubanos han llegado a los Estados Unidos ha dejado su
impronta en las características de su inserción, puesto que su condición de “exiliado” ha significado una serie
de ventajas económicas, políticas y sociales.79 Otros han enfatizado la interacción entre las relaciones
transplantadas del país de origen y la nueva estructura social que ha emergido en Miami.80 Y otros han
analizado las corrientes políticas de la comunidad cubana, su variedad de formas organizativas y su casi
obsesiva preocupación con el tema de Cuba.81
Pero una de las sendas más fructíferas ha sido el análisis de la influencia de los factores político-

ideológicos en la formación del enclave económico cubano. Argüelles, en su artículo “El Miami cubano”,
argumenta que la colaboración entre los exiliados cubanos y las agencias de inteligencia norteamericanas fue
la fuente principal de apoyo, tanto organizativo como económico, en la formación del enclave cubano.
Forment, por otro lado, expone la función de la ideología en el desarrollo de una conciencia e identidad
colectiva entre los cubanos durante los años sesenta.82 Este autor propone que las convicciones ideológicas y
las actividades políticas fueron importantes en la formación de la comunidad, ya que actuaron como un factor
nucleador dentro del grupo. Examina la formación de las organizaciones contrarrevolucionarias y su relación
con el proyecto norteamericano hacia Cuba y hacia América Latina en esa etapa. Forment también documenta,
como han hecho otros, el proceso de “transición” de este sector, de un enfoque centrado en actividades
dirigidas a “la lucha” a las actividades dirigidas a la sobrevivencia en Miami.83 El enclave cubano, argumenta
Forment, se forma en esa transición.
También hay alguna evidencia de que el enclave desempeña un papel para perpetuar las relaciones y los
valores que lo crearon. Stepik y Grenier, a través de un conjunto de observaciones, analizan la función de los
negocios del enclave en cuanto a promover la solidaridad del grupo, que permite no sólo la continua explotación
de la mano de obra barata de los cubanos, sino también la socialización de los nuevos inmigrantes. 84 A través de
la participación en el enclave, este inmigrante nuevo es socializado hacia el comportamiento político esperado
en Miami. En otras palabras, hay base para pensar que esta vertiente de la identidad del cubano, que se
manifiesta en su peculiar actividad política, emerge en los centros de trabajo del enclave. Es justamente el
comportamiento político que necesitan para sobrevivir en ese medio.
En resumen, existen evidencias para sostener la tesis de que los factores político-ideológicos son im-
portantes en el proceso de formación de la comunidad. Pero estos trabajos no alcanzan aún a analizar
integralmente la relación entre la estructura social que emerge en Miami y la formación de una conciencia de
grupo donde resalta esta peculiar manifestación política.
Este tipo de trabajo integral se ha llevado a cabo con otros grupos en los cuales la manifestación política es
también singular y presenta resultados que pueden iluminar la complejidad del fenómeno en la comunidad
cubana. Por ejemplo, Miller analiza la manifestación política de los irlandeses en los Estados Unidos —un
grupo caracterizado por su activa participación política— y revela que un sentimiento anticolonial ya existente
en Irlanda toma expresiones diferentes, como son el nacionalismo y la participación política activa, una vez que
los migrantes se transplantan en los Estados Unidos. Esto ocurre dada la necesidad de este comportamiento para
promover los intereses de la clase burguesa irlandesa en los Estados Unidos y para sustentar su hegemonía
sobre la definición del comportamiento adecuado para un irlandés. La mayoría de los inmigrantes irlandeses,
que provenía de las clases obreras y campesinas de su país, adopta formas de expresión política que le eran
ajenas hasta ese momento.85
Hasta ahora, no se ha analizado cómo la formación específica de la comunidad cubana, con sus densas redes
organizativas y la llamada “política peculiar de los cubanos”, promueve los intereses económicos de su clase

dominante. ¿Es posible que también sea el comportamiento político que necesitan para sobrevivir?

Conclusiones

Como cualquier revisión teórica, ésta nos ha llevado no sólo a repasar los planteamientos ya propuestos
sobre la migración cubana y su asentamiento, sino también a reconocer el trabajo intelectual que resta por
hacer para llegar a un entendimiento más completo de esa realidad. En principio, hay que aceptar que la
experiencia de la comunidad cubana representa un reto teórico, ya que no encuadra fácilmente con ninguna
de las teorías existentes. Los cubanos tienen rasgos de “nuevos” inmigrantes y de minoría en su
estructuración social y en algunos aspectos de su inserción económica, de refugiados en su atención a lo
político en relación con su país de origen y de grupo étnico “viejo” en algunos aspectos de su inserción
económica. Todos estos rasgos operan a la vez, a través de diferentes sectores de la población —los
distintos flujos migratorios, las mujeres y los hombres, las diversas generaciones— tornan algo complejo el
análisis de este grupo. Esa es nuestra primera conclusión.
El diferendo bilateral entre Cuba y los Estados Unidos ha causado un sesgo importante en el conoci-
miento sobre este grupo. Desde los estudios sobre la migración hasta los que se han hecho sobre la inser-
ción económica y social, la experiencia cubana ha sido politizada a tal extremo que poco sabemos sobre
otros aspectos de la vida comunal. Se podría argumentar que se ha estudiado lo más importante para el gru-
po. También podemos razonar que se ha estudiado lo que más ha convenido. Aunque este problema res-
ponde a una realidad ineludible, es necesario un enfoque que avizore más allá de esa realidad. Un estudio
más integral sobre la migración y el asentamiento de los cubanos no tiene que obviar los factores políticos,
sino darles su peso relativo a todos los demás.
El estudio de la comunidad cubana ha sido, en su mayor parte, ateórico, aunque los mejores resultados
se han obtenido cuando se ha en marcado esa realidad en el conocimiento teórico general. Bajo el lema de
la “excepcionalidad” de la experiencia cubana se ha ignorado que, a pesar de sus características singulares,
sus patrones se relacionan con las experiencias de otros, aunque sea para convertirse en la excepción de la
regla general. La teoría, aunque a veces árida y abstracta, provee un marco para la organización de la
información y para la comparación, al que es importante atender aunque sólo sea para refutarlo.
Pero hay algo más. En el caso de la experiencia de los grupos étnico s y raciales en los Estados Unidos, la
teoría es también el foro de una intensa lucha ideológica sobre la naturaleza de la sociedad norteamericana. Este
debate académico, al parecer distante, no lo es en realidad. Sus reflejos se aprecian en la política federal hacia la
inmigración, el desarrollo comunal urbano, la educación bilingüe, y las leyes de protección de los derechos
civiles. También está muy marcadamente reflejado en el referendo de California, que condujo a la aprobación
de la Proposición 187, y en el debate en la Florida acerca de los balseros cubanos. No hay grupo que vaya a
sufrir más crudamente las consecuencias de este debate que los latinoamericanos, tanto en sus países de origen,
como resultado de los factores que causan la migración en esas tierras, como en sus comunidades en los Estados

Unidos, a consecuencia del racismo institucional, la discriminación y el etnocentrismo. Aunque pensemos que
no nos concierne, ningún latinoamericano está al margen de él.

Notas

1. José Martí, “Correspondencia particular para El Partido Liberal”, en: Otras crónicas de Nueva York, La
Habana: Centro de Estudios Martianos, 1980: 48.
2. Ibid.: 47.
3. Ibid.: 70.
4. N. C. Pinchin, “U.S. Innmigration by Racial/Ethnic Group, 1820-1990”, The Boston Globe, 21 de marzo,
1991.
5. José Martí, Op. cit.: 23.
6. Ibid.: 47.
7. Ibid.: 68.
8. J. A. Geschwender, Racial Stratification in America, Dubuque, Iowa: Wm. C. Brown, 1978: 133.
9. Mario Barrera, Race and Class in the Southwest : A Theory of Racial Inequality, Notre Dame, IN: Notre
Dame University Press, 1979: 13.
10. V. G. De Bary Nee y B. De Bary Nee, Longtime Californ': A Documentary Study of an American
Chinatown, New York: Pantheon Books, 1973: 13-8.
11. A. Portes y R. Bach, Latin Journey: Cuban and Mexican Immigrants in the United States, Berkeley:
University of California Press, 1985: 3-10.
12. W. A. Cornelius, “Immigration, Mexican Development Policy and the Future of U.S.-Mexican
Relations”, en: R. H. McBride, ed., American Assembly of Mexico and United States, Englewood Cliffs, NJ:
Prentice-Hall, 1981, e “Illegal Immigration to the United States: Recent Research Findings, Policy Implications
and Research Priorities” [working paper], Center for International Studies, M.I.T., 1977, citado en: A. Portes y
R. Bach, Op. cit.: 4.
13. W. Glaser y C. Habers,” The Migration and Return of Professionals”, International Migration Review,
8: 227-44, citado en: A. Portes y R. Bach, Op. cit.: 5.
14. V. G. De Bary Nee y B. De Bary Nee, Op. cit.: 13-6.
15. M. J. Piore, “The Role of Immigration in Industrial Growth: A Case Study of the Origins and Character
of the Puerto Rican Migration to Boston” [working paper], Cambridge, MA.: Department of Economics,
Massachusetts Institute of Technology, 1973, y Birds of Passage: Migrant Labor and Industrial Societies, New
York: Cambridge University Press, 1973: 23.
16. A. Portes y R. Bach, Op. cit.: 5.
17. El planteamiento teórico inicial de esta perspectiva lo hace Immanuel Wallerstein, The Modern World
System: Capitalist Agriculture and the Origins of the European World Economy in the 16th Century, New

York: Academic Press, 1972.
18. A. Portes, “Migration and Underdevelopment”, Politics and Society, 8, 1979: 1-48.
19. J. MacDonald y L. MacDonald, “Chain Migration, Ethnic Neighborhood Formation and Social
Networks”, en: C. TilIy, ed., An Urban World, Boston: Little Brown, 1974: 22; M. J. Piore, “The Role of
Immigration in Industrial Growth”, Op. cit.; J. Taylor, “Differential Migration, Networks, Information and
Risk”; C. Tilly, “Transplanted Networks”, en: V. Yans-MacLaughlin, ed., Immigration Reconsidered, New
York: Oxford University Press, 1990; entre muchos otros.
20. J. P. Fitzpatrick, Puerto Rican Americans: The Meaning of Migration to the Mainland, Englewood Cliffs,
NJ: Prentice Hall, 1971.
21. J. Bustamante, “The Historical Context of the Undocumented Immigration from Mexico to the United
States”, Aztlan, otoño, 1972: 257-82; y J. Bustamante y G. Martínez, “Undocumented Immigration from
Mexico: Beyond Borders but Within Systems”, Journal of International Affairs, 33, verano, 1979: 25; L.
Cardoso, Mexican Immigration to the United States. 1897.1931, Tucson: University of Arizona Press, 1980;
History Task Force, Centro de Estudios Puertorriqueños, Labor Migration Under Capitalism: The Puerto Rican
Experience, New York: Monthly Review Press, 1979; y F. Bonilla, y R. Campos, “A Wealth of Poor: Puerto
Ricans in the New Economic Order”, Daedalus, 110(2), 1981: 133-17.
22. Véase, Lourdes Casal y Andrés Hernández, “Cubans in the U .S.: A Survey of the Literature”, Cuban
Studies, 5, julio, 1975: 25-51; R. Fagen, R. Brody y T. O'Leary, Cubans in Exile: Disaffection and the
Revolution, Palo Alto, CA: Stanford University Press, 1968; Juan Clark, The Cuban Exodus: Why?, Miami:
Cuban Exile Union, 1977.
23. A. Portes y R. Bach, Op. cit.: 154-5.
24. E. Rogg, The Assimilation of Cuban Exiles: The Role of Community and Class, New York: Aberdeen,
1974: 28-9; E. Rogg y R. Santana Coeney, Adaptation and Adjustment of Cubans In West New York, New
Jersey, Bronx: Hispanic Research Center, 1980; J. Clark, J.I. Lasaga y R. Reque, The 1980 Manel Exodus: An
Assessment and Prospect, Washinton, D.C.: Council for InterAmerican Security, 1981: 2-3.
25. R. Bach, “The New Cuban Immigrants: Their Background and Prospects”, Monthly Labor Review,
103, octubre, 1980: 39-48, y “The New Cuban Exodus”, Caribbean Review, 2, invierno, 1982: 3-78; R. Bach,
J. B. Bach y T. Triplett, “The Flotilla 'Entrants': Latest and Most Controversial”, Cuban Studies, 11, julio,
1981: 29-48; R. Bach, “Socialist Construction and the Cuban Emigration: Explorations into Mariel”, en:
Miren Uriarte-Gastón y J. Cañas-Martínez, eds., Cubans in the U.S., Boston: Center for the Study of the
Cuban Community, 1984; J. Clark, J. I. Lasaga y R. Reque, Op. cit.; J. Cañas Martínez, The Cuban Immigrant
of 1980: An Exploration of Psychosocial Issues in the Migration Experience Through the Typical Life History
Method [tesis doctoral en consejería], Escuela de Educación, Boston University, 1984.
26. Centro de Estudios de Alternativas Políticas (CEAP), “Estudio de los intentos de salidas ilegales por
vía marítima hacia Estados Unidos”, citado en: Ernesto Rodríguez Chávez, “La crisis migratoria Estados
Unidos-Cuba en el verano del '94”, Cuadernos de Nuestra América, La Habana, 1995, (en prensa); y A. Aja

Díaz, “La emigración ilegal de Cuba hacia Estados Unidos y sus motivaciones”, en: Centro de Estudios de
Alternativas Políticas, Anuario, La Habana: Universidad de La Habana, 1994. En estos estudios hay que
tomar en cuenta que el diferendo bilateral también puede resultar en un sesgo en los reportes de motivaciones
para migrar por parte de migrantes potenciales entrevistados en Cuba. En este caso, la tendencia sería a
reportar motivaciones económicas.
27. Rafael Hernández, La política inmigratoria de Estados Unidos y la Revolución Cubana, La Habana:
Centro de Estudios Sobre América, 1980, (Avances de Investigación, 3), y “La política de los Estados Unidos
hacia Cuba y la cuestión de la migración, Cuadernos de Nuestra América, La Habana, 2 (3), 1985: 75-100.
28. F. R. Masud-Piloto, With Open Arms: Cuban Migration to the United States, Totowa, NJ: Rowman and
Littlefield, 1988.
29. N. Torres y M. Arce, Operation Peter Pan, Proyect Report to The MacArthur Foundation, 1994.
30. Véase J. Arboleya Cervera, Las corrientes políticas en la comunidad de origen cubano en Estados
Unidos [tesis doctoral en ciencias históricas], Cap. 1, La Habana, 1994; M. Arce Rodríguez, El proceso de
transculturación de la comunidad cubana de Miami: características socio-psicológicas predominantes [tesis
doctoral en ciencias psicológicas], Cap. 2, Universidad de La Habana, 1993; Hugo Azcuy, “Sobre la
relaciones migratorias Cuba-Estados Unidos”, Cuadernos de Nuestra América, La Habana, 9(18), 1992: 58-
76; Soraya Castro, y María Teresa Miyar, La política migratoria norteamericana hacia Cuba. 1959-1987, La
Habana: Editorial José Martí, 1989; Ernesto Rodríguez Chávez, “Tendencias actuales del flujo migratorio
cubano, Cuadernos de Nuestra América, La Habana, 10(20), 1993: 114-40.
31. Esto es aún más sorprendente, si se tiene en cuenta el número de investigadores con orientación
marxista que trabajan este tema, sobre todo en Cuba.
32. M. Gordon, Assimilation in American Life, Cap. 3, New York: Oxford University Press, 1964.
33. Ibid.: 71.
34. Ibid.: 103.
35. S. Pedraza-Balley, Political and Economic Migrants in America: Cubans and Mexicans, Austin:
University of Texas Press, 1985: 6.
36. R. Blauner, Racial Oppression in America, Cap. 2, New York: Harper and Row, 1972.
37. Ibid., Cap. 2. Véase también J. A. Geschwender, Racial Stratification in America, Op. cit.; Mario
Barrera, Op. cit.; E. Meléndez, C. Rodríguez y J. Barry Figueroa, eds., Hispanics in the Labor Force: Issues
and Policies, New York: Plenum Press, 1991: 3-6.
38. En los Estados Unidos, la raza es un concepto no sólo fenotípico, sino también social. Esto lleva a que,
por ejemplo, individuos latinos que provienen de nacionalidades de composición multirracial, son considerados
non-white (no blancos) o of color (de color), aunque fenotípicamente sean blancos. Para una discusión del
concepto de raza social, véase C. Rodríguez, Puerto Ricans: Born in the U.S.A., Boulder, CO: Westview Press,
1991.
39. Empleamos la palabra blanco para referirnos a aquellos norteamericanos de origen europeo.

40. R. Hinojosa-Ojeda, M. Carnoy y H. Daley, “An Even Greater 'UTurn': Latinos and the New Inequality”,
en: E. Meléndez, C. Rodríguez y J. Barry Figueroa, eds., Op. cit.; y M, Camoy, H. Daley y R. Hinojosa-Ojeda,
“The Changing Economic Position of Latinos in the U.S. Labor Market since 1939”, en: F. Bonilla y R.
Morales, eds., Latinos in a Changing U.S. Economy: Comparative Perspectives on Growing Inequality,
Newbury Park: Sage, 1993.
41. D. Gordon, Theories of Poverty and Underemployment, Cap. 3, Lexington, MA: D.C. Heath, 1972.
42. Véase, por ejemplo, B. Chiswick, “The Effect of Americanization on the Earnings of Foreign-born
Men”, Journal of Political Economy, 86, 1978: 897-921; G. Borjas, “The Earnings of Male Hispanic
Immigrants in the United Status”, Industrial and Labor Relations Review, 35,1982: 343-53; G. Grenier, “The
Effect of Language Characteristics on the Wages of Hispanic American Males”, Journal of Human Resources,
19(1), 1984: 35-52; entre muchos otros.
43. Para una discusión de esta literatura véase R.D. Torres y A. de la Torre, cLatinos Class and the U.S.
Political Economy: Income Inequality and Policy Altematives", en: E. Mélendez, C. Rodríguez y J. Barry
Figueroa, Hispanics in the Labor Force: /ssues and Policies, New York: Plenum Press, 1991.
44. Para una discusión de este tema, véase E. Meléndez, Op. cit., y “Labor Market Structure and Wage
Differences in New York City: A Comparative Analysis of Hispanics and Non-Hispanic Blacks and Whites”,
en: E. Meléndez, C. Rodríguez y J. Barry Figueroa, Op. cit.
45. D. Gordon, Op. cit., Cap. 3.
46. B. Bluestone y B. Harrison, The Deindustrialization of America: Plant Closings. Community
Abandonment and the Dismantling of Basic Industry, New York: Basic Books, 1982; y B. Harrison y B.
Bluestone, The Great U-Turn: Corporate Restructuring and Polarizationof/ America, New York: Basic Books,
1988.
47. S. Sassen, The Mobility of Labor and Capital: A Study in Intemational Investments and Labor Flow,
Cambridge, England: Cambridge University Press, 1987, y “Changing Composition and Labor Market Location
of Hispanic Irnmigrants in New York City, 1960-1980”, en: G. Borjas y M. Tienda, Hispanics in the U.S.
Economy, Orlando, FL: Academic Press, 1985.
48. Existen varias hipótesis, por ejemplo, una que enfoca el llamado desfase de destrezas, y propone que las
destrezas laborales de las minorías y de los migrantes son más apropiadas para las industrias que están siendo
desplazadas de la ciudad que para las industrias ascendientes en la nueva economía. Otra propone la existencia
de una cola étnica (ethnic queu) de minorías e inmigrantes para ocupar los trabajos industriales abandonados por
los obreros blancos. Ambas tienen mucho en común con las explicaciones ortodoxas tradicionales. Véase,
respectivamente, J. Kasarda, cUrban Industrial Transition and the Underclass, Annals, 501, enero, 1989: 2-47; y
R. Waldinger, “Changing Ladders and Musical Chairs: Ethnicity and Opportunity in Post-Industrial New York”,
Politics and Society, 15, 1986: 39-402.
49. G. J. Borjas, Op. cit.; F. D. Bean y M. Tienda, The Hispanic Population in the United States, New York:
Russell Sage, 1988.

50. G. J. Borjas, Op. cit.; F. D. Bean y M. Tienda, Op. cit.; A. Jorge y R. Moncarz, “Cuban Entrepeneur and
the Economic Development of the Miami SHSA”, citado en A. Portes y R. Bach, Op. cit.; M. F. Petersen, y M.
Maidique, Success Patterns of the Ledding Cuban American Enterprises, University of Miami, 1986, citado en
A. Stepik, y G. Grenier, “Cubans in Miami”, en: J. Moore y R. Pinderhughes, The Barrios: Latinos and the
Underclass Debate, New York: The Russell-Sage Foundation, 1993.
51. S. Pedraza-Bailey, Op. cit.
52. Desde diferentes perspectivas lo argumentan Y. Prieto, Women, Work and Change: The Case of Cuban
Women in the U.S., The Northwestern Pennsylvania Institute for Latin American Studies, 1977, y “Cuban
Women in the U.S. Labor Force: Perspectives in the Nature of Change”, Cuban Studies, 17, 1987: 72-91;
también L. Pérez, “Immigrant Economic Adjustment and Family Organization: The Cuban Success Store Re-
examined”, International Migration Review, 20, 1986: 4, 20.
53. L. Pérez, Ibid.; Y. Prieto, Ibid. Para una comparación con los ingresos de las mujeres negras en Miami,
véase M. Pérez-Stable y M. Uriarte, “Cubans and the Changing Economy of Miami”, en: F. Bonilla y R.
Morales, eds., Op. cit.
54. A. Stepik y G. Grenier, Op. cit.
55. K. L. Wilson y A. Portes, “Immigrant Enclaves: An Analysis of the Labor Market Experiences of
Cubans in Miami", American Journal of Sociology, 8, 1980: 295-318; A. Portes y R. Bach, Op. cit.; A. Portes y
R. D. Manning, “The Immigrant Enclave: Theory and Empirical Examples”, en: Susan Olzak y Joanne Nagel,
eds., Comparative Ethnic Relations, Orlando, FL: Academic Press, 1986: 47-8.
56. La naturaleza explotadora del enclave es un tema muy debatido. Para una discusión al respecto, véase A.
Stepik y G. Grenier, Op. cit., y M. Pérez-Stable y M. Uriarte, Op. cit.
57. A. Portes y R. Bach, Op. cit.; y A. Portes y Leif Jensen, “The Enclave and the Entrants: Patterns of
Ethnic Enterprise in Miami Before and After Mariel”, American Sociological Review, 54, diciembre, 1989: 929-
49.
58. M. Pérez-Stable y M. Uriarte, Op. cit.
59. Esta estratificación ya se hacía evidente para la población cubana a nivel nacional al principio de los
años 80, según el análisis de Juan Valdés Paz y Rafael Hernández, “Estructura social de la población cubana en
Estados Unidos”, en: M. Uriarte-Gaston y J. Cañas Martínez, eds., Cubans in the U.S., Boston: Center for the
Study of the Cuban Community, 1984.
60. Véase, O. Handlin, The Uprooted, New York: Grosset and Dunlap, 1955, e Immigration as a Factor in
American History, Englewood Cliffs, NJ: Prentice Hall, 1959, para una discusión de las organizaciones
religiosas; E. Bonacich y J. Modell. Tbe Economic Basis of Ethnic Solidarity: Small Business in the Japanese-
American Community, Berkeley, CA: University of California Press, 1981; A.W. Bonnett, Institutional
Adaptation of West Indian Immigrants To America, Washington D.C.: University Press of America, 1981; e I.
H. Light, Ethnic Enterprise In America: Business and Welfare Among Chinese, Japanese and Blacks para

discusiones de las organizaciones económicas, Berkeley, CA: University of California Press, 1981; y M.
Uriarte, .Contra viento y marea (Against AlI Odds): Latinos Build Community in Boston”, en: Latinos in
Boston: Fighting Poverty. Building Community. Boston: The Boston Foundation, 1992.
61. A. Greeley, Why Can't Tbey Be Like Us? America's White Ethnic Groups, New York: E. P. Dutton,
1971, Ethnicity in the United States, New York: Wiley and Sons, 1974.
62. N. Glazer y D.P. Moynihan, Beyond the Melting Pot: The Negroes. Puerto Ricans, Jews, It,dian ,,,,d
Irish o[ York City, Cambridge, MA: D.C. Heath, 1970.
63. A. Portes y R. Bach, Op. cit., Cap. 1.
64. R. Blauner, Op. cit., Caps. 2, 4.
65. A. Portes y R. Bach, Op. cit.: 25.
66. W.L. Yancey, E.P. Erickson y R.N. Juliani, .Emergent Ethnicity: A Review and Reformulation”,
American Sociological Review 41(3), 1976: 391-443.
67. C. Tilly, Op. cit.: 90-2.
68. Definida como participación en las instituciones y grupos de la sociedad. Véase, M. Gordon,
Assimilation in American Life, New York: Oxford University Press, 1964: 71.
69. E.M. Rogg, The Assimilation o[ Cuban Exiles: The Role o[ C:ommunity and Class, New York: Aberdeen,
1974; E.M. Rogg, Y R. Santana Cooney, Op. cit.; J. Szapocznik, M. Scopetta y W. Kurtines, Theory and
Measurement of Acculturation; J. Szapocznik, y W. Kurtines, Acculturation, Biculturalism and Adjustment
Among Cuban-Americans.
70. J. Szapocznik, M. Scopetta y W. Kurtines, Op. cit.; J. Szapocznik y W. Kurtines, Op. cit.; G. Bernal,
.Cuban Families”, en: M. McGodrick, J. Pearce y J. Giordano, Ethnicity and Famüy Tberapy, New York:
Guilford, 1982.
71. M. Arce Rodriguez, Op. cit.: 83.
72. R. Arbesún Rodríguez y C. Martín Fernández, Psicología política: identidad y emigración, 1994: 61. (En
prensa.)
73. A. Portes y R. Bach, Op. cit.: 297. Véase también, A. Portes, R. N. Parker y J. Cobas, .Assimilation or
Conciusness: Perception of U.S. Society among Recent Latin American Immigrants to the United States”,
Social Forces, 59, septiembre, 1980: 200-24.
74. A. Portes y R. Bach, Ibidem: 331-3.
75. H.F. Petersen y H. Maidique, Op. cit.; L.R Fernández Tabío, y E. Padrón Ramos, .Caracterización de las
mayores empresas cubano americanas en los Estados Unidos”, Centro de Estudios de Alternativas Políticas
(CEAP), Anuario, La Habana: Universidad de La Habana, 1994.
76. J. Arboleya Cervera, Op. cit.; C.A. Forment, .Political Practice and the Rise of an Ethnic Enclave: The
Cuban-American Case, 19591979”, Tbeory and Society, 18, enero, 1989: 47-81.
77. G. Grenier, .Ethnic Solidarity and the Cuban American Labor Movement in Dade County”, Cuban
Studies, 20,1990: 29-48.

78. Para una análisis del impacto de las redes independentistas y estadísticas en la formación de una
comunidad puertorriqueña, véase M. U riarte-Gastón, Organizing [or Survival: The Development o[ a Puerto
Rican Community [tesis doctoral en sociologiaJ, Boston University, 1986, Cap. 7.
79. S. Pedraza-Bailey, Op. cit.; F.R. Masud-Piloto, Op. cit.
80. A. Portes y R.D. Manning, Op. cit.; M. Pérez-Stable y M. Uriarte, Op. cit.
81. J. Arboleya Cervera, Op. cit.
82. C.A. Forment, Op. cit.
83. Este fenómeno ha sido ampliamente documentado en trabajos como' el de 1. Argüelles, .Cuban Miami:
The Roots, Development, and Everyday Life of an Emigré Enclave in the U.S. National Security State”,
Contemporary Marxism, 5, verano, 1982: 27-43; J. Didion, Miami, New York: Simon and Schuster, 1987, entre
otros.
84. A. Stepik y G. Grenier, Op. cit.: 92-4.
85. K. Mille:, citado en: C. Tilly, Op. cit.: 85-6.

© Temas, n. 2, abril-junio de 1995, pp. 79-85.
El debate cubano sobre la cubanología: un balance crítico
Ernesto Rodríguez Chávez
Sociólogo. Centro de Estudios sobre América, CEA.

El último lustro de los años 80 y a inicio de los 90, el debate en Cuba y en los Estados Unidos sobre el tema de los
estudios cubanos fuera de la Isla —la llamada cubanología o el trabajo de los «cubanistas», como se identifican o
autodenominan— tomó especial significado y llamó la atención de numerosos especialistas de las ciencias sociales.
La polémica partía de la propia definición a emplear y llegaba hasta el cuestionamiento de esos estudios. Las preguntas
eran y siguen siendo múltiples: ¿Qué término usar? ¿A quiénes incluir? ¿Cuál es la objetividad de dichos estudios?
¿Realizan aportes a la comprensión de la realidad nacional? ¿En qué consisten sus principales insuficiencias? ¿Cuál es su
significado político-ideológico? ¿Son un mero producto de la Guerra fría? ¿Qué relación guardan con la política de los
Estados Unidos hacia Cuba? ¿Hasta qué punto son conocidos en el país?
Este debate, a su vez, se descompone en tres niveles: dentro de Cuba, en el exterior y entre académicos del interior y
exterior de la Isla.
En este breve ensayo no se pretende afrontar todos estos cuestionamientos con el rigor necesario ni valorar cómo se
producen en cada nivel. Haré un bosquejo de los puntos que considero centrales, sobre todo en la perspectiva del debate en
y desde Cuba. La intención de ofrecer una visión más amplia que mi punto de vista, me llevó a realizar un sondeo de
opinión entre expertos cubanos, de manera que sus juicios apoyaran ideas más generalizadoras acerca del presente. Cuando
me refiera a esas opiniones lo haré de manera explícita.

Breve historia de la crítica y el debate sobre la llamada cubanología

Como resultado de esfuerzos individuales de años anteriores, en 1983 aparecen publicados en Cuba los primeros
análisis sobre estudios cubanos en el exterior. Estos se colocaban bajo la denominación de crítica a la llamada
cubanología o crítica a las tergiversaciones burguesas de la Revolución. En ese mismo año se publican en los Estados
Unidos dos comentarios críticos que autores de la Isla hicieran a estudios norteamericanos sobre el país.
A fin de sistematizar ideas y aproximaciones iniciales sobre estudios cubanos en el exterior, el Centro de Estudios sobre
Estados Unidos (CESEU) de la Universidad de La Habana —entonces Departamento de Investigaciones— y el Ministerio
de Relaciones Exteriores de Cuba, auspiciaron un seminario sobre el tema en 1984. También tuvo lugar la Mesa Redonda
«Introducción al estudio de la llamada cubanología», en la IV Conferencia Científica de Ciencias Sociales en la Universidad
de La Habana, en 1985. Ambos eventos marcaron el inicio de los debates colectivos en Cuba sobre el tema, y se centraron
en su caracterización general, orígenes y evolución, así como en la relación de estos estudios con la política norteamericana
hacia Cuba y su papel en la confrontación ideológica.
Quedaba establecido el camino que en años posteriores transitaría el análisis sistémico de los estudios cubanos en el
exterior, a partir del rótulo consagrado de crítica a la cubanología. Esta formaba parte del enfrentamiento ideológico a las
tergiversaciones hechas sobre la Revolución cubana desde el exterior, frente a la estrategia general del imperialismo
norteamericano para demostrar la inviabilidad del socialismo cubano.
Con esta premisa, y a pesar de las discrepancias y discusiones que con el término siempre existieron, la llamada

cubanología quedó ubicada en Cuba, de manera general, como una corriente académico-política de autores no marxistas
que, a partir de los años 70, de forma coherente y organizada, desarrolla una vertiente de la ideología burguesa caracterizada
por su visión esencialmente negativa de la evolución económica, política y social de la Revolución cubana. Dentro de esta
visión, se le identificó siempre, sin embargo, como un fenómeno no homogéneo, con nexos metodológicos e ideológicos
internos, que incluían desde el pensamiento más ultraconservador, hasta otros más liberales u objetivos.
En estos primeros años, la Biblioteca Nacional José Martí desempeñó un importante papel en la recopilación y
clasificación de toda la bibliografía sobre Cuba publicada en el exterior desde 1959. En 1986 se confeccionó un primer
repertorio denominado: «Bibliografía para trabajos de crítica a tergiversaciones burguesas acerca de la Revolución
Cubana». Esta literatura se agrupó en una sección especial para el uso de investigadores, lo que ayudó indudablemente al
trabajo en esos años, si tenemos en cuenta lo escaso de esa literatura en Cuba. Al igual que otros temas, las referencias no
aparecían en el catálogo general de la Biblioteca. En la actualidad, instituciones como el Centro de Estudios sobre América
(CEA) y el Centro de Estudios sobre Estados Unidos (CESE U), poseen importantes fondos públicos sobre estudios cubanos
en el exterior, fundamentalmente publicados en los años 80 y 90.
En esos años, el trabajo sistemático de varios académicos de diversas instituciones facilitó el desarrollo de proyectos de
investigación conjuntos, dentro de los llamados problemas principales de investigación de las ciencias sociales en Cuba.
Este problema principal se ejecutó entre 1987 y 1990 bajo el título «Crítica a las tergiversaciones burguesas fundamentales
acerca de la Revolución cubana», con investigadores del Centro de Investigación de la Economía Mundial (CIEM), la
Escuela Superior del Partido «Ñico López», la Facultad de Filosofía e Historia y la Facultad de Economía, ambas de la
Universidad de La Habana, con la colaboración de especialistas del Centro de Estudios sobre América, el Centro de
Estudios sobre Estados Unidos y otros.
Bajo el auspicio de ese equipo, se organizaron en la Escuela Superior del PCC «Ñico López» seminarios sobre distintos
tópicos, entre otros, la «Campaña contra Cuba en torno a los Derechos Humanos» (1987), «La proyección exterior de la
Revolución cubana» (1988) y «La política social en la Revolución cubana» (1989); con el objetivo de debatir sobre las
diferentes tesis y enfoques que se manejaban en el exterior sobre estos temas. De estos debates salieron posteriormente
algunas publicaciones.
También se confeccionaron dos repertorios bibliográficos —uno 1959-1979 y otro 1980-1989— que intentaron recoger
toda la literatura existente en diferentes instituciones de La Habana en torno a estudios cubanos en el exterior. El trabajo en
torno a estos estudios en Cuba motivó también la realización de trabajos de Diploma en el Instituto Superior de Relaciones
Internacionales (ISRI), la Escuela Superior del PCC «Ñico López», y diferentes facultades de la Universidad de La Habana.
Entre 1983 y 1991, las polémicas sobre la cubanología en Cuba y directamente con autores que desde el exterior
analizaban el desempeño económico-socia1 de la Revolución, tuvieron su expresión más visible en los trabajos publicados
por José Luis Rodríguez —entonces vicedirector del CIEM— y especialmente en la controversia pública que desarrolló con
Carmelo Mesa-Lago. Su libro Crítica a nuestros críticos, de 1988, representa el enfoque clásico predominante en Cuba.
Por su parte, las tesis y conclusiones de algunos cubanólogos tuvieron antagonistas en el exterior, como Andrew
zimbalist, Claes Brundenius, Nelson P. Valdés, Susan Eckstein y Carollee Bengelsdorf, entre otros. El volumen editado por
Andrew Zimbalist en 1988, Cuban Political Economy: Controversias in Cubanology, logró ser el texto más representativo,
al agrupar ensayos de los autores mencionados anteriormente y de un cubano de la Isla —José Luis Rodríguez. Este texto
ofrece interpretaciones opuestas a autores como Carmelo Mesa-Lago, Jorge Pérez-López, Sergio roca, Jorge I. Domínguez,
Nicholas Eberstadt y Lawrence Theriot, en el terreno de las políticas económicas y sociales de la Revolución, su

comparación con otros países del área y el uso de fuentes estadísticas. En menor medida, también se abordan problemas
teóricos y metodológicos generales de los estudios cubanos en los Estados Unidos, así como algunas tesis sobre el sistema
de gobierno cubano y su política exterior.
En 1989, Andew Zimbalist y Claes Brundenius obtuvieron el Premio de Ensayo Cuadernos de Nuestra América,
convocado por el Centro de Estudios sobre América (CEA), con su trabajo «Crecimiento con equidad: el desarrollo cubano
en una perspectiva comparada», donde se rechazaban análisis y conclusiones de algunos de los autores mencionados más
arriba.
En 1991, con el fin de dar a conocer a un número mayor de especialistas en Cuba una información actual y sistemática
sobre los estudios cubanos en el exterior, incluyendo análisis y comentarios sobre eventos y publicaciones, surgió la
iniciativa de crear el Boletín de Información sobre Estudios Cubanos. De este Boletín se llegaron a editar tres números en el
propio 1991; las dificultades económicas en Cuba, y de manera especial la escasez de papel, impidieron continuar este
esfuerzo en 1992.
En este espacio para el debate directo sobre estudios cubanos, se publicaron comentarios críticos de autores residentes en
Cuba y de autores norteamericanos y cubanos residentes en los Estados Unidos.
El Boletín también reprodujo ese mismo año, en tres partes, una bibliografía, editada en forma de folleto, que recogía
casi todos los trabajos hechos en Cuba en torno a la cubanología. Esta bibliografía contiene en lo fundamental valoraciones
sobre el origen y desarrollo de la cubanología; y análisis a las interpretaciones de los cubanólogos acerca de la Revolución,
en temas como la economía, la proyección internacional, el sistema político, la ideología, el proceso insurreccional y otros.
También se incluyó, en una segunda parte de esa bibliografía, trabajos sobre la Fundación Nacional Cubano Americana,
Radio y TV Martí y la campaña en torno a los derechos humanos contra Cuba, así como lo referido a la comunidad cubana
en el exterior y la emigración cubana, teniendo en cuenta su vinculación directa o indirecta con el tema.
A pesar del incremento que había tenido en Cuba el tratamiento de los estudios en el exterior desde 1983, y el debate al
respecto a nivel nacional e internacional, los trabajos escritos relativos al tema, hasta 1991, eran escasos, y la mayoría no
estaban disponibles o publicados. Por otra parte, la mayoría de los publicados eran muy breves y editados en órganos de
circulación restringida, su mayoría, en contraste con la enorme producción que sobre Cuba existe en el exterior, sin tener
esta, en su mayoría, un enfoque alternativo desde la perspectiva cubana.
Un balance de lo recopilado en la bibliografía señalada indica que la mayor parte de estos trabajos estuvieron en
correspondencia con los intereses de ubicar y develar la evolución de la cubanología en su aspecto académico o
ideopolítico, así como llegar a las primeras aproximaciones y generalizaciones del tema. Otros tópicos tratados, como el
desempeño de la economía cubana, la proyección internacional de la Revolución y su sistema de gobierno, se relacionan
con su peso progresivo en la producción teórica realizada en el exterior sobre Cuba, las líneas de los centros que más han
seguido estos estudios en la Isla y los perfiles específicos de los autores que han incursionado en el asunto.
El incremento de análisis sobre la campaña en torno a los derechos humanos en Cuba a partir de 1989, y sus conexiones
en los niveles estatal, no gubernamental, académico o de propaganda, es resultado directo del recrudecimiento del debate
en este tema y su relación con la coyuntura política.
En los años 90, sin embargo, el análisis estructurado de los estudios cubanos en el exterior como confrontación
ideológica en Cuba ha ido cediendo paso gradualmente a un debate mucho más sólido y profundo, con una mayor
especialización en determinadas áreas o temas. Esto se manifiesta en el incremento del intercambio académico con el
exterior y en la creación de formas de colaboración a través de proyectos conjuntos de investigaciones y publicaciones —

de autores del exterior en Cuba y de Cuba en el exterior, ya sea en los Estados Unidos, Europa o América Latina. El
conocimiento de ambas partes ha ayudado a mejorar la comunicación, intercambiar información y conocer las
interpretaciones de cada parte acerca de los mismos problemas, ofreciéndolas en ocasiones como enfoques alternativos que
se presentan en conjunto.
En todo el proceso de análisis y debate de los estudios cubanos en el exterior desarrollado en Cuba desde el inicio de los
80, influyó como premisa el incremento cuantitativo y cualitativo que habían experimentado los estudios sobre Cuba en los
Estados Unidos durante los años 80, como continuación de un fenómeno que venía evolucionando progresivamente de
manera significativa desde inicio de la década de los 70.
Este proceso en Cuba se facilitó con la creación de nuevas instituciones para los estudios regionales, y el desarrollo de
otras ya establecidas en las ciencias sociales, dedicadas a la investigación multidisciplinaria por áreas geográficas o esferas
de trabajo, de acuerdo con el nivel teórico internacional y al creciente intercambio académico entre estas instituciones con
otras dentro y fuera del país.
El desarrollo de las valoraciones sobre la llamada cubanología y de las investigaciones referentes a la propia
Revolución hechas en Cuba, posibilitaron a su vez el paso de una etapa inicial de primeras aproximaciones y
generalizaciones del tema a un período de especialización, debates y publicaciones, sobre todo a partir de 1987,
demostrado en el crecimiento numérico de trabajos publicados. En este tránsito hacia situaciones más complejas en las
relaciones internacionales y en especial en la confrontación Estados Unidos-Cuba, el intercambio de valoraciones sobre los
estudios cubanos dentro y fuera de Cuba, tiende necesariamente a tomar más importancia y a ampliarse.

La visión actual de los estudios cubanos en el exterior

La visión que dominó la interpretación crítica de los estudios cubanos en el exterior desde el inicio de los años 80 hasta
alrededor de 1991 padecía una debilidad de enfoque, consistente en proponerse rechazar y tratar de enfrentar todo estudio,
análisis e interpretación de la Revolución que no validara sus logros y sirviera de argumentación a las políticas establecidas
en las diferentes esferas de la economía, la política y la sociedad cubanas.
El enfoque de confrontación ideológica dominante en Cuba se tomó como punto de partida, y muchos de sus
mecanismos, esquemas de trabajo y percepciones sobre criterios opuestos, se trasladaron al debate académico de manera
mimética, sobre la base del paradigma del «socialismo real» y de la estricta dicotomía ideología marxista versus ideología
burguesa. Todas las interpretaciones académicas que criticaran al sistema cubano, en alguna medida, serían consideradas
tergiversaciones burguesas de la Revolución, y conformarían parte de la gran estrategia imperialista para liquidarla. Se
aplicaron esquemas similares a los del rígido y dogmático pensamiento marxista-leninista soviético para enfrentar la
«sovietología» y la «comunismología» en medio de las embestidas de las no menos cavernarias concepciones que
desarrollaron los Estados Unidos durante la Guerra fría. Se las consideraba como un mecanismo integrado y sincronizado
en la «guerra ideológica contra la Revolución», la política oficial de los Estados Unidos, o de cualquier grupo político
opositor de la Revolución.
Los análisis bien hechos en Cuba por autores que investigaron en los orígenes y la evolución de la llamada
cubanología; el desarrollo en los Estados Unidos de centros dedicados a la interpretación de la realidad cubana con fines
políticos y de propaganda contra la Revolución, a partir de enormes financiamientos; y el papel de autores específicos o
proyectos, de divulgar reiteradamente y falsear la realidad cubana desde posiciones supuestamente académicas, ayudaron a

ganar en claridad sobre los estudios cubanos en los Estados Unidos, y a despejar el camino posterior. Sin embargo,
reducimos hoya este enfoque realista, pero no único, nos impediría penetrar a profundidad en el debate de la realidad
cubana y limitaría la extensión de nuestros conceptos y reflexiones acerca de los estudios fuera de Cuba.
El propio uso del término cubanología encasillaba a la mayoría de los estudios cubanos en el exterior como
tergiversaciones de la realidad cubana -aunque los colocara en diferentes tendencias-, sobre la base de que además de las
falsificaciones deliberadas que siempre han existido, la mayoría de ellos, de una u otra manera, criticaban o analizaban a
nuestro país con metodologías y enfoques teórico-prácticos diferentes a los esquemas marxistas imperantes por entonces.
La definición de cubanología, por tanto, enturbiaba el debate en torno a los estudios cubanos en el exterior desde su inicio,
al no reconocer la posibilidad de existencia de diferentes enfoques teórico-metodológicos, con tendencias político-
ideológicas múltiples, al margen de nuestra concordancia o no con esos enfoques y con las conclusiones a que llegaban los
diferentes autores.
El análisis crítico en Cuba sobre los estudios cubanos en el exterior se concentró más en la crítica político-ideológica
del asunto y en la conveniencia de los temas que en la profundidad del debate académico. Existía un problema esencial:
mientras el desarrollo de investigaciones serias y profundas sobre las múltiples esferas de la realidad cubana habían
avanzado en los Estados U nidos desde mediados de los 70, y se incrementaba la cantidad de autores y publicaciones que
trataban el tema, en Cuba era evidente el retraso de esas investigaciones y la ausencia total de trabajos en determinados
temas muy sensibles para la coyuntura política. Las investigaciones sociológicas aplicadas sufrieron una especie de
extinción a merced de una supuesta doctrina marxista de la sociedad, implantada como un todo acabado, que sólo había
que corroborar en el práctica. Esa era la exigencia cognoscitiva fundamental hasta la primera mitad de los años 80.
Los centros de investigaciones sociales que surgieron en Cuba a fines de los años 70 o inicios de los 80 respondían a
perspectivas regionales y no en particular al análisis del tema cubano. No obstante, estos asumieron en buena medida el
debate sobre los estudios cubanos y sirvieron de interlocutores en la mayoría de las ocasiones. Muchas instituciones
académicas cubanas concentraban su intercambio con los países del «socialismo real» y no confrontaban con la llamada
academia occidental. Estos propios centros, junto a otros surgidos con posterioridad, son los que han tratado cada vez con
mayor fuerza el tema cubano, sobre todo a partir de los 90.
La situación en Cuba, luego que el proceso de rectificación desplegado en el último lustro de los 80 fuera eclipsado por
el derrumbe del socialismo europeo y se iniciara el período especial —como resultado del colapso económico en que se vio
sumergido el país a partir de 1991—, ha permitido un ascenso gradual de las investigaciones sobre diversos problemas
nacionales. La inexistencia de paradigmas socialistas establecidos devuelve la posibilidad de utilizar el pensamiento
marxista y toda la tradición intelectual progresista de la humanidad, especialmente la cubana, de la manera más creativa,
como punto de partida para la búsqueda de soluciones novedosas a los problemas de un país subdesarrollado que lucha por
la independencia nacional. Ello abre el camino para la creación de nuevos fundamentos teórico-metodológicos en la
comprensión de la realidad nacional.
La complejidad de los problemas por resolver en Cuba, y el igualmente necesario proceso de perfeccionamiento de la
democracia cubana, exigen sin dudas un máximo de creatividad en las ciencias sociales, sin terrenos oscuros para la
creación.
Consecuentemente, la mayoría de los expertos entrevistados para este breve ensayo coinciden en plantear que el
término cubanología podría abarcar a todos los estudios cubanos actuales desde una posición académica, y no sólo a los
que expresan una posición manifiesta contra la Revolución o la critican en cualquier grado. Este uso restringido se

considera contraproducente y errático en el debate nacional y en la búsqueda de verdades en nuestro contexto. El consenso
tiende a preferir la utilización del término estudios cubanos.
Las diferenciaciones posteriores sobre si son estudios cubanos en el exterior o en Cuba, sobre la asunción de actitudes
hipercríticas sin objetividad o con una u otra posición política, acerca de los temas que más se desarrollan en cada etapa,
las matrices teóricas y metodológicas, los vínculos con la política norteamericana hacia Cuba y con la propaganda contra la
Revolución, sobre la existencia de un proyecto específico de algún grupo para tergiversar la realidad cubana, todos estos
son problemas a establecer y dilucidar por aquellos que sistematicen esos enfoques, en Cuba o en los Estados Unidos.
En la actualidad existe consenso para reconocer los aportes de los estudios cubanos en el exterior en el plano
cognoscitivo —no así en el metodológico. Estas contribuciones, en casi todas las áreas de la investigación de la realidad
económica, política y social cubana, han propiciado el debate interno e internacional, nos han facilitado vernos desde otra
perspectiva, llenar espacios no cubiertos por las ciencias sociales en Cuba, reconocer la necesidad de buscar argumentos y
mayor profundidad en múltiples estudios que en Cuba sólo se limitaban a corroborar lo establecido sin fundamentos
científicos. También ayudaron a demostrar la necesidad de ampliar y desarrollar las investigaciones sobre nuestra realidad
como mejor vía para contrarrestar las tergiversaciones. Lo que resulta inviable es oponerse a interpretaciones de Cuba
diferentes a las nuestras desde el vacío teórico-práctico cognoscitivo, desde el dogma o la carencia de análisis profundos y
extendidos a todas las esferas de la realidad nacional.
Respecto a las insuficiencias que muestran los estudios cubanos en el exterior, en Cuba no parece haber un criterio
dominante. Las opiniones se inclinan a plantear que muchos de éstos en sus análisis o conclusiones, no reconocen la
existencia de proyectos alternativos a los modelos tradicionales de la democracia representativa, la economía de mercado y
las relaciones internacionales consagradas por el régimen de potencias. Lo anterior lleva a análisis unilaterales y fuera de
contexto. Sobre esta base, muchos estudios evidencian hipercriticismo hacia el proceso revolucionario, no reconocimiento
de sus logros, alta ideologización, sobrevaloración del papel del individuo, dominio de la anécdota individual sobre el
proceso real en su conjunto, tratamiento descriptivo, falta de objetividad, carencia de información o manipulación de datos,
entre otras cosas.
Algunos de los análisis hechos en la Isla desde los años 80 acerca de los estudios cubanos en el exterior trataron de
explicar su evolución a partir de los planes del Gobierno norteamericano para agredir a la Revolución y como parte
coherente de su política hacia Cuba. Si esto es cierto para una parte de esos estudios, en su mayoría no responden a esta
definición. Indudablemente, la política en curso de las diferentes administraciones norteamericana influye en los estudios
cubanos y ha favorecido y financiado determinados proyectos o grupos en particular. Asimismo, siempre los han usado en
función de sus intereses políticos y de la propaganda anticubana. También algunos cubanistas se han relacionado en alguna
medida con la política norteamericana hacia Cuba. Pero esto no equivale a decir que, en general, los estudios cubanos en
los Estados Unidos, como conjunto, son otro instrumento para esa política.
Lo anterior se corrobora si se advierte la dinámica propia ya alcanzada a finales de los 70, extendida en los años 80 a
disímiles centros académicos en los Estados Unidos, a muchísimos autores agrupados en programas de estudio sobre Cuba
y a otros que trabajan de manera independiente desde diversas perspectivas teórico-metodológicas y político-ideológicas.
También refuerzan esta idea los debates desarrollados sobre el tema cubano desde los últimos años de la década del 80,
entre académicos norteamericanos, y el incremento sostenido del intercambio y la participación de cubanos de la Isla en
eventos académicos en los Estados Unidos, especialmente a través de Latin American Studies Association (LASA). A
pesar de las limitaciones financieras siempre presentes en Cuba, de las restricciones que impone el bloqueo económico y de

los recortes presupuestarios de la mayoría de las instituciones en los Estados Unidos, un número cada vez mayor de
instituciones de ambos lados entran en contacto.
Entre los científicos sociales cubanos prevalece la opinión de que los estudios sobre Cuba en el exterior son poco
conocidos en el país, debido a la escasez de los textos, su dispersión o difícil acceso. De ahí la imperiosa necesidad actual
de facilitar el conocimiento de todo lo que se escribe y publica en cualquier parte del mundo acerca de Cuba. No es posible
avanzar en el saber científico sobre la sociedad cubana sin conocer el pensamiento de los que nos ven con ojos mucho más
críticos desde el exterior.
Asimismo se hace necesaria su divulgación, de manera que los interesados en estos temas tengan acceso a tales análisis,
aunque no siempre coincidan con nuestra perspectiva. Es también responsabilidad de la academia cubana promover lo que
mayor valor cognoscitivo y metodológico pueda aportar. No puede existir una verdadera crítica del pensamiento en torno a
Cuba si no se le conoce. Solo la sistematización constante de la recepción de los estudios cubanos en el exterior y su debate
permitirán aprovechar sus aportes y discriminar sus errores.

Notas

1. Agradezco la valiosa colaboración de los siguientes expertos: Georgina Suárez y René Márquez (Escuela Superior
del PCC «Ñico López»), Idalia Linares (Centro de Estudios sobre Estados Unidos de la Universidad de La Habana,
C~SEU), Hernán Yanes y Juan Valdés paz (Centro de Estudios sobre América, CEA), Alfonso Iglesias y Roberto
González (Instituto Superior de Relaciones Internacionales, ISR!), Carlos D. González (Centro de Estudios Sociopolíticos
y de Opinión) y Juan Luis Martin (Ministerio de Ciencia, Tecnología y Medio ambiente). Se les solicitó opiniones
personales, al margen de sus responsabilidades institucionales.
2. El primer debate difundido en Cuba entre académicos cubanos y norteamericanos sobre la cuestión de la cubanología
se dio a raíz de la publicación del artículo «Análisis crítico de algunas interpretaciones burguesas acerca del desarrollo
económico de Cuba socialista», de José L. Rodríguez, que apareció en el primer número de la revista del CEA Cuadernos
de Nuestra América, (La Habana, 1 (0), julio-diciembre, 1983: 138-46.) Carmelo Mesa-Lago envió una respuesta a la
revista del CEA, acerca de este trabajo. A solicitud del autor del artículo que había originado la polémica, esta respuesta se
publicó en la revista del Centro de Investigaciones de la Economía Mundial, Temas de la Economía. Este se reprodujo en
inglés en Cuban Studies, 16, 1986: 211-224. Para una visión de esta etapa, consúltese también Arnaldo Silva, «Algunas
tergiversaciones sobre la dialéctica de lo nacional y lo internacional en la Revolución Socialista de Cuba», en Revista
Cubana de Ciencias Sociales, La Habana, (1),1983: 39-49.
3. Juan Valdés Paz, «Comentario a High Noon: Reflexiones sobre la política de la administración Reagan hacia Cuba,
de Jorge I. Domnguez», en Areíto, 9, (35),1983: 17-8; y Hernán Yanes Quintero, «Comment: Cuba's Relations with
Caribbean and Central American Countries by Jorge I. Domínguez», en Cuban Studies, 13, (2), Pittsburgh, 1983: 113-8.
Ambos trabajos fueron ponencias presentadas por académicos cubanos en paneles auspiciados por instituciones
norteamericanas, y que respondían a un definido espíritu de colaboración entre intelectuales de ambos lados.
4. Las ponencias del encuentro de 1984 nunca llegaron a ser publicadas; las de 1985 se agruparon en un folleto que
editó el Centro de Investigaciones de la Economía Mundial (CIEM). Introducción al estudio de la llamada cubanología,
Centro de Investigaciones de la Economía Mundial (CIEM), La Habana, 1985, 175 pp. Recoge ponencias de Andrés
Zaldívar, Georgina Suárez, Ernesto Molina, José L. Rodríguez, Graciela Chailloux, Juan F. Fuentes, Hernán Yanes,

Gilberto Valdés y Marta Núñez.
5. Este enfoque había sido trazado desde 1975 en la tesis «Sobre la lucha ideológica», en Tesis y Resoluciones. Primer
Congreso del Partido Comunista de Cuba, La Habana, 1978: 230-231.
6. Además del mencionado folleto Introducción al estudio de la llamada cubanología, de 1985, algunas publicaciones
sobre el tema muestran estos criterios. Véase Ernesto Molina, «Algunas ideas críticas acerca del sistema categorial burgués
y la llamada cubanología», en: Economía y Desarrollo, La Habana, (86-87), mayo agosto, .1985: 142; Georgina Suárez,
«La cubanología y las falsas interpretaciones de la Revolución Cubana», en T. P. FAR, La Habana, junio, 1986: 46; Juan F.
Fuentes, «Raíces sociales y gnoseológicas de la llamada cubanología», en: Economía y Desarrollo, La Habana, (97), 1987:
40; José L. Rodríguez, Crítica a nuestros críticos, La Habana, Ed. Ciencias Sociales, 1988: 8; Ernesto Rodríguez, «La
proyección exterior de Cuba hacia América Latina en la llamada cubanología», Cuadernos de Nuestra América, La
Habana, 7 (14),1990: 152.
7. Lisia Prieto, Bibliografía para trabajos de crítica a tergiversaciones burguesas acerca de la Revolución Cubana,
Biblioteca Nacional «José Martí", La Habana, 1986. Incluye sólo los fondos de la Biblioteca.
8. Véase Ernesto Rodríguez Chávez, comp., Cuba: Derechos Humanos, La Habana, Ed. José Martí, 1991. Contiene
ponencias presentadas al seminario de 1987 por Fabio Raimundo Torrado, José L. Rodríguez, Soraya Castro y Josefina
Vidal, Ernesto Rodríguez, Georgina Suárez y Gilberto Valdés, además de trabajos de Miguel Alfonso, Ernesto Rodríguez,
Jorge Hernández, Rafael Hernández y Hugo Azcuy. Sobre el seminario de 1988, véase Graciela Chailloux y Tania Borges,
«Propuestas de política hacia Cuba: instituciones no gubernamentales y académicas norteamericanas" en: Temas de
Estudio (CESEU), (4), La Habana, marzo 1989: 23-34; y Ernesto Rodríguez, «La proyección exterior de la Revolución
Cubana hacia América Latina y el Caribe en la llamada cubanología», Cuadernos de Nuestra América, La Habana, 7 (14),
enero-junio, 1990: 152-173. Otras ponencias que no llegaron a publicarse fueron las siguientes: Alfonso Iglesias, «Tres
dimensiones de análisis de las valoraciones y tergiversaciones no marxistas de la política exterior de Cuba en África
subsahariana» , octubre, 1988; «La política social en la Revolución Cubana», Escuela Superior del PCC «Ñico López»,
octubre, 1989; Idalia Linares, «Acerca de la estimulación social, la política de empleo y la distribución de los ingresos en
Cuba», «El problema de la vivienda en Cuba a la luz de algunos autores no marxistas y en particular de la «cubanología»;
María Elena Suárez, «Tesis fundamentales de en la llamada cubanología respecto a la seguridad social en Cuba
revolucionaria», y «Tesis fundamentales de la «cubanología respecto al desarrollo de la salud pública en Cuba con la
Revolución».
9. Trabajo de Diploma de Julieta Rosabal e Idalmis Sosa, Bibliografía sobre diferentes interpretaciones de la
Revolución Cubana producidas en el exterior: 1959-1979, Universidad de La Habana, julio, 1990. Incluye índices, tablas y
gráficos. Proyecto de Grado de Patricia Mena y Lidia Sánchez, Bibliografía sobre la llamada cubanología: 1980-1989,
Escuela Nacional de Técnicos de Biblioteca, La Habana, junio de 1989, Incluye índices.
10. Algunos ejemplos de trabajos de diploma. En el ISRI, Elba Suárez, Crítica de algunas interpretaciones de
académicos norteamericanos sobre aspectos de la política exterior de Cuba, 1982; y Gilberto Pérez y Hervé Medina, La
política hostil de la administración Reagan hacia Cuba bajo el manto de los derechos humanos, 1987. En la Escuela
Superior del PCC «Ñico López»: A. A. Román, A. Sotolongo y O. Macías, Notas para una caracterización de la
«cubanología» burguesa en los Estados Unidos, 1983; Eduardo R. Hernández, Notas críticas acerca de algunas
tergiversaciones de la «cubanología» burguesa sobre la etapa insurreccional de la Revolución Cubana, 1984; Arturo
Morales, Crítica de algunas tergiversaciones de la «cubanología» acerca del proceso de institucionalización y su

incidencia en la esencia del Estado socialista en Cuba, 1984; Armando Arnaiz, La concepción del «Nuevo
Internacionalismo» en la llamada cubanología, 1990; Argelio de la Concepción, Motivaciones y posibilidades de la
proyección exterior de Cuba hacia África, 1990.
11. Además de la fuente bibliográfica reseñada en la nota 2, véase en la revista Temas de la Economía Mundial
(CIEM), La Habana, los trabajos de José L. Rodríguez, (7), 1983, y (16), 1986; y de Carmelo Mesa-Lago, (15), 1985.
12. Andrew Zimbalist y Claes Brundenius, «Crecimiento con equidad: el desarrollo cubano en una perspectiva
comparada., en Cuadernos de Nuestra América, La Habana, 6 (13): 1989: 12-37.
13. Boletín de Información sobre Estudios Cubanos, publicación trimestral para el análisis de estudios sobre Cuba en
todo el mundo, Editores: José L. Rodríguez, Ernesto Rodríguez y Hernán Yanes, Edición Centro de Investigaciones de la
Economía Mundial (CIEM), 1 (1),1991; 1 (2),1991, y 1 (3), 1991, (edición mimeografiada).
14. Sobre los comentarios de autores del exterior véase Andrew Zimbalist, «Comentario a “Measuring Cuban
Economic Performance” by Jorge F. Pérez-López, 1987»; y a «To Make the World Safefor Revolution: Cuba 's Foreign
Policy, 1989», Boletín de Información sobre Estudios Cubanos, La Habana, 1 (2), 1991: 1-7; y Carmelo Mesa-Lago,
«Crítica a Crítica a nuestros críticos», Boletín de Información sobre Estudios Cubanos, La Habana, 2 (3), 1991: 1-15.El
debate cubano sobre la cubanología
15. Ernesto Rodríguez Chávez, Bibliografía de trabajos hechos en Cuba sobre la llamada cubanología y otros temas
relacionados, Centro de Estudios de Alternativas Políticas (CEAP), La Habana, marzo, 1991. La recopilación recoge más
de 100 asientos bibliográficos y abarca el período 1980-1991. Incluye artículos, folletos, libros, capítulos de libros,
ponencias, trabajos de diploma u otros, publicados o no, elaborados por autores residentes en Cuba.
16. Ejemplos en este sentido son la publicación de Jorge I. Domínguez y Rafael Hernández, eds., U.S.-Cuban Relations
in the 90s, Boulder, CO., Westview Press, 1989; y Subject to Solution. Problems in Cuba-U.S. Relations, Wayne S. Smith
y Esteban Morales, ed.: Lynne Rienner, Boulder, CO.,1988.
17. Centro de Investigaciones de la Economía Mundial (CIEM), Centro de Estudios sobre Estados Unidos (CESEU),
Centro de Investigaciones de la Economía Internacional (CIEI) , Centro de Estadios sobre América (CEA), Centro de
Estudios de Europa (CEE), Centro de Estudios de África y Medio Oriente (CEAMO) y Centro de Estudios de Asia y
Oceanía (CEAO).
18. Entre estos últimos están la Oficina de Investigaciones Cubanas de la CIA, Radio Martí o el Centro de Estudios
Cubanos de la Universidad de Miami, que por sus intereses rectores y por la filiación política de las personas que trabajan
en ellos están destinados a tales fines.
19. «Dicho de otro modo, el cuadro del mundo social inherente a este estilo de pensamiento en las ciencias sociales, se
construía, en mucho, como otra forma de existencia del discurso político oficial; y los ideales gnoseológicos realmente
actuantes obligaban a diferenciar no tanto lo verdadero de lo no verdadero, como lo oportuno de lo inoportuno, lo
conveniente de lo inconveniente.» (Miguel Limia David, «¿Hacia donde van los estudios sociales?», Temas, La Habana,
(1), 1995: 21.
20. Mayra Espina, «Tropiezos y oportunidades de la sociología cubana», Temas, La Habana, (1), 1995: 36-49.
21. Este mismo criterio fue el que dominó en la Conferencia «Diálogo entre cubanistas» efectuada en La Florida
International University en abril de 1990, que tomó como base los argumentos expuestos ya con anterioridad por Marifeli
Pérez-Stable sobre la necesidad de dejar atrás los términos «cubanología y «cubanólogos» y sustituirlos por estudios
cubanos y cubanistas. Marifeli Pérez-Stable, «The Field of Cuban Studies» citado por Carmelo Mesa-Lago en «Three

Decades of Studies on the Cuban Revolution: Progress, Problems, and the future» en: Damián J. Fernández, ed., Cuban
Studies Since the Revolution, University of Florida Press, Gainesville, 1992: 9-44.

© Temas, n. 2, abril-junio de 2005, pp. 87-101.
Discutir a Martí (panel de discusión)

Participantes
Denia García Ronda. Profesora. Facultad de Artes y Letras, Universidad de La Habana. Subdirectora de
Temas.
Olivia Miranda. Investigadora. Instituto de Filosofía.
Pedro Pablo Rodríguez. Historiador. Centro de Estudios Martianos.
Adalberto Ronda. Historiador. Centro de Estudios Martianos.
Enrique Ubieta. Filósofo. Centro de Estudios Martianos.

Pedro Pablo Rodríguez (moderador): Esta mesa redonda ha sido convocada por la revista Temas y el
Centro de Estudios Martianos para debatir de la manera más amplia, sin un guión previo, con el propósito de
mover las ideas de un modo lo más abierto posible, en torno al tema de José Martí, la Revolución y el
socialismo; es decir, José Martí, la Revolución y su ideología. Nos parece que pudiéramos comenzar por
enfocar algunas ideas respecto a qué es la ideología de la Revolución, qué elementos la caracterizan y de qué
manera el pensamiento martiano ha estado, está o estaría presente en la ideología de la Revolución, en sentido
histórico, pero sobre todo en términos de presente y de futuro.

Olivia Miranda: Sin pretender definiciones, ni nada que se le parezca, sino como un instrumento de
análisis, voy a partir de una idea de Miguel Limia, del Instituto de Filosofía, acerca de la ideología como una
sistematización de un conjunto de elementos que están inmersos en diferentes esferas de la actividad espiritual
humana, entre los que están los intereses, las posiciones de clase, y que incluye componentes filosóficos, éticos,
políticos, pedagógicos, estéticos, de concepciones sociales, políticas; y por supuesto, una cosmovisión, es decir,
una concepción del mundo en el orden filosófico más general.
Para tratar de establecer los nexos entre el ideal emancipador de José Martí y los procesos actuales que
tienen lugar en Cuba, no habría que planteárselo a partir de la comparación externa o fenoménica de qué pensó
Martí en torno al modelo social que debía implantarse en Cuba, o a la relación entre la táctica y la estrategia de
su proyecto revolucionario y lo que está ocurriendo hoy en el país. Es necesario ir más allá. Habría que ver a
Martí como síntesis de un proceso que no comienza con él, sino con el surgimiento y desarrollo de la
autoconciencia nacional y de lo que hoy se denomina identidad cultural e identidad nacional. Y ver cómo
evolucionan esos elementos en el pensamiento martiano; o sea, cuál es el lugar que ocupa Martí en el desarrollo
de estos elementos que arrancan desde José Agustín Caballero, Varela y otros. Y habría que ver también lo que
Martí elabora, incorpora, desecha, asume críticamente, sobre todo en sus análisis en torno a las corrientes
políticas y sociales principales del país: autonomismo, anexionismo, independentismo, las ideas del movimiento
obrero —el anarcosindicalismo y el reformismo, las que también somete a crítica.

Estos planteos nos llevan a múltiples preguntas. ¿Cómo transforma el tradicional antianexionismo en
antimperialismo? ¿Cómo, a partir de un estudio profundo de la realidad cubana, latinoamericana,
norteamericana y europea —que le sirve de fundamento— concibe un proyecto revolucionario y un modelo
social? ¿En qué medida este proyecto y este modelo se adecuaban a su realidad concreta, a su momento
histórico? ¿Qué problemas pretendía resolver, y bajo qué condiciones se planteó la solución de esos problemas?
¿En qué medida su proyecto era viable parcial o totalmente, o solo era viable condicionado por determinados
elementos que no se cumplieron? Al respecto, pienso por ejemplo en la unidad latinoamericana acerca de lo que
Martí llamó la segunda independencia: la independencia económica en el continente, en relación con el
proyecto cubano. Y hasta dónde lo ocurrido después históricamente demostró o no la viabilidad de algunos
aspectos del proyecto martiano. Hay que considerar, además, tanto su antimperialismo y su
antineocolonialismo, como la forma en que pensaba que debía organizarse y estructurarse la república, la nueva
república que concibe diferente a la norteamericana y a las latinoamericanas.
Presentando simplemente ideas para la discusión, pienso que la articulación de la ideología martiana con la
ideología marxista y leninista no puede concebirse como un procedimiento de fusiones o sumas mecánicas,
donde se selecciona y se excluye. La articulación de las concepciones ideológicas insertas en el ideario
emancipador martiano con el desarrollo posterior de la ideología del movimiento revolucionario cubano en sus
diversas etapas, tiene que analizarse necesariamente en varios planos. Uno de esos planos importantes, no
trabajado suficientemente, es el metodológico: cómo Martí llega a conocer la realidad de su época en Cuba, en
América Latina, en los Estados Unidos y en parte de Europa; desde qué fundamentos metodológicos —dado ese
conocimiento— elabora su proyecto revolucionario y su modelo social; qué grado de acercamiento a la verdad,
en esa interpretación de la realidad de su época, le proporciona ese método; y qué nexos puede tener ese método
con el que ulteriormente se asume —independientemente de la forma en que se haya asumido— una vez que
irrumpen las concepciones marxistas y leninistas en nuestro país.
Acerca de esto escribió Isabel Monal hace algunos años en su ensayo «José Martí, del liberalismo al
democratismo antimperialista». Ella lo califica como método histórico-político de acercamiento a la realidad, y
daba tres elementos que distinguían a este método martiano de las concepciones liberales, que hasta el momento
habían sido el fundamento del movimiento independentista, incluido el cubano. Y decía que, en primer lugar,
Martí llegaba a un análisis racional-económico de la sociedad, bien diferente a la forma en que el liberalismo se
había acercado a los fenómenos sociales; en segundo, que partía del análisis de los hechos concretos para buscar
en el desarrollo de esos hechos leyes que regían el funcionamiento de la sociedad; y, en tercero, que eliminaba
toda apreciación subjetivista de la realidad social para partir de un análisis de esa realidad. En este método
martiano desempeñan un importante papel la historia y la política. La historia, como proceso para la
fundamentación de una política revolucionaria científica. A mi juicio, la cultura sirve de mediación entre la
historia y la política para concebir la realidad partiendo de una relación práctico-transformadora del hombre con
el mundo. Así, Martí asume lo que la filosofía y el pensamiento político cubano habían desarrollado hasta ese
momento críticamente, pero a partir de un presupuesto diferente: si los pensadores anteriores habían llegado a la

relación práctica como consecuencia de ver primero las relaciones gnoseológicas y valorativas entre el hombre
y el mundo, Martí parte de las relaciones prácticas para acceder a estas relaciones gnoseológicas y valorativas
desde el presupuesto de la necesidad de transformar al mundo.
Por eso, Martí concibe la historia como historia de la cultura, y la revolución política como el primer paso
para una revolución transformadora del hombre, de su medio y de la relación hombre-sociedad. En
consecuencia, entiende la revolución como un hecho cultural en sí mismo, capaz de transformar no solo la
existencia social del hombre sino al hombre mismo. Y por este camino Martí llega, incluso, a develar en parte -
hasta donde sus instrumentos y el propio desarrollo del fenómeno se lo permitían parte de la esencia del
imperialismo que comenzaba a surgir en ese momento.
El afianzamiento de la dominación imperialista que ocurre con posterioridad a la muerte de Martí no solo
en Cuba, sino también en América Latina; el fracaso rotundo de todos los proyectos liberales tendientes a que la
burguesía asumiera el poder frente a los terratenientes; el desarrollo de la crisis permanente de la economía
cubana a partir de la década del 20 de este siglo; demuestran, en buena medida, la imposibilidad de aplicar el
modelo de república, tal y como él lo concibe. Se entroniza una forma de dominación que es esencialmente
económica, que permite incluso la apariencia de repúblicas independientes y soberanas, con bandera, escudo,
etc., y por tanto las formas de penetración y de dominación son cada vez más sutiles, menos evidentes, lo cual
obliga a buscar un método de análisis que permita, precisamente, partir de las sutilezas de estas relaciones
económicas. Así ocurre con las generaciones posteriores, que en buena medida aprenden a ver el imperialismo
desde las páginas martianas, desde las Escenas norteamericanas y Nuestra América. Por tanto, habría que
plantearse la relación de ese método martiano con el método histórico-1ógico marxista y con la concepción
materialista de la historia y asumidos por figuras cimeras en las generaciones de revolucionarios que suceden a
Martí en Cuba. Además de este elemento metodológico, se debían considerar otros, como la propia viabilidad
de este proyecto; y la vinculación de la ética y la política~, que es una constante en el desarrollo del
pensamiento martiano.

Pedro Pablo Rodríguez: Olivia ha planteado que la pertinencia del método de Martí no excluye otros
elementos, aunque ha enfatizado en este punto. Me parece que quiere orientamos hacia cierta fundamentación,
digamos, científica, o del conocimiento real de su tiempo, de su sociedad por parte de Martí. Creo que esto vale
la pena considerarlo. Pero también sería bueno oír otras opiniones desde el presente. Ella nos ha dado su visión
de la pertinencia martiana. Quisiera escuchar otras opiniones acerca de la pertinencia de Martí desde la
Revolución Socialista e, incluso, desde el pensamiento marxista.

Adalberto Ronda: Me cuesta bastante trabajo hablar en términos de vigencia, sin que quiera decir que esté
en desacuerdo con la vigencia del pensamiento martiano. Me cuesta trabajo porque es una expresión que se ha
gastado mucho, de la que nosotros mismos hemos abusado, y eso la incapacita para que ocupe el lugar que
verdaderamente le corresponde en la conversación rigurosa. Siempre me gusta recordar la relación entre lo

actual y lo vigente. Cuando hablamos de actual, lo hacemos de un proceso, de un fenómeno, de un hecho, de
una línea de pensamiento, que guarda una relación directa con el sujeto que la investiga, la comunica, la
expresa, la analiza y esa línea de pensamiento la traemos con nosotros, independientemente de su connotación
epocal. Muchas cosas se hacen actuales sin que verdaderamente tengan vigencia. Esto ocurre, a partir de la
relación entre quién las trae al presente y cuál es su naturaleza.
Sin embargo, cuando hablamos de vigencia, se impone otro ángulo de enfoque. Es necesario establecer una
relación entre la línea de pensamiento que se está analizando y la realidad que esta reflejó, en la cual se recreó y
que le sirvió de contexto histórico-social desde donde se proyectó. Pero en este análisis a veces no somos lo
suficientemente claros.
A partir de este enfoque, me planteo el análisis —a reserva de todo lo que podemos hacer hoy para que esté
presente— de la vigencia del pensamiento martiano en relación con la ideología de la Revolución cubana; de
cuál es realmente la relación entre lo que él dijo, lo que él reflejó y recreó de su mundo y el de hoy. Por tanto,
parto de lo que en términos tradicionales identificamos como factores objetivos y factores subjetivos, puesto
que para entender el componente martiano en la ideología de la Revolución cubana y su relación con el
marxismo, no se puede perder de vista que esta relación hay que buscarla primeramente en el mismo proceso
histórico y no tanto en lo que queremos ver o hacer de ese proceso histórico.
En el caso de países como Cuba, están muy estrechamente vinculados aquellos problemas que hay que
resolver en el plano de la liberación nacional con los de la revolución social. Sé que esto no es un
descubrimiento, pues Lenin lo dijo hace mucho: hay determinado condicionamiento histórico, determinada
objetividad y organicidad en los procesos históricos. Y en el caso nuestro, la solución del problema nacional ha
entroncado objetivamente con la de los problemas sociales. Y en Martí ya está presente esta concepción, sin que
con ello insinúe nada de ideas socialistas.
Por eso no me cuesta trabajo aceptar que en la ideología de la Revolución cubana estén presentes
elementos y momentos del pensamiento martiano en sus diversas facetas. Estas no se limitan al pensamiento
político, sino que, como parte de un pensamiento nacional liberador, se puede colocar junto al marxismo, dados
sus puntos de contacto como proyecto social. Pero me opongo totalmente a tratar de identificar entre sí a toda
costa esos puntos de contacto, y a querer ver aspectos en los que coincide el marxismo —que es una línea de
pensamiento, una tradición determinada— con el pensamiento nacional de liberación o liberador de Martí. Tan
tonto es querer encontrar esas ideas marxistas en Martí como querer ver en un postulado del pensamiento
marxista una idea de Martí. Me parece que son situaciones forzadas. Así pasa también con muchas líneas de
pensamiento que tienen puntos de contacto entre sí, y no hay por qué hablar necesariamente siquiera de
influencias, aunque, a veces efectivamente las haya.
Creo que en la ideología de la Revolución cubana están presentes el ideario martiano y el marxismo, sin
entrar a precisar en este momento cuál marxismo o con qué características. Pero no son estas las únicas líneas
de pensamiento presentes en la ideología de la Revolución cubana —la que, por demás, tampoco es un proceso
cerrado. Martí mismo lo dijo: «Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras

repúblicas». Y esa concepción es muy válida para nosotros.
Es necesario, además, tomar en cuenta cómo nosotros mismos hemos visto esa relación. La recepción de
esa relación a lo largo del proceso revolucionario a veces no ha correspondido verdaderamente con lo que
debemos plantear. En relación con la ideología, se ha intentado no solamente buscar los puntos de coincidencia
y de unión —que no quiere decir identificación—; sino que a veces se ha querido articular una concepción
extraña.
Voy a poner un ejemplo: a mí me cuesta mucho trabajo asimilar que puede existir una filosofía al mismo
tiempo martiana y marxista leninista, donde el pensamiento martiano incorpora la axiología y el marxismo la
concepción científica. Eso es una aberración. Como si el marxismo no tuviera elementos axiológicos, y como si
el ideario martiano no se basara en una concepción del mundo. Hemos abusado del presentismo. Esta manera de
relacionarnos con la ideología nos empaña la imagen, nos dificulta el abordaje de la presencia de Martí entre
nosotros y del alcance de su pensamiento. Se requiere un análisis más riguroso del pensamiento martiano, así
como del marxista; no solo a tono con las necesidades de hoy, sino a tono también con esas líneas de
pensamiento, desde sus orígenes hasta el presente, ya que, como tradiciones, deben evolucionar.
No creo que lo mejor sea incorporar a Martí completo —por utilizar esa expresión— en la ideología de la
Revolución cubana, puesto que hay elementos cuya razón de ser vence en el plano de las ideas, dadas las
condicionantes históricas. Y debemos estar en condiciones de decir: esto sí, pero esto otro ahora ya no es
vigente. No se trata de algo certificado, de la misma manera que tampoco se debe hacer con el marxismo.
Insisto: hay que ver la proyección y los condicionamientos históricos.

Pedro Pablo Rodríguez: Ronda ha apuntado un elemento que me parece importante: hay que entender en
términos históricos esta relación. Mientras él hablaba, yo pensaba en algo que para algunos ha sido una virtud
—y para otros, un defecto, en particular para casi todos los norteamericanos que han escrito al respecto: el
llamado pragmatismo de la Revolución cubana y de Fidel Castro. Hay quienes han llegado a explicar como una
expresión de ese pragmatismo la asunción del marxismo por parte de la Revolución. Hoy se discute y se habla
inclusive, por estudiosos de la Revolución cubana en los Estados Unidos, acerca de hasta dónde conducirá ese
pragmatismo al actual proceso revolucionario, y hasta hay quienes critican a Fidel Castro porque se ha
mantenido «atrasado» y no ha sido lo suficientemente pragmático.
¿Puede entenderse que la relación de la ideología de la Revolución con Martí ha sido pragmática?
Si admitimos que también ha estado condicionada por momentos y situaciones históricas, ¿ha sido una y
la misma la ideología de la Revolución, exactamente? Interpreto de las palabras de Ronda que no se puede
afirmar así en sentido absoluto. Quisiera entonces que habláramos un poco acerca de la manera en que se ha ido
asumiendo a Martí.

Enrique Ubieta: Cuando, en el contexto de la historia nuestra latinoamericana, se analiza el pensamiento
de un gran hombre como Martí, debe tenerse presente dos niveles de ese pensamiento. Uno, contextual, que

radica en el propio discurso y que podría estar asociado a diferentes conceptos o diferentes corrientes de época,
y responder a determinadas circunstancias bien concretas de ese momento con las que esté dialogando el autor.
Y otro nivel, que podría considerarse de sentido, si utilizamos el concepto de direccionalidad discursiva que
emplea Arturo Andrés Roig. El independentismo de Martí, su carácter de revolucionario radical, el más radical
de los revolucionarios latinoamericanos de su momento, está vinculado obviamente con la manera en que él
asume hechos concretos, específicos de su época; pero, a la vez, ese carácter lo une por encima del tiempo con
actitudes o con posiciones revolucionarias radicales, con un sentido ante la historia y los problemas nacionales
que se dan en otros momentos, y con otros pensamientos que no están contextualizados de la misma manera,
que no hablan el mismo lenguaje y que dialogan con otras circunstancias. Esto une a Martí de manera real,
objetiva, más allá de cada palabra, de cada cita de Martí, con la Revolución cubana. Esto es un primer elemento
de unión. En Martí hay —por decirlo así— un contraproyecto de modernidad que se opone al proyecto
metropolitano de modernidad. ¿En qué medida está elaborado ese contraproyecto? ¿En qué medida es posible?
El «nacionalismo» de Martí -así, entrecomillado, porque trasciende mucho este concepto tan manido- es el de
las naciones oprimidas, como diría un ruso genial, muy poco citado hoy. Pero ese «nacionalismo»,
necesariamente, tiene que ser antimperialista, porque Martí vivió en el momento preciso en que surgía el
imperialismo, en que irrumpía con toda su fuerza. Y la propia obra martiana responde a la pregunta de si el
antimperialismo es un elemento constitutivo —yo creo que sí lo es— del pensamiento martiano. Y lo es no por
la simple suma de veces en que él se haya referido a ese concepto, no por el espacio que él le haya dado en su
obra a analizar a los Estados Unidos, sino porque la independencia de Cuba no podía ser concebida de otra
manera en ese momento histórico, como tampoco en el actual. Evidentemente, eso representa una línea de
continuidad y una presencia de Martí en la Revolución.
Hay otra trampa en la cuestión de si se puede establecer una relación entre Martí y el socialismo, cuando se
toma como referente al llamado socialismo real. Habría que examinar primero la relación entre el socialismo
real y el socialismo de Marx, y si los errores conocidos invalidan ese pensamiento.
Pasando a otro asunto, son muy evidentes las fuentes del pensamiento martiano porque él mismo
continuamente está comentando a sus grandes admirados. Pero ello no le resta originalidad a ese pensamiento,
que consiste en su radicalización del discurso liberal, en su visión ecuménica de la realidad del problema
cubano y del problema latinoamericano, y en su concepción de la cultura como totalidad, como conjunción de
lo bueno, lo bello y lo verdadero. Sabemos que para él, la verdad era justa, lo injusto era profundamente falso y
la belleza era verdadera. Aquí radica la originalidad de la ética martiana, más que en haber creado una ética
nueva. Y ella, evidentemente, tiene vigencia y espacio en un proyecto revolucionario como el nuestro.
Estamos examinando la relación de Martí con la Revolución en estos momentos. Lo discutimos porque se
habla mucho de Martí, se le cita, pero no siempre se le estudia como se debiera ni se le utiliza de la mejor
manera. Sin embargo, hasta quienes atacan a la Revolución han tenido que asumir los vínculos de Martí con la
Revolución, aunque de una manera peculiar. Estos vínculos, como he dicho, no están en la palabra de cada
texto, sino en el sentido de una obra; pero aquellos enemigos sitúan a Martí en el bando de los utópicos, en el

bando de los soñadores, precisamente como vínculo con los ideales de un proceso revolucionario.

Denia García Ronda: Olivia reclamaba hace un rato la necesidad de no aplicar dogmáticamente el
proyecto de Martí en estos momentos; y de analizarlo, efectivamente, con un sentido dialéctico. Yo quiero
referirme a los nexos entre la época de Martí y su proyecto con nuestra realidad actual.
Creo que sobre todo habría que hacer un análisis sobre cómo muchas veces se ha dogmatizado a Martí.
Cómo efectivamente en muchas oportunidades se le ha utilizado para justificar cualquier cosa; o simplemente se
le ha utilizado por buscar algún elemento teórico o metodológico en la extensa obra de pensamiento de Martí,
en la que se puede hurgar y encontrar una gran variedad de cosas. De ahí que muchos de los enemigos de la
Revolución también utilicen a Martí para sus propios proyectos, tergiversándolo la mayor parte de las veces.
También nosotros hemos obviado a Martí, cuando pudiéramos haberlo incorporado en algún momento del
debate social y simplemente no ha entrado Martí en ese debate. Sin embargo, se ha buscado ese modelo en otros
lugares, bien en el marxismo, bien muchas veces incluso por otras vías de pensamiento.
Efectivamente, hay elementos del pensamiento martiano que, aunque fueron elaborados para su momento
histórico, aún mantienen su universalidad, porque precisamente son ideas que no se gastan, o no tienen por qué
gastarse. Así, por ejemplo, sus ideas sobre las lecciones de la historia. En nuestra etapa muchas veces no hemos
sabido asumir las lecciones de la historia. Sin embargo, Martí era un preocupado por leer la historia, no
simplemente para conocerla, sino para que sirviera de base, de ejemplo, de camino, para entender el presente y
el futuro.
Los criterios martianos sobre lo negativo de las copias acríticas de modelos y de proyectos, sin adecuarlos
a la realidad, sin un estudio de los elementos integrativos de la realidad, no se limitan al momento histórico de
Martí. Ese consejo sirve para cualquier momento y contexto social. Sin embargo, nos hemos cansado de negar a
Martí al copiar modelos, sin adecuarlos a nuestra realidad, dogmáticamente, sin conocer —que era otro de los
consejos de Martí— los elementos sobre los cuales va a actuar ese proyecto o ese modelo, ni la realidad donde
queremos influir —o conociéndola y queriendo variarla en un sentido ahistórico.
En Martí era una constante la necesidad de crear sobre la base de datos objetivos, del conocimiento.
Recordemos que en Nuestra América dijo: «Gobernante, en un pueblo nuevo, quiere decir creador». Y en ese
mismo texto se refiere al estudio de esa realidad de una manera muy objetiva, y pudiéramos decir hasta con un
criterio bastante científico. Esas son grandes líneas de pensamiento que son válidas para cualquier época. Y en
muchos de los niveles de nuestra sociedad, en el mundo político, en el mundo intelectual, en el educacional se
olvidan o se tergiversan o no se utilizan.
No hay que buscar a Martí en frases que puedan servir para justificar determinada acción o campaña, sino
verlo de una manera integral, teniendo conciencia de que él fue un líder de una colonia española en los finales
del siglo XIX, ese es su verdadero sentido histórico. Precisamente por serio, puede proyectarse hasta nuestra
contemporaneidad, no solamente por la lucidez de sus proposiciones, sino justamente porque muchas de las
cosas que se proponía no se cumplieron.

Ahora bien, no estamos en el mismo momento histórico; no en balde ha pasado un siglo desde su muerte.
Entre otras cosas, ha ocurrido la emergencia del marxismo en América Latina, no solamente en Cuba, lo que
varía todo el discurso social y cultural, en cuanto, por ejemplo, a la participación extensa de distintos sectores
sociales, que en el momento de Martí, aunque él lo pidiera, no podían participar. Hay una serie de elementos
cambiantes, que sería traicionar a Martí si no los tuviéramos en cuenta. Tampoco tenemos que irnos ahora al
«bandazo» y afirmar que esta es la revolución de Martí, olvidándonos de las demás influencias y de los demás
elementos que están dentro del proyecto. Es asombroso observar que ahora, en muchos casos, se teme utilizar
los términos de marxismo y leninismo.
En un tiempo fallamos al olvidarnos muchas veces de esas lecciones de Martí, para enarbolar solamente el
marxismo hasta en elementos absurdos, como querer imponer tradiciones europeas a nuestra realidad, olvidando
la idiosincrasia del cubano en muchos aspectos. Ahora resulta al revés. Pero Martí no tuvo la culpa ni de que lo
obviaran cuando nada más que pensábamos en Marx y Lenin, ni tampoco tiene la culpa ahora de que se olviden
de Marx y Lenin para sacarlo como púgil en esta batalla.
Es una necesidad de nuestra Revolución —y sobre todo de los pensadores y de los ideólogos de nuestra
Revolución— poner las cosas en su lugar. Y que Martí efectivamente nos siga sirviendo, pero no como un
elemento a utilizar para nuestra conveniencia, sino verdaderamente el Martí que fue y el Martí que sigue siendo.
Porque debido al desarrollo o subdesarrollo de nuestra realidad y de la realidad latinoamericana, y por la propia
visión de futuro que tenía Martí, muchas de sus ideas siguen vivas, actuales, vigentes. Por eso no debemos
utilizarlo ni manipularlo.

Pedro Pablo Rodríguez: Olivia dijo al principio que de alguna manera Martí era parte integral o síntesis de
lo que podía llamarse la identidad cultural y nacional en el XIX. ¿Ha sido así en el XX? Si lo ha sido, ¿hacia
dónde va esa identidad nacional ante nuevas circunstancias? ¿De qué manera una identidad cultural y nacional
—que siempre es un proceso y no algo estático y sin cambio— se asume, se mantiene, se transforma, o se
pierde, dentro de los marcos de un proceso revolucionario que ha obtenido logros de justicia social?

Adalberto Ronda: En mi criterio, Martí resume el siglo XIX, pero inaugura el XX. Como no lo hace
Varona, quien cierra el XIX aunque viva hasta el 33: no es un problema de fecha, sino de perspectiva de
pensamiento. Me parece absolutamente erróneo y falaz ponemos a discutir ahora, por ejemplo, sobre el mercado
libre campesino, a partir de Martí, porque ese no fue un tema para él. Lo que Martí nos puede aportar no está en
determinadas recetas, ya que por esa vía no podríamos llegar a conclusiones reales fructíferas para pensar la
realidad cubana.
Claro que tenemos raíces y que hacia ellas hay que mirar. Pero en la solución de los problemas que hoy
tenemos, tanto en el plano de las ideas como en el de las realizaciones materiales —que no están separadas por
cierto—, no es posible tratar de hallar puntos de coincidencia con idearios anteriores, aunque sea el de Martí.
De lo que se trata es de tenerlo con nosotros, pero manteniéndolo como era.

Martí es un hombre de la colonia, pero lo es también de la etapa de tránsito del capitalismo premonopolista
al monopolista, la cual trae problemas afrontados por él desde su proyecto nacional liberador, no desde las
posiciones del socialismo. Ante esta nueva situación, Martí establece el contacto con los trabajadores, para
convencerlos de que tenían que poner el problema de la nación por delante del problema social. Y sus ideas
acerca de los monopolios tenían que ver más con sus concepciones liberales que con concepciones socialistas.
Todo lo absoluto en una u otra dirección siempre es eso, absoluto. De ahí lo importante de la mesura y el
sentido flexible en el tratamiento de los problemas. Estoy plenamente de acuerdo con que a Martí se le ha
funcionalizado o instrumentalizado. Pero no somos nosotros los únicos que lo hemos hecho. Este es un riesgo
siempre, que miremos hacia la historia para tratar de explicar lo que hacemos. De lo que se trata es de las
medidas: ¿hasta qué punto somos consecuentes con la historia o hasta qué punto la ponemos en función de la
defensa a ultranza de lo que queremos hacer?
Hay dos aspectos que están muy relacionados. Se ha dogmatizado a Martí en la consecución de la utopía
emancipatoria. Aunque no ha sido todo el mundo. No olvidemos que el nuestro es un proyecto de base social
amplia, donde se conjugan tantos elementos, que hacen necesario argumentar con Martí y apoyarnos en él.
Entonces unos lo hacen con más conciencia y éxito de evitar el dogmatismo.
Ahora bien, como ya se señaló, también se trata de invalidar a Martí por ser partícipe de la utopía
emancipatoria. Si malo es hacer un uso dogmático e instrumental de Martí, peor para nosotros sería perder a
Martí —y lo podemos perder, como se pierden otras cosas. Si se ha puesto en juego la propia Revolución, en
juego también está Martí, tanto porque lo enseñemos, o lo utilicemos mal, como porque lo ocultemos, o
sencillamente porque nos lo arrebaten con formas muy delicadas del saber y del pensar. Hoy ya no se enfrenta a
Martí con la Revolución cubana por sus ideas sobre la teoría socialista, como se hizo hasta hace poco. Ahora se
trata de invalidar a la Revolución cubana, a través de invalidar a Martí, como una parte de la utopía
emancipatoria realizable. Para ello se parte de un criterio de la utopía, parecido un poco al de Marx —que, por
cierto, yo no lo comparto en todos los sentidos— como lo irrealizable, y que se le aplica tanto al socialismo
premarxista como a la utopía martiana o a la de la Revolución. Pero hay otras lecturas de lo utópico como un
proyecto no realizado, pero sobre el cual se puede avanzar y por el cual se puede hacer algo todos los días. De
utopías vivimos todos, hasta los que quieren condenar a Martí por esta vía. Y ya no es la utopía de la
emancipación, sino la de la vuelta a atrás, desde la periferia.
En muchos criterios de hoy se está planteando la insularidad como algo que nos presiona y nos acaba. Se
dice que el peso del pasado aplasta nuestro presente. Y en muchos de esos casos no solamente se afirma que el
pensamiento de Martí fue utópico por irrealizable, sino que se habla de un Martí culpable. Para esas opiniones,
él es culpable de que el pueblo cubano tenga un sentido emancipador de la historia, y de su presente y futuro.
Para algunos, Martí es culpable de que el pueblo cubano tenga un sentido alto de su ser, independientemente de
la cantidad de defectos que tenemos. Es decir, ya no se trata solamente de la instrumentalización y la
funcionalización de Martí desde campos diferentes, sino que se quiere deslegitimar a Martí, a partir de una
concepción no objetiva del proceso histórico que él vivió, en el cual actuó. Y eso tiene unas implicaciones

tremendas para los fundamentos ideológicos, teóricos e históricos de la Revolución cubana.
Ahora hay quien dice que no solamente hace falta estudiar a Martí a favor o en contra, sino enfrente. Estoy
de acuerdo con que estar a favor o en contra es una lectura en blanco y negro, y la vida es a todo color. Pero
analizarlo enfrente también lo es. Tenemos que percatamos de qué tenemos enfrente, porque una misma idea
puede tener a través del tiempo diferentes significados.
Por ejemplo, cuando se hace referencia a la presencia de la colonia en la república no se expresaba lo
mismo, aunque el sentido de la idea fuera el mismo, a principios o a mediados del siglo XIX, que por Martí, o
en los tiempos de hoy. Si se trata de la ideología de la Revolución cubana, de la relación entre el ideario
martiano y el marxismo (y no pensar en el marxismo como el catecismo, sino como una tradición de
pensamiento), si pensamos en la presencia de Martí en lo que estamos haciendo y en lo que nos falta por hacer,
no perdamos de vista que es conveniente ser flexibles, pero también originales, en el sentido martiano, como se
dijo hace un rato. El sentido martiano de la originalidad va un poco lejos de lo que hemos entendido muchas
veces. En mi criterio, Martí no rechazaba en absoluto la copia, ni el mimetismo. De lo que se trata es de tomar
lo que sea necesario, lo que se avenga a nuestros problemas ya través de nuestros ojos. Pero de las culturas
ajenas y del mundo hay que tomar, y conservar nuestro tronco, nuestra raíz, lo nacional como cuestión central.

Olivia Miranda: Lo dicho hasta ahora es en extremo interesante y me corrobora mi criterio de que hay que
abordar el pensamiento martiano teniendo en cuenta las diferentes esferas en las que se movió y tratando de ver
su sistematicidad. No su sistematización, porque, tal y como la entendemos, esta no existe en su obra, pues no
escribió tratados. Pero sí hay una estructura sistémica en evolución, que va cambiando en la misma medida en
que penetra en la realidad de su época, la interpreta y la asume como punto de partida de su proyecto.
Hay que tratar de adentrarse en esa relación, partiendo de un presupuesto que quizá hoy ya no esté de
moda, como comienzan a no estar de moda determinados conceptos y categorías del marxismo para algunos.
Me refiero a una relación de continuidad y ruptura, sin la cual no podremos entender a Martí, pero tampoco
podremos entender a Marx, ni a Lenin, ni a nadie, porque efectivamente creo que, como decía Ubieta, Martí
sintetiza el siglo XIX y abre el XX. Pero de entonces acá, a las puertas del XXI, hay toda una historia que ni
Martí, ni Marx, ni Lenin, pudieron prever en sus detalles, es decir, en las coyunturas histórico-concretas y en los
problemas específicos singulares de la vida cotidiana.
Sin embargo, al mismo tiempo, la época que estamos viviendo mantiene todavía aspectos esenciales en su
desarrollo que no han cambiado en la misma medida en que han cambiado las manifestaciones fenoménicas —y
sigo insistiendo en el lenguaje marxista— de estas esencias. Y mientras esas esencias de la realidad
contemporánea subsistan, a través de formas fenoménicas específicas de expresión (que, por supuesto, cambian
y que influyen incluso en la forma o en la medida en que los hombres han descubierto tal esencia hasta un
momento determinado) ni el pensamiento de Marx, ni el de Lenin, ni el de Martí podrán borrarse de la realidad
de la Revolución cubana.
Esa vigencia y esa articulación se comprenden a partir de los nexos de continuidad y ruptura y no de la

identificación o la suma mecánica, en la misma medida en que logramos penetrar en los aspectos esenciales del
pensamiento martiano, que van más allá de tratar de explicamos ahora el mercado agropecuario o las formas de
propiedad mixta, o de trabajo por cuenta propia, que las circunstancias históricas de hoy obligan a asumir y
buscar.
A mi juicio, lo esencial es esa presencia, esa actualidad y esa articulación a partir de los nexos de
continuidad y ruptura, entre los diversos elementos que conforman el pensamiento revolucionario en la Cuba de
hoy. Porque el marxismo —o cualquier corriente de pensamiento en el mundo, antes y hoy— no se trasladó
nunca de una región o época a otra, a partir de la expresión en manuales de determinados presupuestos teóricos
generales, sino mediante la interpretación desde una realidad histórico-cultural concreta y de la interpretación, a
partir de determinados elementos metodo1ógicos de análisis, de esa realidad concreta, en cuyo proceso se
enriquece y desarrolla. Y lo mismo ocurre con los elementos del pensamiento martiano que tienen vigencia,
porque el imperialismo existe y aunque se rompa el bloqueo y tengamos relaciones comerciales y diplomáticas,
no va a dejar de agredir ni a la Revolución cubana ni al Tercer mundo. Mientras ello subsista, las concepciones
que han abordado hasta determinado grado de acercamiento, las esencias de esa realidad, continuarán teniendo
vigencia en la misma medida en que hayan logrado develar parte de esas esencias.
Por eso también creo que hay que ir a un estudio de Martí, más allá de la utilización de citas y frases, tanto
para tratar de entender, en el orden sistémico, su pensamiento como para develar los aspectos esenciales de su
concepción de la sociedad, del hombre, del mundo en que vivía, porque precisamente creo que por ahí es por
donde Martí continúa siendo un hombre del siglo XX.

Adalberto Ronda: Voy a referirme brevemente a la cuestión de la lucha nacional y la social que ya toqué
antes. Muchas veces trabajamos con la tesis en que hacía referencia a la república, y que le da nombre a un
discurso famoso de él, el discurso de Tampa: «Con todos y para el bien de todos». Pero ese planteamiento no es
una fórmula solamente republicana, sino que es una fórmula de independencia también.
«Con todos y para el bien de todos» es, primero, una fórmula de independencia, y después, de república,
teniendo muy en cuenta que en la concepción martiana esta se comienza a fundar ya en la propia batalla por la
independencia.
Cuando se habla de república, ya no solo se habla de un problema político, como tampoco, cuando se habla
de independencia; pero los pesos específicos son diferentes. Cuando se habla de república, ya hay que pensar
también en problemas sociales, los que, repito, desde la etapa de la independencia son indispensables. Pero la
preocupación de Martí cuando habla de y a los trabajadores, es convencer a esos hombres que estaban por la
independencia a que lucharan por ella, en un momento en que dirigían sus esfuerzos principales a luchar por
reivindicaciones económicas y sociales en los Estados Unidos. Así tuvo que poner en su lugar las cosas,
demostrando en lo concreto cómo él sí llegó a ver que lo político pasaba por lo social.
Ahora bien, si analizamos detenidamente las Bases del Partido Revolucionario Cubano, vemos que en ellas
se hace referencia a cómo va a ser esa república y a la equidad que debe existir en ella. También se hace

referencia a la participación de las diferentes fuerzas sociales en la realización de la república. Me parece, pues,
que ahí hay elementos importantes por estudiar y por desarrollar.
A veces, por un sentido pragmático, nosotros insistimos más en la concepción martiana del hombre real,
del indio, del negro, para demostrar que fue realista y objetivo, y descuidamos que en él también hay una
interpretación del hombre universal. En su enfoque es destacable cómo combina ambos elementos: la cultura
universal en el tratamiento del problema con el conocimiento del hecho histórico concreto, específico. Cuando
Martí ve entre los hombres determinadas diferencias, también se detiene en aspectos que los identifican como
seres humanos. El tratamiento del problema social es importantísimo en Martí, en el aspecto de la raza, de la
contribución de cada cual en la realización de la república —no a cuánto va a recibir uno u otro. Recuerden que,
para él, el mérito principal de todo hombre era ser patriota y que podía tenerse tal condición siendo rico o pobre.
Recordemos todo lo que vivió y escribió Martí en México, vinculado a los trabajadores, a la aún muy joven
clase obrera mexicana, cuando se identificó con ciertos postulados de ideas socialistas y con aspiraciones de
aquellos hombres. Y aclaro de nuevo que no he dicho que Martí fuera socialista. No fue un socialista ni un
antisocialista. Pero se preocupó por los problemas del hombre, por resolver sus grandes dificultades en el orden
económico, estuvo vinculado al movimiento obrero y defendió las huelgas justas de los trabajadores para que
vivieran mejor. Como igualmente defendió que los ricos cedieran un poco de lo que tenían para lograr
determinado equilibrio y justicia social.
Sin dudas que en Martí está presente el problema social, pero la preocupación fundamental de Martí es la
independencia, que es el proyecto nacional liberador.
Se podrían analizar otras cuestiones relacionadas con las ideas socialistas en general y con las ideas
marxistas. Comparto el criterio de aquellos que dicen que las lecturas que hizo y la comunicación que tuvo
Martí con hombres de ideas socialistas y con el propio pensamiento socialista dejaron en él alguna huella, tanto
como otras corrientes de pensamiento. ¿Quién puede negar que en Martí influyera la lectura de Henry George
en el tema de la agricultura y de la propiedad de la tierra? ¿Quién puede negar que sus últimas concepciones y
sus últimas ideas acerca de la importancia de la nacionalización de determinados servicios no tienen que ver con
algunas lecturas que hizo? Lo que digo no es que las ideas martianas sean socialistas; sino que hay puntos de
contacto entre ambas, y que además hay referencias directas de él a lecturas acerca de problemas
eminentemente sociales, que además tenían un fundamento económico y un sentido político.

Enrique Ubieta: A esos dos elementos de la liberación, es decir, la nacional y la social, yo añadiría la
liberación cultural también. En el proyecto martiano estas tres cosas están absolutamente imbricadas, y para
Martí la cultura es un elemento constitutivo indispensable del sujeto social.
Aprovecho este momento también para decir que yo sí creo que Martí está en contra de la copia. Creo que
una cosa diferente es la influencia, la aceptación de lo que la cultura universal pudiera ofrecerle a él y al hombre
en general; una cosa es el injerto, que da un fruto distinto a la copia. Desde México él está en contra de la
imitación servil, como llega a decir en Nuestra América y en otros documentos. Justamente por eso estoy

hablando de una liberación cultural, por supuesto, no ajena a todas las influencias, a todos los elementos que
pudieran enriquecerla. Pero a nivel de diálogo con esa cultura universal, no de su imposición o aceptación
acrítica.
También el humanismo de Martí es indiscutible. No solamente por esa cultura humana universal que
funciona en todas direcciones y que Martí no rechazaba, sino también en cuanto a la liberación espiritual del
hombre individual. Por eso llega a decir que el primer deber del hombre es reconquistarse. O sea, que desde lo
muy particular, hasta lo general universal, Martí estaba por ese humanismo. Pero esto no niega la posición, el
consejo martiano de no copiar en el sentido de no aceptar dogmáticamente. Imitar era para Martí una apostasía,
tanto en economía como en todo lo demás, y en cultura, por supuesto.
Por eso me parece que en estas dos vías de que hablaba Ronda hay que incluir también esto, que forma
parte de ese discurso social y que fue tan enfatizado por Martí. Porque efectivamente, como dijo Olivia, para
Martí la cultura es la historia de la cultura y es también la participación del sujeto en la historia y en su
circunstancia inmediata. Creo que Martí también estaba por una liberación cultural de nuestra América y de
Cuba.

Olivia Miranda: Habría que indagar un poco más en el concepto de época histórica que Martí tiene, para
poder entender la problemática de la relación de lo nacional y lo social Martí utiliza el concepto de época para
marcar muy profundamente la existencia de mundos diferentes en una misma relación temporal y aun
geográfica, y para delimitar en América la existencia de un mundo natural, de pueblos jóvenes o pueblos
nuevos. Para él, un pueblo ascendía a tal cuando adquiría su independencia; es decir, hasta tanto no era libre, no
era pueblo. Porque el pueblo es un proceso de construcción en Martí. Y así determina la existencia de pueblos
naturales y pueblos históricos o seculares. Eso puede traducirse, haciendo una extensión un poco forzada, a
pueblos desarrollados y subdesarrollados de su época.
Para Martí, en una misma época histórica, coexisten estos dos tipos de pueblos, cuyas tareas en cuanto a la
liberación del hombre son diferentes, porque diferentes son sus estadios de progreso. Sin que quiera decir que
los más avanzados en su historia no atravesaran por estadios de progreso similares a los que constituyen el
presente de los pueblos naturales.
Con esta distinción, Martí hace también una distinción en cuanto a la revolución social. En sus últimos
textos, el llega a admitir como una necesidad -incluso contra sus deseos-la revolución social en los Estados
Unidos y en Europa. Considera que esa revolución tendrá que ser, por desgracia, violenta, porque casi no queda
otro espacio al tránsito a una sociedad justa, es decir, de justicia social para todos, pero sobre todo para los
humildes, para los que trabajan, para el «Atlas» que sobre sus hombros sostiene al mundo. Esa vía violenta se le
fue justificando a él porque el progreso para esos pueblos era concebido de manera unilateral, solo en un sentido
económico; porque se concebía el trabajo pragmáticamente, como fuente de riquezas y no como creación
humana, y como fuente de desarrollo cultural. En el mundo de los pueblos históricos esa revolución es pues
inevitable. Martí cree que ese estadio de progreso es un momento regresivo del desarrollo de la humanidad. Es

decir, lo que está ocurriendo en el momento del surgimiento del imperialismo en los Estados Unidos no es en
Martí un paso de avance, sino de retroceso, porque el progreso tiene ahí un carácter unilateral, que deja fuera
los aspectos espirituales, culturales y de justicia social del hombre.
En cambio, Martí cree que en los pueblos naturales de América la experiencia de lo que ha ocurrido en
Europa y en los Estados Unidos puede servir para evitar que ese sea necesariamente el progreso. El progreso
multilateral de los pueblos naturales hasta situarse a la altura de su época, por otro lado, tiene que ser
inexorablemente cumplido, porque si no, no es posible sostener ni la libertad ni la soberanía. Es decir, si no se
alcanza el grado de progreso que tiene la humanidad en esa época histórica, no es posible mantener la libertad y
la independencia. Martí cree que en los pueblos naturales estos cambios sociales, es decir, esta revolución social
puede desarrollarse por otras vías, porque todavía el progreso del avance científico-técnico no ha llegado al
grado de unilateralidad que tiene en los países históricos. No obstante, deja abierta la posibilidad de que no sea
así y de que aun en los pueblos naturales sea necesario que el hombre muera de nuevo por la libertad del
hombre. Entonces ya no se está refiriendo a la independencia, requisito ineludible para poder fundar la
república, sino que está aludiendo a la problemática social, que en otros textos ha identificado en dos
dimensiones, como decía Ronda: el problema de la división etnocultural en grupos de la sociedad, y la división
en clases de la sociedad.
No hay que olvidarse que Martí conoce de la estructura de clases de la sociedad y de la lucha de clases
como vehículo para resolver derechos cuando están otras vías cerradas. El espera y aspira a que en los pueblos
naturales eso no sea necesariamente así. Pero aun cuando esto no pueda ser, no cierra las puertas a una
revolución social. Cuando habla de ricos en la lucha por la independencia, no habla de todos sino de los ricos
cuasi arruinados que están en el partido de la independencia. Hay que leer con cuidado las críticas al
autonomismo y al anexionismo en Patria, para darse cuenta de que él hace una distinción muy clara entre los
que defienden la caja por encima de los intereses patrios y de los intereses de los demás, y los que defienden los
intereses del todo social, del conjunto de los elementos que componen la sociedad.
¿Podemos decir con esto que Martí previó la Revolución socialista para Cuba? No se trata de eso, sino de
que conocía mucho mejor la sociedad de su época que la mayoría de sus contemporáneos en América Latina. Y
que no dejó de percatarse de que las diferencias sociales, independientemente del origen que para él tuvieran,
llevaban necesariamente a la lucha por una redistribución del producto del trabajo y de la riqueza nacional que
guardara un equilibrio coherente con el aporte de cada cual a esos procesos. Y que cuando ese equilibrio no se
lograba, entonces quedaba expedito el camino de la violencia para lograrlo, asunto sobre el cual hace, en más de
una ocasión, un paralelo con la independencia. El reformismo, que se planteaba la solución sin violencia del
problema de la libertad, no era para Martí un error total; solo lo fue después que se demostró que no era posible
llegar a ello.
Por eso no analiza de igual forma el reformismo de la primera mitad del siglo XIX (Saco, del Monte,
incluso Arango y Parreño), que el reformismo autonomista de la segunda mitad. Establece diferencias muy
marcadas entre ambos. Y cuando le reprocha al Partido Autonomista su política, no lo hace porque este no

plantee la independencia, sino porque no fue capaz de prever que la reforma no tendría lugar, y que habría que
luchar por la independencia. El autonomismo no unió el país para eso: lo dividió; y es entonces que Martí habla
de la revolución. Es decir, es válido para Martí mientras haya posibilidad, plantearse la transformación social
que dé justicia para los humildes sin métodos violentos y sin enfrentar al hombre con el hombre.

Pedro Pablo Rodríguez: Quiero recoger una pregunta proveniente del auditorio que escucha esta mesa
redonda: ¿cómo vemos a Martí en la Revolución hoy? ¿Cómo sería él, cómo actuaría hoy en medio de nuestras
circunstancias?

Denia García Ronda: Martí era, en primer lugar, un hombre muy justo; y en segundo, muy objetivo y
práctico. Es decir, creo que lo que haría Martí hoy primeramente sería estudiar el tiempo histórico en que
estamos viviendo, las circunstancias que pueden haber influido en una u otra actitud de este proceso.
En este escenario un poco fantástico —la presencia física de Martí entre nosotros— creo que él estaría de
acuerdo con muchos de los principios o lineamientos generales de este momento, como el sentido de la
independencia, a pesar de todo y contra todo, el antimperialismo, el latinoamericanismo, el antirracismo, la
voluntad de justicia social, todas esas cosas generales.
Ahora bien, me parece que en otros aspectos estaría discutiendo, quizá como aquel documental, El primer
delegado. Creo que estaría quizá amenazando con volver por Playitas para acometer otros aspectos, desde
luego, después que hubiera estudiado verdaderamente la situación. Aquí se ha mencionado la propia
tergiversación que muchas veces se hace del concepto de democracia, la poca participación real que muchas
veces se le da al pueblo en algunas decisiones y que están justamente en contra de lo que él quería, que todo
viniera desde abajo y que se analizara, por supuesto, por los responsables. La falta de confianza en la capacidad
política del pueblo nos ha afectado bastante, y creo que está en contra de lo que hubiera querido Martí. El
pueblo de Cuba está muy politizado desde hace mucho tiempo, pero sobre todo desde hace 36 años, y a menudo
esa politización también se ha dogmatizado. Por encima de todo, hay una realidad: cuando se producen los
grandes acontecimientos, ese pueblo responde con una capacidad política extraordinaria. Sin embargo, no se
confía suficientemente en su capacidad política.
Creo que hay dos temas que a nosotros se nos quedaron por debatir y que están entre las que Martí
discutiría y no estaría de acuerdo. Uno es el problema de la ética —personal, institucional, de la ética incluso
nacional o de la proyección ética de la Revolución. Y los problemas de la educación. Estos últimos consisten no
solamente si se enseña o no a Martí sino, esencialmente, en cómo se enseña incluso las ciencias, y cómo es el
sentido de la educación cubana desde los primeros grados. Acerca de eso Martí tendría mucho que decir y que
criticar, como por ejemplo el abandono de la historia nacional durante tantos años, a pesar de que el pueblo lo
expresaba, y de que se planteaba en asambleas, tanto de intelectuales como en asambleas de barrio.
Se abandonó el estudio de la historia nacional, se tuvo un criterio absolutamente absurdo de la vinculación
entre la Historia de Cuba y la Historia Universal, considerándola como un aspecto más de esta. Hoy estamos

sufriendo las consecuencias de ese desconocimiento de nuestra historia. Se trata no solamente de conocerla «de
los incas acá» como decía Martí, sino de manera que la historia nos dé lecciones, no para seguirlas
dogmáticamente, sino para poder tener una mayor amplitud de criterios ante los problemas. Un error en la
educación cuesta a veces centenares de años superarlo, porque es un problema que va de generación en
generación. Por eso creo que en ese aspecto Martí estaría muy disgustado, como también en muchos de los
problemas de la ética y sobre todo con la forma cómo se interpreta su concepto, que es más que una frase, sobre
la dignidad plena del hombre.

Olivia Miranda: La pregunta es difícil de contestar. Una vez en un curso de postgrado en la Universidad,
Sergio Aguirre hizo medio en broma, medio en serio, el análisis —en verdad más en serio que en broma— de
que los grandes hombres de la historia habían tenido diferentes situaciones en cuanto a las posibilidades en las
trayectorias de su vida. Y decía que esto había determinado, en algunos casos, su vigencia posterior e incluso la
admiración que han despertado. Que había hombres que habían muerto en el momento en que se iniciaba la
lucha por la liberación y no habían tenido que pasar la etapa de la aplicación práctica concreta de sus principios
y de sus ideales a la realidad. Y que había quienes habían participado en las dos partes, es decir, que habían
luchado por la libertad y después tuvieron que llevada a la práctica. Quienes morían antes, tenían la ventaja de
haber dejado como imagen los ideales por realizar y no la realización de los ideales en la práctica, que no
siempre podían llevar a cabo tal y como se habían imaginado y que no siempre estaban exentos de errores, de
equivocaciones y de problemas, a veces, imposibles de solucionar.
Esta pregunta nos pone en la disyuntiva de tener que colocar a Martí en una dimensión diferente, es decir,
en la dimensión del hombre que además de organizar, prever, planear, desarrollar un ideal emancipador, tuvo
que llevarlo a la práctica. En el caso de Martí, ni siquiera pudo hacerlo en la lucha por la liberación. No tuvo
que enfrentarse a la intervención norteamericana, ni a la Enmienda Platt, ni a la constitución de la república. Por
supuesto, para los cubanos eso fue una desventaja y una desgracia, porque independientemente de que no
hubiera cambiado el curso de la historia, su presencia hubiera incidido, positivamente con seguridad, en ese
curso. Pero para la imagen de Martí, por supuesto, significa que se detiene en un momento en que todos esos
ideales debían haberse traducido a la práctica social, que él mismo consideraba extraordinariamente a la hora de
aplicar e incluso de importar ideas.
Por tanto, para mí es muy difícil pensar lo que Martí haría en este momento. Evidentemente, como ha
dicho Denia, hay cosas que son obvias por la universalidad de las mismas. Sin embargo, yo confieso que ese
tipo de respuestas es el que eludo siempre dar, porque significa extrapolar históricamente a una figura y tratar
de imaginar. Respeto extraordinariamente la imaginación de los artistas, pero tengo una forma de aprehender la
realidad a partir de otros elementos, y me cuesta mucho trabajo pensar qué haría Martí ante cada una de las
coyunturas y disyuntivas actuales en las cuales la Revolución ha tenido que aplicar determinados principios.
Pienso que haría, como ha dicho Denia, un análisis exhaustivo de la realidad y tomaría una decisión. No creo
que Martí estuviera exento de equivocarse, ni que todo lo que hubiera hecho habría sido tan absolutamente

correcto, exacto que nos hubiera evitado las dificultades por las que todo proceso revolucionario tiene que pasar
cuando se lleva a la práctica.

Enrique Ubieta: Los principios básicos fundamentales de la vida y la obra de Martí, los que le dan sentido
a su vida, forman parte o constituyen también los fundamentos de una revolución como la nuestra; es decir, el
sustento de una independencia nacional, la defensa del interés nacional, de la identidad nuestra, de la
integración latinoamericana, la justicia social vinculada a un desarrollo económico autónomo, la diversificación
de las relaciones con todos los países, la autenticidad, la dignidad del hombre.

Adalberto Ronda: Hasta ahora se ha hablado acerca de qué él haría si estuviera entre nosotros, qué haría al
encontrarse con la nueva situación. Yo no me voy a referir a lo que haría en sentido de futuro. La tesis número
11 de Marx sobre Feuerbach dice que de lo que se trata no es de interpretar al mundo, sino de transformarlo. Y
a partir de esa tesis casi siempre se insiste por los marxistas, por muchos de nosotros, en el aspecto de la
transformación.
Martí se detendría en la interpretación, en la comprensión, en saber qué ha ocurrido, como un primer acto
de conciencia. Pero no desde la posición del juez, no desde la posición de quien viene a ver qué se hizo con su
legado, porque él sería el primero en asegurar que ese derecho no lo tiene, ya que ningún ser humano, sea quien
sea, tiene derecho a exigir que su legado se materialice. Me parece que utilizaría un procedimiento, posterior a
él, parecido al del historiador francés Marc Bloch, que no fue marxista, quien planteaba que se imponía como
una necesidad la comprensión de la historia. Y comprender va más allá de los límites de lo que es simplemente
saber qué sucedió. Porque solamente comprendiendo qué nos ha traído hasta aquí en el plano nacional y en el
internacional, cómo hemos llegado hasta el momento de hoy, es que podremos contar con factores que nos
ayuden a comprender el presente y a proyectar el futuro.
No digo que las soluciones hay que encontrarlas en el pasado, sino que la comprensión del pasado, permite
entender por qué los hombres actúan de tal manera. Porque dentro de ese proceso de comprensión podremos
explicar un poco mejor, por ejemplo, por qué nos sumamos al CAME, o por qué hicimos o no tal cosa.
Podemos llegar a la conclusión de que hicimos mal algo, porque lo quisimos hacer mal o porque no nos salió
bien, o a sabiendas de que no nos quedaba más remedio. Es decir, entender, comprender la historia, lo que
hemos hecho hasta acá, creo que sería una preocupación importante de Martí, para luego pronunciarse en
relación con la situación de la transformación, a partir de lo que han dicho los compañeros.

Pedro Pablo Rodríguez: Para mí solo cabe pensar que Martí sería una persona que pelearía por esta
república, uno de sus dirigentes, y probablemente hoy le pasaría lo mismo que le sucedió durante los años 80
del pasado siglo y hasta después: muchos lo aceptarían, pero otros no. Y trataría de estudiar los problemas de
hoy y haría propuestas queriendo ser original y creador, con la firme voluntad de unir a los más que pudiera en
un proyecto abarcador de los mayores intereses nacionales. No tengo otra manera de verlo en el presente.

Gracias a todos.

© Temas, n. 2, abril-junio de 1995, pp. 103-110.
Precisiones sobre nación e identidad
Armando Cristóbal
Politólogo. Editorial Arte y Literatura.

Sugerente y necesaria, la mesa redonda sobre «Nación e identidad» publicada por Temas en su primer número, resulta
una problemática múltiple, objeto de diversas disciplinas. Son usuales los acercamientos etnográfico, sociológico, histórico
y culturológico. Menos habitual es el intento de aproximación desde la ciencia política. Pero, por supuesto, estos y otros
enfoques se superponen y la controversia tiende a ser rica, compleja y un poco contradictoria también.
Es por eso que compartimos el criterio de uno de los participantes sobre la necesidad de tratar el tema en términos más
genéricos, antes de establecer las particularidades del caso cubano, sobre todo en su contemporaneidad. Analizar la relación
nacionalidad, nación, estado como momentos de un mismo proceso, podría contribuir a la profundización del debate.
Una regla metodológica esencial es que no pueden usarse indistintamente las categorías nacionalidad y nación sin que,
al perder la especificidad, desaparezca la posibilidad de explicar sus relaciones como parte de un mismo fenómeno.
Aquello que llamamos nación —aun en las más diversas acepciones— es solo una de tales formas de agrupamiento;
ello presupone que en una misma sociedad pueden originarse otras diferentes. Porque la nación se manifiesta en una
sociedad específica, pero no se le identifica de manera absoluta, aunque ambas se correspondan condicionadamente.
La nación, así entendida, la que adscribimos al gentilicio cubano, es en su inicio parigual de la que surgiera, como
resultado de un proceso muy definido, por vez primera hace más de dos centurias en algunas comunidades del área que
ahora nombramos, en términos de geografía política, como Europa occidental.
La nacionalidad, en cambio, constituye también un agrupamiento social que, originado históricamente con
anterioridad, se caracteriza por la particular identidad común a sus integrantes y, en determinadas condiciones, deviene
núcleo esencial de ese otro más amplio, complejo y articulado a la estructuración económica y clasista, que se considera
paradigma de nación.
Ciertamente se trata de fenómenos interactuantes, pero discernibles en su especificidad para el análisis: una, la
sociedad; otra, la nacionalidad: una tercera, la nación.
Durante las revoluciones burguesas, el reagrupamiento nacional en tales sociedades coincidió con la reestructuración
productiva y formas políticas adecuadas para su desarrollo. A esta conjunción paradigmática se le conoce como Nación—
Estado o Estado nacional.
Cuanto más definida la nacionalidad, tanto más estable la nación: consecuentemente, cuanto más consolidada la
nación, tanto más puede hablar el poder político en términos gentilicios.
Una de las funciones esenciales de esa identidad común que acompaña la existencia de la nacionalidad, es cohesionar
la sociedad que le diera origen y permitir que las contradictorias fuerzas sociales y políticas se expandan sin que se destruya
la imprescindible unidad interna. Y por ello deviene instrumento privilegiado del Estado en su desempeño como núcleo
organizador del sistema político en interés de los sectores y clases que detentan el poder.
Por otra parte, ese Estado articula el sentimiento de identidad nacional con un proyecto económico-social específico
que responde solo de manera selectiva y contradictoria a los intereses de la sociedad en su conjunto.
El advenimiento de esa forma madura de agrupamiento que llamamos nación, presupone e implica su mayor
desarrollo económico y social (aun con las ya mencionadas divergencias dentro de ella), razón por la cual la tendencia al

fortalecimiento del sistema político constituye, en tales casos, la garantía del avance del proceso en su conjunto.
La particular conjunción de sectores populares en lucha por materializar sus intereses, explica las diversas formas en
que puede manifestarse el surgimiento y el desarrollo de una nación que, al menos hasta el presente siglo, se ha insertado
siempre dentro del modelo capitalista de la modernidad. Porque su propio devenir implica el reconocimiento —primero
dentro y después afuera— de su manera de ser. Y para eso resulta indispensable disfrutar —dicho en términos políticos
contemporáneos— primero de la soberanía, y después de la autodeterminación.
La imposición de un modelo político, si no se corresponde con la existencia previa de condiciones favorables para
ello, resulta orgánicamente problemática. Sin embargo, la presión constante y estructurada, sostenida por una
reorganización económica y social mediante formas variadas de cohesión y coerción, puede alcanzar —en su continuidad—
las condiciones mínimas para ello. Solo que, inevitablemente, esta sociedad generará intereses propios y una versión del
paradigma impuesto.
Las repúblicas o monarquías parlamentarias que como forma adoptaran cada uno de los Estados nacionales se
correspondían de manera tan específica con su realidad —mantenimiento de la cohesión gracias a un comportamiento más
democrático dentro de la comunidad, una disminución de las tendencias fraccionalistas mediante el reparto de las funciones
del poder institucionalizado, etc.— que no pudieron incorporar otras sociedades a su propio sistema, sin que este perdiera
algunas de sus características más esenciales.
Dichos estados nacionales nuevo tipo de comunidad desarrollada surgida de manera orgánica en las condiciones de la
proyectiva Europa de la modernidadexpandiéronse por sobre el resto del mundo conocido entonces a través de las só1idas
vías de la factoría, el mercado y el comercio —con el apoyo de la fuerza organizada— para imponer sus intereses sobre
sociedades donde no existían nacionalidades ni naciones, pero sí pueblos en procesos distintos y propios. Tal operación
expansiva, a pesar de las apariencias, nunca pudo eliminar esa diferencia esencial.
Y de esa contradicción, originada por las propias naciones—estado europeas devenidas metrópolis —quienes con su
expansión producían variaciones en el modelo— surge el amplísimo movimiento de liberación nacional de las colonias,
casi desde el inicio mismo de la expansión, en un proceso simultáneo que ha durado las mismas centurias. A tales
circunstancias se debe la aparición de la mayor parte de los Estados contemporáneos. Y en América ante todo, porque las
dos formas esenciales mediante las cuales se manifestó la colonización en el continente americano Ga anglosajona en el
norte, la ibérica en el sur) fueron diferentes a las que asumió el proceso colonizador europeo en los otros continentes.
Es cierto que la identidad, como expresa uno de los participantes en la mesa redonda sobre Nación e Identidad,
empieza a manifestarse en el momento en que nos percatamos de la diferencia. Y también que en el caso cubano, esa
diferencia —que se materializará después como nacionalidad y como nación— se inicia mucho más temprano de lo que
usualmente se reconoce.
Si el paradigma de nación es una comunidad integrada alrededor de su autorreconocimiento como nacionalidad, con
intereses económicos articulados en un proyecto y un mercado comunes, con una estructuración social propia y única, que
tiende a la búsqueda de su autodeterminación política para la reafirmación y madurez como sociedad, la que iniciara la
conquista y realizara la mayor parte de la colonización de América, no lo era.
Y esta es una razón por la cual no puede hablarse en propiedad —como sí puede hacerse en el caso de Francia con
respecto a sus colonias, a pesar de sus raíces galas, lombardas o francas— de la existencia de una cultura nacional española
fecundante de los pueblos americanos. Los colonizadores fueron, entre otros, castellanos, andaluces, extremeños, gallegos o
canarios por su identidad; y españoles por esa supraidentidad forjada durante la reconquista e impuesta por el poder feudal

de la monarquía en los siglos siguientes.
Consecuentemente, si muchos aspectos (económicos, sociales, culturales, políticos) de aquel Estado español
mantuvieron una muy significativa presencia estructurada en las colonias, gran parte de los inmigrantes de sus diversos
pueblos mantuvieron en América sus particularidades nacionales y también las no superadas contradiccioens con el poder
de la metrópoli, que impedían su expresión natural.
Durante los cuatro siglos del proceso de conquista, colonización e independencia de los pueblos de América, los
pobladores de la península ibérica no llegaron a constituir una nación moderna única, en tanto supervivían nacionalidades y
naciones en ciernes, aherrojadas a un Estado centralizado en lo político, pero fraccionado económica y socialmente.
Fue esa sociedad multinacional, pluricultural, abstraída del desarrollo del pensamiento liberal, imposibilitada de
insertarse en la modernidad capitalista, la que llegó a América en plan de conquista y la que asumió —con la misma fuerza
y semejantes instrumentos a los que empleó durante la Reconquista— la colonización de los pueblos que encontró en el
Nuevo Mundo.
No había en Cuba sociedades como las de incas y aztecas, que ofrecieran resistencia efectivas al conquistador y
lograran que una parte de su población sobreviviera y se insertara de algún modo en las nuevas condiciones.
Por supuesto que, según se conoce, entre los cubanos contemporáneos a nosotros se encuentran sus descendientes
genéticos, gestados en medio del mestizaje de cinco siglos. Cierto que algunas de sus relaciones con el medio fueron
heredadas socialmente, dado el condicionamiento económico, como por ejemplo, la vivienda rural. Obvio que señales de su
presencia —pictografías, enterramientos funerarios— se incrementan con el desarrollo de las investigaciones científicas; la
toponimia, la denominación de fauna y flora, recuerdan que fueron los primeros pobladores de la Isla. Es verdad que una
nostalgia singular se percibe en todo acercamiento al tema de lo cubano, como si su presencia resultara de alguna manera
imprescindible. Pero nada más.
No obstante, aquellos andaluces, vascos, asturianos, llegados a la Isla, tampoco pudieron impedir que quedara en su
memoria y en su comportamiento (y en el de sus descendientes), la impronta de aquel primer entrecruzamiento. Y el hecho
de que aún hoy en día sea esta una cuestión inevitable al pretender reflexionar sobre los orígenes de lo cubano, pone en
evidencia que si una nacionalidad y una nación se constituyen sobre bases de existencia material, tampoco pueden existir
sin factores como este. Todavía el mítico común origen es indispensable para la cohesión de toda comunidad humana,
desde las formas más elementales en las que un totem es antepasado de todos los miembros de una tribu.
Pero lo más significativo de la presencia de los españoles en América, es que a partir de su llegada (y de manera muy
diferente a lo que ocurrió en otros casos) fueron ellos quienes —en un medio distinto al de su origen— se transformaron en
otredad para los de su propia estirpe que se mantenían en la península. Eran los indianos. Como al territorio americano
llegaban mezclados, como allí no siempre habían podido expresar plenamente su identidad, desde ese mismo momento
comenzaba a establecerse en ellos el natural proceso de diferenciación que a la larga —en sus descendientes— podría
originar una nueva.
No importa que el mantenimiento de múltiples nexos hicieran vivísima la referencia a la tierra natal; no importa que el
poder omnímodo de la metrópoli no fuera tan agobiante al principio para sus colonos, como lo sería dos siglos más tarde;
no importa que tal proceso se viera interrumpido numerosas veces por una disminución poblacional de tanta magnitud que
pareciese que defintivamente desaparecería el embrión de comunidad distinta. El proceso se reanudaba una y otra vez.
Pero no necesariamente tenía que ser así. No toda colonia origina identidad aparte. La presencia del colono no siempre
deviene nacionalidad y esta nación. Durante las dos primeras centurias —en el caso de Cuba el proceso no podría

considerarse definitivo; ni siquiera lo era en su base demográfica indispensable. Muchas vicisitudes pudieron impedirlo,
como muestra el más leve repaso de la historia de las Antillas hasta el siglo XVIII.
Con los colonizadores habían llegado —desde muy temprano— los africanos, que ya conocían el trabajo servil y la
esclavitud patriarcal en la península desde tiempos antiguos. Por eso, alguna relación existió (y las fuentes documentales y
de otra índole así lo atestiguan) entre ellos y los aborígenes. Pero esa cohabitación poco duró, como poco tardó la
desaparición física de los autóctonos pobladores de la Isla.
Este africano, traído posteriormente de manera masiva como esclavo —sustraído directamente de su lugar de origen—
que podía ser un simple guerrero tribal (o un sacerdote o un funcionario con atributos de poder o acaso un campesino
igualmente esclavo de otros africanos) vino desnudo, todo su mundo en la cabeza. En la mayoría de ellos, por largo tiempo
después de su llegada continuaría latente la voluntad de regreso al país natal. Pero la necesidad de sobrevivir en
condiciones de esclavitud privilegió la inserción en el contexto desconocido, por un proceso de analogía donde rechazo y
asimilación fueron instrumentos fundamentales. Por todo eso, desaparecido el aborigen, manteniendo el hispano su
condición de amo y una patria común —no por contradictoria menos real— el africano, sin asidero alguno, fue el primero
en establecer una nueva identidad de las que integraría mucho tiempo después la cubana.
Pero el caso del colonizador fue más complejo y determinante en ese proceso de transculturación que sentara las bases
para la aparición de una nueva comunidad con identidad propia en la sociedad colonial de la Isla.
Más complejo, porque su distanciamiento de la tradición que compartía como cosa propia debió ser lacerante e
indefinible, porque ni era absoluto ni irremediable y —al menos en teoría— la solución siempre se encontraba en sus
manos: podía regresar a la Península y a su comunidad de origen. Por ello, en la interrelación familiar debían producirse
enormes desgarramientos que llegaron —muy adelantado el proceso— a la ruptura. El corte aquí se producía en la mayor
intimidad del individuo. Y más determinante porque se trataba del heredero del conquistador o del colonizador, el propio
colonizador, el codueño material, el representante del poder constituido, el poder mismo. Era, además, el portador del
lenguaje de la comunicación impuesto a todos: en la propia Península durante el proceso de la Reconquista a los pobladores
del nuevo Estado español; a los habitantes del continente americano durante el proceso colonizador, cualquiera fuese su
origen.
Y finalmente, por el carácter específico de la relación del sistema social y político del imperio español con sus
ciudadanos en todo el mundo. No por colonizador, la opresión hegemónica de la monarquía dejaba de ejercerse también
sobre él, tanto como sobre quienes vivían en la península.
Por todo ello, hasta tanto no se definiera en él la nueva identidad vinculada al territorio donde vivía, a sus incipientes
nuevas tradiciones, a la insensible modificación del lenguaje transculturado, a la conformación de otra cultura sobre la base
de la suya estructurada, no podían cuajar las múltiples auto identificaciones —que también se manifestaban en el resto de
los convivientes de la isla— en un todo orgánico y diverso en su unidad.
Resultaría ingenuo pretender la determinación precisa del momento de aparición de la nacionalidad cubana, porque su
condición de proceso histórico y lo heterogéneo de los elementos integradores, solo permiten apreciarlo cuando ya existe
evidentemente en sus portadores materiales, como una nueva entidad reconocida por los otros y autorreconocida por sus
partícipes.
Tampoco es posible definir y relacionar de una vez y para siempre los elementos caracterizadores de una
nacionalidad, puesto que ello varía en el tiempo, según las circunstancias, de acuerdo con las sensibles zonas de la
integración paulatina. Aquellas comunidades de historia más larga que han podido sobrevivir a la desaparición espontánea

por agotamiento, a las agresiones genocidas o a los enfrentamientos diezmadores, muestran una evolución más o menos
lenta de su escala de valores espirituales, de sus costumbres, de la manera de autoidentificarse, de su lenguaje, de su
cultura, de su comportamiento en general.
Y, sin embargo, en tales casos se consideran descendientes de la más antigua progenie conocida, como los cubanos
con respecto a sus aborígenes desaparecidos, de quienes saben tan poco. Es el mismo sentimiento que todo hombre
civilizado contemporáneo guarda con respecto a los antepasados de la especie.
Si el autorreconocimiento de la pertenencia a un grupo es el motivador esencial para el surgimiento de la propia
identidad —y en el caso que nos ocupa esta tiene como referencia lo que hemos dado en llamar nacionalidad—, ello no
implica que se trate de un fenómeno desasido de materialidad. De todas maneras, no necesariamente todos los que
pertenecen al grupo se reconocen en él, y el no reconocimiento es en buena medida un extrañamiento.
No se trata —y esta es una diferencia esencial— de la identificación en una comunidad primitiva, donde el
autorreconocimiento de pertenencia se produce con el nacimiento y los lazos sanguíneos del parentezco.
Tal identidad no se manifiesta de una sola vez, en el mismo grupo, respecto a las mismas cosas y en todos los
integrantes de la sociedad donde se origina, sino que se trasmite de múltiples maneras, y es reconocida y asumida primero
por unos y por otros después, y aun cuando la mayoría llegue a su reconocimiento —con lo que en realidad se objetiviza
plenamente el grupo—, nunca es de la misma manera la identificación para todos, ni lo es igual en las diversas épocas.
Algunos indicadores pueden ser más estables, continuos, absolutos (la lengua, aun aceptando todos los giros y matices
con que se hable y escriba) y otros más variables en el tiempo y el espacio, como los gustos. Y otras, mucho más inasibles
y sutiles, como el carácter nacional. Podría decirse que todo aquello que se oponga a la esencia misma de la identidad
nacional, se articula en la nacionalidad, otorgándole así riqueza, variedad y matices dentro de la indispensable coherencia; y
propicia la existencia de diferentes ámbitos socio culturales imbricados en la propia identidad por medio de unos pocos
pero esenciales aspectos comunes, por lo que se reconoce la existencia de una nueva nacionalidad aunque sea en unos
pocos y diferentes miembros.
Y aunque aquella todavía o nunca llegue a transformarse en nación, el gentilicio resultará emblemático. De donde la
precisión se impone: lo nacional se refiere tanto a la pertenencia a la nacionalidad como a la integración en la nación,
puesto que estas no se oponen ni se excluyen como fenómenos, y en cambio, se articulan orgánicamente cuando forman
parte de un mismo proceso.
Se es cubano por identidad con la nacionalidad, y se es cubano por pertenecer a la nación. Porque no se puede tener
sentido de pertenencia a esta sin poseer identidad con aquella. En cambio, un cubano podría hacer valer su origen e
identidad, sin que implique su pertenencia a la nación. Esta encierra una proyección mucho más asida a la temporalidad y a
los condicionamientos concretos de existir —del ser y el deber ser— de la estructura de la sociedad en que se asienta.
Vistas así las cosas, la nacionalidad cubana se gestó de diversas maneras, simultáneamente y en procesos
complejamente imbricados casi desde el origen de la llegada de los conquistadores; se encontró en riesgo de subsistencia
más de una vez; su comportamiento o caracterización se modificó en uno u otro sentido y, a pesar de todo, se mantuvo —
con variaciones disímiles, pero siempre vinculadas a cuestiones esenciales que tendrían que ver con una autoimagen— un
autorreconocimiento de pertenencia diferenciada de otros.
Tal proceso había comenzado a extenderse desde principios del siglo XVIII, porque las diferencias entre criollos de
origen hispánico (incluso de aquellos cuyos ascendientes fueran de muy reciente llegada a la Isla, lo que pone de manifiesto
la fuerza con que ya se manifestaba la nueva identidad) y aquellos que, de origen o ascendencia hispánica, continuaban

respondiendo a un sentimiento de pertenencia a comunidades asentadas en la Península, da inicio en la práctica al
distanciamiento, entre unos y otros, y de aquellos respecto al poder hegemónico que se les imponía.
Es muy importante la precisión realizada durante el debate, que subraya el boom azucarero y sobre todo la inserción
masiva de esclavos africanos alrededor de 1790, porque ello vino a introducir nuevos elementos en un proceso de identidad
que ya germinaba lentamente, y donde la estructuración demográfica y clasista era diferente a la que se observaría en el
siglo siguiente. Este es uno de los momentos de modificación esencial en el proceso que culminaría con la aparición de la
nación cubana.
La experiencia histórica de la Isla muestra cómo también se produce paralelamente la convivencia humana sin
enfrentamientos, en un proceso de transculturación que es el elemento integrador más fuerte. En tal sentido no solo
cuentan, a pesar de la ventajosa proporcionalidad demográfica, la presencia originaria de portadores de expresiones socio
culturales de entidad hispana o africana, sino también las posteriores presencias imperantes —aún no suficientemente
estudiadas— como la de inmigrantes chinos (una parte de ellos llegados en condiciones de semiesclavitud) o de otras
tierras del Caribe, e incluso un fenómeno más antiguo, pero particularmente significativo, como el arribo de colonos
franceses con sus esclavos a raíz de la Revolución haitiana.
No obstante, el portador principal y primer resultado de este proceso es el mestizo, cuya identiad tenderá siempre, por
razones 1ógicas, hacia la nueva nacionalidad, aunque condicionado por el contexto social en que se inserte. La relación
entre los diferentes grupos solo se vuelve antagónica cuando implica conflictos por intereses esenciales para las partes. Es
decir, que la violencia no se manifiesta internamente en tanto el fenómeno se mantenga en el terreno del mutuo
reconocimiento.
De ahí que sean innumerables y diversos los ejemplos a los que puede aludirse en el ámbito de la literatura, de la
música o los bailes, de las comidas o los cultos religiosos e incluso de las corrientes de pensamiento que muestran cómo,
mediante procesos muy diferenciados, se jalona de hitos integrado res el camino hacia una siempre infinita maduración de
la identidad nacional.
Si la nacionalidad se define sobre todo en el sentido de la subjetividad, resultaría difícil explicar solo por ella el grado
de oposición de la otredad. A menos que su comportamiento afectase directamente valores que pusiesen en juego la
existencia misma de unos y otros.
En resumen, en el compilicado desarrollo al que nos hemos venido refiriendo, existe un determinado momento —
condicionado por factores específicos— que transforma el simple proceso de autorreconocimiento de la propia identidad y
de esta por los otros, en una situación de inevitables pugnas. Ya entonces el problema no se refiere al carácter etnocultural
—determinante en el surgimiento y desarrollo de la nacionalidad— sino a otros aspectos de la estructuración social en que
esta ha surgido y que se articulan con problemas tales como el de la sobrevivencia y la expansión material y espiritual de la
comunidad.
Pero, en todos los casos, el normal desarrollo de una nacionalidad —si nada se le opone— tiende a devenir esa forma
madura de estructuración social que es conocida como nación.
De manera que ya a finales del siglo XVIII en el territorio de la isla —y relacionados de diversas maneras en la
sociedad colonial— sectores poblacionales de origen diverso poseían afinidades e intereses comunes sobre la base de un
conjunto de elementos (idioma, cultura, tradición, convivencia cotidiana, psicología social, sincretismo religioso y
mestizaje) que establecía en ellos una manera de ser y de pensar que los diferenciaba del peninsular. Esos criollos eran ya
una primera expresión de la nacionalidad.

La sociedad colonial en la Isla se caracterizaba por una estructuración económica y social cada vez más articulada con
las expansivas relaciones de los estados europeos y norteamericano; asentada la mayor parte de la producción importante
en el trabajo de la mano de obra esclava; bajo la determinación política ejercida desde la metrópoli española, por otra parte
inmersa en su propia contradictoriedad y tan ajena a las particularidades del proceso que se desarrollaba en su colonia.
Estos rasgos impedían que madurase aquella nacionalidad y asumiese las prerrogativas de nación en ciernes.
También el proceso de independencia continental tuvo particular resonancia en el surgimiento de la nación cubana,
puesto que de un lado, influyó en el conjunto del sistema colonial español; y, del otro, inevitablemente constituyó marco de
referencias y paradigma ideológico (e incluso vínculo afectivo a través de figuras y movimientos) con los que en la Isla se
propusieron una proyección propia algunas décadas más tarde.
Pero si en lugar de los indudables nexos, influencias y semejanzas iniciales entre el proceso liberador en el continente
suramericano y el posterior en la Isla —incluyendo la no suficientemente valorada migración interna en el área—, se
analizan las respectivas sociedades que le sirvieron de sustento y estÍmulo, podría observarse que el de los criollos cubanos
poseía ventajas precisamente allí donde el de las comunidades suramericanas presentaban dificultades: se trataba de un
territorio pequeño y perfectamente delimitado naturalmente, sin grandes obstáculos geográficos, ocupado por una sola
sociedad abarcadora, integrada por razas, etnias y pueblos diversos, pero en un proceso de articulación de afinidades mucho
mayor, y con una cultura más homogénea en su diversidad.
Y aun otra diferencia, tremendamente importante, entre ambos procesos: el papel diferencial —teniendo en cuenta
incluso el lapso de tiempo transcurrido entre el inicio de unos y otros— de la presencia de los Estados Unidos en los
respectivos condicionamientos externos.
El hecho de que durante todo el siglo XIX (antes, durante y después del inicio de la Guerra del 68) círculos bien
formados e informados de criollos primero y de cubanos después, consideraran como una alternativa viable para alcanzar
su soberanía anexar la Isla a los Estados Unidos, pone de manifiesto hasta qué punto el grado de desarrollo económico y
social de muchos de aquellos pugnaba por una indispensable liberación del poder de España (cualquiera que ella fuese) y la
significación que la Unión Americana venía asumiendo como metrópoli económica de la sociedad colonial cubana y como
paradigma de un conjunto de valores afines y comunes a los movimientos de liberación y comunidades emergentes del
área.
Es evidente que en esa corriente anexionista —el momento y la confluencia de intereses— hubo matices. Porque el
comportamiento de muchos no resultó el mismo antes de la Guerra de Secesión norteamericana, que luego del triunfo del
Norte industrial sobre los esclavistas estados del Sur, por razones obvias.
En unos, tales cambios originaron un retorno a la búsqueda de otras soluciones que dieran respuesta a sus inquietudes
—siempre desde posiciones contrarias al status quo en el sistema colonial español—; pero en otros, la reafirmación de la
burguesía industrial como sector hegemónico en el territorio estadounidense intensificó la afinidad clasista y la convicción
de que la anexión podía ser —ahora más que antes— la mejor alternativa para dejar de formar parte del sistema colonial
español, aunque para ello tuviera que eliminarse también la esclavitud de la Isla. Pero, por supuesto, otros desecharon de
inmediato tal alternativa al constatar que necesariamente la identidad nacional se vería afectada.
Si la definición de la nacionalidad en tránsito a nación había sido dada por diferenciación del ámbito común de
identidad etnocultural con España, y por la oposición en términos polÍticos (autonomismo, independentismo), la relación
con los Estados Unidos venía a constituir un nuevo elemento de definición de la identidad, en el que —presentes ya con
fuerza los intereses clasistas en una comunidad mucho más desarrollada— su salvaguardá maduraba en los cubanos un sen-

timiento patriótico por encima de diferencias en el ámbito político.
Porque, en este caso, al no existir afInidad especial entre la naciente nacionalidad cubana y la heterogénea y aún
contradictoria identidad de la pujante Unión del Norte, solo razones de índole política podían fundamentar una tendencia
anexionista. Es decir, la existencia de aspectos provechosos en el sistema político de los Estados U nidos para la posición
de determinados sectores que participaban del proceso gestor de la nación.
Es por eso que, al analizar la significación de la presencia de los Estados Unidos en el proceso de surgimiento y
desarrollo de la nación cubana, no debe dejarse atrás lo sucedido en el tan cercano siglo XIX, puesto que una centuria
(apenas algunas generaciones) es poco tiempo para valorar lo esencial de los cambios en las circunstancias sociales.
Los cubanos de entonces —aquellos que por poderío económico y prestigio social constituían el sector mejor
preparado de la nueva nacionalidad para delinear un proyecto de nación— se fraccionaron debido a intereses vinculados
contradictoriamente a la estructura social en la que se debatían. Y para una parte de ellos, los Estados Unidos eran el nuevo
modelo de sociedad.
En una nación pueden coexistir tendencias diferentes en cuanto a su proyección e incluso algunas de ellas pueden ser
hasta autodestructivas porque el camino que se plantean es el de la desaparición inconsciente. Es que la articulación
económica y social en que se inserta toda nacionalidad origina proyecciones distintas en la medida en que se desarrolla la
nación. Y todo ello puede manifestarse por largo tiempo, siempre que tales tendencias coincidan en la cuestión esencial, la
razón de ser de la entidad. En caso contrario, se produce —como ha sucedido tantas veces— la división de la sociedad
cuando la tendencia desintegradora impera sobre las de la únidad.
El factor de unión, el que hace posible que una nación pueda modificarse sustancial mente en sus proyecciones
económicas y sociales, sin dejar de ser ella misma, es la permanencia de la nacionalidad como núcleo cohesionador. Si esta
se debilita o desaparece, podrá continuar existiendo un Estado en tal sociedad, pero no podrá ya hablarse de la existencia de
una nación, aunque entre sus pobladores haya numerosos intereses comunes. Es que aquellos que se auto identifican como
integrantes de una misma nacionalidad pueden proponerse proyectos encontrados para el desarrollo como nación.
De modo que las tendencias y manifestaciones de la sociedad en el ámbito político, pueden asumir la expresión
nacional en tanto se manifiesten en consonancia o no se contrapongan a los intereses y objetivos de la mayoría de los que
integran la nación, que es depositaria de la identidad nacional e incluye a los portadores de su ideario.
Debido a lo complejo del fenómeno y lo dilatado del referente cronológico, solo se pueden apreciar tales
contradicciones durante las rupturas de este proceso continuo (guerras civiles, revoluciones sociales o políticas) cuando el
conjunto de los problemas desborda el ámbito de la coherencia institucional. Ello explica el que durante cierto lapso de
tiempo, una nación exista en medio del antagonismo de tendencias contradictorias, hasta tanto la situación se defina en uno
u otro sentido y se recupere un equilibrio, no por largo menos transitorio.
Visto de esa manera, como fenómeno histórico el anexionismo constituyó en Cuba una corriente de pensamiento
asentada en intereses concretos y objetivos que —en un momento dado— se correspondía con una de las alternativas de los
sectores dominantes en la sociedad criolla en vías de convertirse en nación sobre la base de una nacionalidad ya gestada
pero no madura todavía, lo que hizo que algunos de los protagonistas comenzaran a actuar objetivamente como factores de
desintegración. Porque el anexionismo, como tendencia, presupone la imposibilidad de la existencia como nación-estado
soberana.
Pero esa es ya una valoración política, porque del problema estatal se trata. Si la nación cubana no necesitara la
soberanía y la autodeterminación a que aspiraban los independentistas para su autorrealización, y no tuviera que ver con la

solución de intereses económicos y sociales —en tanto proyección madura de la nacionalidad—, podría haber seguido
siendo parte del imperio colonial español, como sus pariguales de la Península. Y ello no es así.
Porque, según hemos supuesto, si la nacionalidad es ajena de por sí al ejercicio del poder (en tanto no se le impida su
propia expresión), la nación es precisamente la expresión madura de la necesidad de ejercerlo en contraposición a los que
se le opongan. Y ello es, inevitablemente, parte de la política. Y la política es el ámbito de la relación entre gobernantes y
gobernados, en un contexto social de intereses sectorializados y contrarios que sobrepasa —incluyéndola— la problemática
de lo nacional, para entrar de lleno en la del Estado.
En el caso de la sociedad cubana, a diferencia del paradigma europeo y del caso de los Estados Unidos, los procesos
de integración de la nacionalidad, conformación de la nación e instauración de un Estado nacional, se fundieron en uno solo
que transcurrió durante un tiempo relativamente corto y en una sociedad transicional. .
Cuando tras un largo y contradictorio proceso José Martí propuso el reinicio de la guerra independentista, acudió a
todos los que —por identidad— respondían a la necesidad de salvar la nacionalidad mediante la conformacion definitiva de
una nación soberana organizada en república unitaria. Cubano significaba, pues, pertenecer a esa identidad que propiciaba
el reagrupamiento frente a la otredad.
En cambio, el paradigma de sociedad en tal proyecto no se correspondía ya con el que —en momentos anteriores— se
propusieran muchos de los que iniciaron la guerra de liberación. No solo porque los problemas que debían solucionarse
eran otros —la esclavitud había desaparecido, cada vez más se adolecía de justicia social—, sino porque el tejido social
también era otro, como lo eran la época y los actores.
Aunque nación y Estado no son identificables, aquella tiene en la acepción a que nos hemos venido refiriendo,
inevitablemente un momento político que la define y consolida, al ofrecer a sus sectores hegemónicos la posibilidad de
ejercer la soberanía en nombre de todos. En una época determinada, los Estados Unidos pudieron ofrecer una imagen
apropiada para que tal proceso —ante las frustantes experiencias autonomistas que nunca España dejó pasar de los
pronunciamientos— se presentara como alternativa a algunos sectores en la Isla.
Pero esa solución al problema implicaba la absorción de la nación cubana y su nacionalidad en el contexto de un
sistema político ajeno y extraño. Y significaba la interrupción del proceso de creación de su Estado nacional.
La acción y la prédica martianas deben ser vistas en ese contexto, como la aparición de un nuevo proyecto de nación,
resultante de los cambios ocurridos en la Isla y en el mundo, pero también en los del pensamiento social y político de la
época. Y la Guerra del 95 sería la reafirmación de esa voluntad de ser.
La instauración de una república y una constitución miméticas de los referentes estadounidenses de la época, a pesar
de siginificar la imposición de un modelo político a la nación soberana, abrió una nueva etapa en la que la nacionalidad y la
nación ya consolidadas no podían ser cuestionadas.
De ahí que, a diferencia de circunstancias como las del siglo XIX, la existencia del anexionismo como una corriente
de pensamiento a partir de entonces, independientemente del sistema político en que se asentase, resultaría antinacional.
Los cambios originados en la sociedad cubana con la instauración de la República primero, y con la Revolución
después, eran el resultado lógico de la búsqueda por la nación de sus formas políticas propias. Y a pesar de las naturales
incidencias en el tejido social y su desenvolvimiento, no atañen a la nacionalidad. En cambio, sítienen una natural
articulación con la relación Nación-Estado y, consecuentemente, su interrelación con el contexto mundial en que
transcurrieran.
Por eso, el comportamiento de los cubanos que han emigrado a otros países —si no lo han hecho por razones de

oposición política al sistema existente en Cuba y con el ánimo de regresar a él una vez que este desapareciera— solo puede
dar lugar, aun con todas las particularidades del caso, al conocido fenómeno de asentamiento inicial y, con posterioridad,
absorción por la comunidad receptora a su autodefinición como minoría nacional si llegara a poseer condiciones para ello.
En tal caso, su desenvolvimiento futuro resultaría imprevisible.
En tanto mantengan determinados vínculos con su nacionalidad de origen, pueden conservar su identidad. En cambio,
en ningún caso constituirían parte de la nación.
En resumen, un enfoque como el propuesto pretende proporcionar respuestas a problemas contemporáneos como el de
la relación entre la nación cubana y su emigración, la diferencia entre esta y el exilio, o la validez de recuperar
determinadas expresiones del pensamiento social y político de la sociedad cubana en los distintos momentos de su devenir
como nacionalidad y como nación en términos más concretos.

© Temas, n. 2, abril-junio de 2005, pp. 111-115.
Conciencia de mismidad: identidad y cultura cubana
Carolina de la Torre
Psicóloga. Universidad de La Habana.

La identidad nacional o la conciencia de mismidad de los pueblos es objeto de estudio de las más diversas
disciplinas. La historia, la sociología, las ciencias políticas y la psicología son algunas de ellas. Dentro del
contexto de la psicología son muchas las especialidades y las formas de aproximación al fenómeno. Los
psicólogos nos interesamos por la identidad nacional a la luz de los actuales acontecimientos en especialidades
como personalidad, etnopsicología, etnopsicoanálisis, antropología psicológica, psicología cultural, psicología
transcultural, psicología política y social, psicología comunitaria y de las minorías, psicología del desarrollo y
otras aproximaciones. A su vez, en cada una de ellas es posible que se produzcan los más diversos referentes
teóricos para abordar el fenómeno. Así, por sólo citar algunos ejemplos, vemos que en la propia psicología
social la identidad nacional se aborda desde las concepciones de las teorías psicoanalíticas, fenomenológicas
(como formación del sí mismo individual y social), interaccionistas u otras. Es más, en los trabajos teóricos e
investigaciones prácticas sobre el tema, la vía para llegar al estudio de la identidad nacional puede remontarse a
los viajeros de la antigüedad que se enfrentaron a las diferencias entre los pueblos, a las crónicas de
conquistadores y conquistados, a las ideas sociológicas y políticas modernas, al pensamiento político y social de
la región o a la psicología individual y social.
No es fácil, por tanto, pensar teóricamente en el tema. Entre el afán de ser abarcadores, sistemáticos,
dialécticos, y el temor de ser dogmáticos o eclécticos corremos el peligro de paralizamos. Y no quiero
paralizarme: asumo ya la perfección del resultado en favor de la importancia que tiene pensar en nuestra
identidad en términos de lo que queremos decir cuando empleamos este concepto, de la idea concebida sobre
los componentes de la identidad, su desarrollo, importancia esencial y funcional en el momento actual.
¿De qué hablamos cuando nos referimos a la identidad nacional?
Se ha debatido bastante, al menos entre los psicólogos, acerca de si la identidad nacional tiene que ver con
las características «objetivas» de un pueblo, destacándose, valga el trabalenguas, las características «objetivas»
de su subjetividad (algunos investigadores creen poder detectadas imparcialmente con un buen número de
observadores o encuestadores bien entrenados) o con la manera en la cual los pueblos «subjetivaban» su ser
(auto imagen). Lo cierto es, y esto ha sido muy claramente planteado por los psicólogos sociales
latinoamericanos, que la identidad nacional tiene que ver con ambas cosas. Es posible pensar en rasgos y
costumbres compartidos por las personas de un mismo pueblo, aunque no sean percibidos, evaluados, com-
parados, afectivamente vivenciados e incorporados, en tanto representaciones, como elementos reguladores del
comportamiento individual y social.
Cuando hablamos de identidad nacional nos referimos al ser nacional y a su imagen, porque el ser de un
pueblo y su núcleo distintivo o mismidad no permanecen ocultos para quienes en sus singularidades, reciben,

construyen y trasmiten los elementos que nos permiten compartir subjetivamente un mismo espacio
sociopsicológico de pertenencia. Por el contrario, las representaciones compartidas en torno a las tradiciones,
historia, raíces comunes, formas de vida, motivaciones, creencias, valores, costumbres, actitudes, rasgos y otras
características de un pueblo son, precisamente, las que permiten decir que un pueblo tiene una identidad.
Tratándose de identidad no todo es subjetividad pero, por muy fuertes, estables o difundidas que sean las
características compartidas por un pueblo no se puede hablar de identidad si no existe la apropiación subjetiva
de estas.
Los grupos humanos, incluso cuando han sido artificial o forzadamente creados, tienden a desarrollar
elementos comunes y a conformar identidades sociales; lo cual quiere decir que sus miembros, con mayor o
menor conciencia y elaboración, incluyen en su autoconcepto representaciones relativas y derivadas de su
pertenencia al grupo, que los integrantes se reconocen a sí mismos como miembros de una determinada entidad
social y esta identificación se incorpora al sistema de las otras identificaciones sociales, que de manera única e
irrepetible conforman entre otras cosas su identidad personal. Así, cuando se habla de la identidad social
(familiar, comunitaria, étnica, nacional...) no basta mencionar elementos comunes o el hecho de que los
miembros los hayan concientizado. Tiene que existir conciencia de la comunidad en sí misma y de su
continuidad. Es más, los miembros de un grupo con identidad no sólo deben compartir representaciones en
torno al hecho de conformar una entidad con rasgos comunes, deben tener conciencia de ser un grupo con
características diferentes a las de otros grupos.
El hecho de hablar de representaciones compartidas no significa que todos sean conscientes de los
elementos que sustentan nuestra conciencia de identidad. Al tener una identidad nacional, los pueblos poseen
conciencia de su mismidad aunque las personas que compartan estas representaciones no sean conscientes de
todos los «argumentos» que les permiten sentirse como partes de un mismo conglomerado humano. Por otro
lado, el nivel de reconocimiento, elaboración y reflexión personal en torno a esto puede ser muy variado, en
dependencia de las más diversas características personales, circunstanciales (presencia de otros grupos
nacionales o étnicos por ejemplo), históricas, entre otras.
Puede suceder que los individuos y los grupos vivan sin detenerse a pensar o profundizar en su identidad, y
aunque tengan conciencia de quiénes son y a qué pertenecen no operen con un «awareness» de esta, hasta tanto
determinadas circunstancias los obliguen a percatarse de su mismidad y a pensar, sentir y actuar en
concordancia con, o en defensa de ella. Mi experiencia con emigrados, como miembro de un país acosado
históricamente por un enemigo externo, en el trabajo de asesoría psicológica y como investigadora en contacto
con cientos de cubanos de todas la edades, me ha corroborado la importancia de este presupuesto planteado
vivencial y teóricamente por los estudiosos del tema, desde Freud y James, pasando por los trascendentales
trabajos (a pesar de lo criticados) de Erikson, hasta los más actuales y minuciosos ensayos que el espacio y el
tiempo no me permiten referir con la profundidad que quisiera. Esto nos obliga a pensar que la formación de la
identidad puede (y debe) recibir influencias sociales que afecten desde lo personal hasta lo grupal en el sentido
de ayudar a crear circunstancias favorecedoras de una exploración, apropiación creativa e identificación consigo

mismo y con los grupos de pertenencia.
Hasta aquí parecería que la identidad existe de manera exclusiva o predominante como representación
social o sistema cognitivo que sirve a los individuos que la comparten como elemento de categorización y
orientación. Pero no es así; ni siquiera es posible hablar de identidad si no se consideran sus componentes
afectivo s y de actitudes. Una fuerte y positiva identidad nacional (o cualquier otro tipo de identidad social)
presupone sentimientos de pertenencia, satisfacción y orgullo de esta pertenencia, compromiso y participación
en las prácticas sociales y culturales propias. Una persona puede categorizarse a sí misma como parte de un
pueblo, pero no tener sentimientos y afectos vinculados a esta inclusión. Puede tener sentimientos, pero
negativos (vergüenza de su origen, poca autoestima, etc.). Por último, puede tener representaciones y afectos,
pero no poseer actitudes y formas de vida integradas a las de su pueblo (compartir lengua, religión, ideología,
costumbres, relaciones personales...).
Tratando de conocer todas esas dimensiones de la identidad, hay quienes se han acercado al estudio de los
pueblos mediante la exploración de sus valores, sus motivaciones o sus desempeños en unos y otros tests
psicológicos. Hay quienes han estudiado diferentes expresiones de fenómenos relevantes para las teorías que
sustentan. Hay quienes acumulan datos históricos, sociológicos, económicos, demográficos, y sobre la base de
ellos logran caracterizar a grupos étnicos, nacionales o de otro tipo. Se suelen comparar los resultados
encontrados en unos pueblos con los hallados en otros, así como producir literatura científica que sirve, entre
otras cosas, para divulgar nociones y sistemas cognoscitivos que se interiorizan por las masas y se incorporan
como representaciones sociales de su identidad. Hay, por último, quienes creen que los científicos (o los
intelectuales, ideólogos y políticos) tienen posibilidades mayores de conocer la verdadera identidad de un
pueblo, dejando para esos sujetos la opción de decir cómo «creen» que son.
Esas aproximaciones ayudan; el problema está en olvidar que la identidad no es algo que espera a ser
descubierto por los investigadores, ni tampoco algo que para unos y otros pueblos puede ser medido sobre la
base de iguales parámetros. Podemos, por ejemplo, investigar los componentes edípicos de la personalidad del
cubano, podemos descubrir determinadas características compartidas, podemos incluso encontrar que las
personas se percatan de ellas, y podemos concluir que el fenómeno detectado es parte de nuestra identidad. Pero
esto no basta; ni siquiera es siempre necesario. Faltaría saber si los cubanos cuando piensan en sí mismos, como
pueblo que comparte una serie de características comunes y diferentes a las de otros, reconocen como propios y
distintivos sus problemas edípicos. Faltaría saber cómo y dónde ubican los cubanos su identidad, qué moviliza
sus afectos y actitudes hacia lo nacional. Así, para los cubanos, considerarnos afables, solidarios, alegres o
sexualmente fogosos puede ser tan importante como para los costarricenses considerarse pacifistas. Ni la
medida objetiva de ciertos rasgos, ni la comparación de parámetros establecidos (y a veces muy poco
significativos como elementos de comunidad, continuidad, diferencia con los otros, etc.) nos garantiza el
camino de acceso al núcleo de la identidad, a la conciencia de la mismidad.
En verdad, desde el primer momento del nacimiento empezamos a construir nuestra identidad social y
personal (que como han planteado diversos psicólogos es social porque como aquella se construye socialmente).

En este proceso complejo e ininterrumpido de búsqueda de la mismidad, unidad e integridad está presente, en
aparente contradicción, un permanente trabajo de identificación con valores, creencias, actitudes, costumbres y
auto imágenes que se ofrecen desde afuera y desde antes al sujeto. En esta época invadida por los medios de
comunicación, la construcción social de la identidad es tan manipulada y confusa, que con razón ha dicho Levi-
Strauss que las crisis de identidad son el nuevo mal del siglo. En fin, que la identidad en gran parte se recibe, se
adquiere o, si se quiere de otra manera, se hereda. Y esto es una de las responsabilidades mayores que una
sociedad tiene con respecto a las nuevas generaciones. Pero la identidad no es una cosa que se da hecha y
mucho menos que se recibe de manera pasiva y uniforme (en diferentes lugares, clases, momentos, coyunturas
históricas y sociales, o por parte de diferentes sujetos). Las identidades personales y grupales obedecen a
diferentes influencias de la cultura sobre los sujetos, pero la cultura está en las personas como mismo las
subjetividades son resultados culturales o como plantea un famoso y actual psicólogo «cultural» norteamericano
cuando dice que los mundos intencionales y las personas intencionales se fabrican continuamente unos a los
otros. Pero no se imponen identidades. Una identidad impuesta es una falsa identidad, un estereotipo endeble y
vulnerable que fácilmente se puede desmoronar como nos acaba de demostrar la historia más reciente.
La identidad se recibe, se transforma, se enriquece, se recrea y hasta se abandona o se pierde. Por eso nadie
puede decir por decreto, ni por consideraciones teóricas, ni por convicciones ideológicas, ni por conveniencias
coyunturales o históricas cuál es la identidad de un pueblo. Los pueblos (o las comunidades, las minorías, las
familias, los individuos) son moldeados por su sociedad sólo hasta el límite en que los mensajes pasan por su
subjetividad activa y creativa, que es donde se plasma de modo concreto y real la identidad. N o existe ninguna
identidad social si no existe como espacio sociopsicológico de pertenencia, como conciencia y sentimientos
compartidos de mismidad en cada uno de los sujetos considerados pertenecientes a ella. No existe fuerza en esa
identidad si esta no es caracterizada con claridad por sus miembros, si no está asociada a vivencias y búsquedas
personales, si no entraña afectos y compromisos. La identidad está siempre recreándose, enriqueciéndose por
influencias que pueden venir incluso de lo que como referente externo constituye el otro frente al cual se dibuja.
Los cubanos en el exterior, por ejemplo, reciben las más diversas influencias de la cultura en la cual se
insertan, pero cuando están empeñados en mantener la identidad, interiorizan estas influencias sólo hasta el
límite en que amenazan romper la esencia que da continuidad a su mismidad. En este instante la identidad se
hace más consciente, se elabora e incluso, si eso la protege, se «congela» mediante un atrincheramiento en las
cosas iguales que se conservan y aglutinan frente a las diferencias que acotan. Y, como si fuese poco, cuando
las adquisiciones comunes empiezan a ser poca defensa, las pérdidas comunes se empiezan a elaborar también.
Y es bueno que la identidad mayor, la de la patria que nos agrupa a todos, apoye estas defensas, porque existe el
peligro de que con el paso del tiempo (es una ley) a las nuevas generaciones les sea más fácil aculturizarse que
congelarse, o que al subgrupo (cubanoamericanos, cubanos de Miami, Venezuela, México...) le resulte cada vez
más protectora, cercana, operante y significativa la identidad del subgrupo, al extremo de desatarse del grupo
mayor que en su origen le dio sentido.
Poco a poco nos acercamos al problema de la armonía y de la homogeneidad. Identidad supone relativa

igualdad, continuidad (que permite precisamente el reconocimiento a pesar del paso del tiempo y de la
diversidad de miembros) y diferencias con el otro. Pero la identidad no es sinónimo de armonía. No por la
presencia dialéctica de contrarios en lo externo de la identidad (igualdad entre los connacionales y diferencia
con los otros, continuidad esencial frente a la discontuinidad circunstancial), sino por la presencia de la
contradicción interna. Hacia adentro no todo es armonía, hacia afuera no todo es contradicción, lo que desde
cierto contexto es armonía, desde otro es contradicción. La contradicción hacia el interno de la identidad es la
salvación contra el estancamiento y la muerte de una identidad social.
Al sobrevalorar la homogeneidad interna o la diferencia con el otro, se olvida que las identidades sociales
son muy relativas y que los límites de un grupo comunitario, étnico o nacional funcionan como diferencia frente
al otro a cierto nivel, pasando a desempeñar un papel muy secundario cuando una identidad social más
abarcadora los incluye sobre la base de fronteras diferentes. Los venezolanos pueden considerarse muy
diferentes a los colombianos, incluso hostiles, hasta cuando ellos, nosotros y el resto de los latinoamericanos
empezamos a pensar como tales y a considerarnos muy diferentes a los norteamericanos. En este caso,
identidades nacionales quedan integradas a una identidad supranacional.
Muchos ejemplos podrían analizarse para ilustrar esta relatividad, y podría abundarse sobre el peligro que
representa, para la conciencia de mismidad de una identidad social, el establecimiento de criterios o límites que
no abarquen a todos los miembros, la presencia de fuertes contradicciones entre subidentidades, la emergencia
de subidentidades que funcionalmente empiecen a ser, para sus miembros más importantes que la identidad más
abarcadora, la confusión en relación con los modelos o patrones aceptados (crisis de valores, conflictos de
motivos, doble moral, actitudes antagónicas o disonantes), así como la presencia de un «otro» que, más que
punto de contraste, se instaure como modelo a imitar, como constatación frustrante de lo propio subvalorado o
como juez que no solo sanciona, sino fabrica autoconciencia subestimada. La historia de los países
subdesarrollados está llena de ejemplos. También la literatura latinoamericana nos invita a esta permanente
reflexión: Martí vs. Sarmiento, y muchas otras producciones, nos alertan frente al abismo marcado por la
política, la clase y la conciencia de independencia.
Por otro lado, como mismo la identidad nacional representa un elemento de unión y cohesión frente a la
agresión externa (de otro país, de la cultura dominante frente a la cultura de las minorías —la cultura
norteamericana frente a la cultura de los cubanos en los Estados Unidos por ejemplo—), constituye una defensa
frente a la desintegración causada por amenazas internas. En este sentido la identidad se puede convertir en
elemento revolucionario en favor de la soberanía, el desarrollo y la cohesión nacional. Pero si la defensa de la
identidad ahoga las confrontaciones internas (internas a la nacionalidad, no al territorio), entonces no solo se
convierte en una posición reaccionaria, sino que, a la larga, produce una incubación de contradicciones y
resentimientos que en determinado momento provocan la desintegración que supuestamente se quería evitar.
Reivindicaciones sexuales (el derecho a la homo, bi o transexualidad), generacionales, étnicas, regionales, de
clase, políticas, religiosas, si son mal tratadas, pueden ser muy amenazantes para la identidad nacional o para el
bienestar que esta identidad debe proporcionar a quienes en ellas se inscriben. Un ejemplo es el personaje de

Diego en el filme Fresa y chocolate.
La propia existencia de una identidad nacional, y su papel escamoteador de las reivindicaciones sociales de
la población autóctona en los países latinoamericanos, ha sido tema de estudios y debates. Pretender que un
indio del lago Titicaca se sienta más peruano que hermano del boliviano del otro lado del lago es tan
equivocado —si no se toma en cuenta la significación que esto pueda tener para él— como lo fue para una parte
del movimiento obrero internacional el apoyo al nacionalismo imperialista.
Desde hace unos años estoy tratando de acercarme como psicóloga al problema de la identidad del cubano,
de su psicología, considerada en su dimensión de rasgos estables y transitorios. He encontrado que, a diferencia
de otros pueblos latinoamericanos, el cubano tiene una alta autoestima en comparación con los
norteamericanos, y que la identidad del cubano es fuerte y claramente delineada, apoyada en representaciones y
afectos muy consolidados, y acompañada de orgullo y compromiso con lo nacional. He encontrado que, como
diría Maritza Montero, los cubanos comparten rasgos, representaciones y significaciones que los hacen sentir
unidos; y un inconsciente deseo de proteger la imagen nacional cuando otros se refieren a nuestros rasgos
negativos actuales.
Se usa el verbo «ser» para hablar de lo estable, continuo, interiorizado y característico; y el verbo «estar»
para hablar de lo negativo, lo que se considera transitorio. Así, somos «humanos», «alegres» o «extrovertidos»;
pero estamos «irritados» o «agresivos». Cuando se habla de «lo bueno», parece haber un énfasis en lo
propiamente construido; mientras que «lo malo» alude a causas externas y actuales (la «situación»). «Lo malo»
no se siente como propio —en contraste con el machismo o la mala educación, que sí se asumen como formas
de ser.
He encontrado también, en estos años difíciles, nuevas categorizaciones, como son las de «negociantes»,
«interesados» (los que se relacionan con extranjeros por interés material, prostitución de nuestra más esencial
virtud), «gente con doble moral» o «pasivos», o con sentimientos de escaso compromiso. Estas imágenes
enfatizan la pobreza espiritual y el deterioro que las circunstancias actuales producen en la subjetividad, el
temor a expresar lo que se pregunta, las respuestas y proyecciones aparentemente deseadas pero esquemáticas y
poco elaboradas, así como confusiones en los límites y etiquetamientos de la identidad.
Nuestros niños, como todos los niños, reflejan la identidad por su capacidad de categorizarse a sí mismos
como cubanos, y reproducir los referentes que los medios, los adultos cercanos y todo su entorno escolar y
familiar les suministran. Solo en la adolescencia se produce, gracias al desarrollo intelectual, la adquisición de
vivencias propias y la construcción de una identidad personal, la posibilidad de lograr una identidad nacional,
en un proceso de interiorización personalizada y armónica. Cuando, por ejemplo, los adolescentes de la
enseñanza secundaria básica, reproducen acríticamente y sin elaboración, como los escolares primarios, las
representaciones que les suministra el entorno, se presenta un problema de identidad. La bandera, el escudo o la
Plaza de la Revolución no son en ellos un índice de pensamiento simbólico —sino los objetos concretos que les
sirven de referentes, a falta de otros valores, motivos, símbolos elaborados o creencias.
Es útil pensar colectivamente, y desde el ángulo de diversas disciplinas, en estos problemas, por el bien de

la nación y de cada uno de sus individuos, donde quiera que estén. Kurt Lewin, un famoso fenomenólogo de la
psicología, decía que las personas necesitamos un sentido firme de identificación grupal para lograr y mantener
un sentimiento de bienestar personal. Otros como Nuttin o Fromm creen que la pertenencia es una necesidad
básica del ser humano. Algunos, desde el etnopsicoanálisis, afirman que la conciencia de ser parte de una
historia es un medio de defensa contra la manipulación que nos priva de la posibilidad de diseñar nuestras vidas.
En general, la necesidad de entender la significación de uno en su medio, la claridad en torno a los valores y
conceptos del mundo que nos rodea, la necesidad de que la identidad no sea sólo rótulo, sino exploración,
vivencia personal y compromiso, así como la necesidad de una honesta introspección, son factores indiscutibles.
La conciencia de mismidad es el resultado más genuino y colectivo de nuestra cultura, su núcleo y fuerza,
el alma de nuestra nación que deja huellas en todo lo que hacemos. Estudiar las formas de enriquecerla,
trasmitirla, protegerla y convenirla en parte importante de la identidad de cada quien, es el reto más grande que
se presenta a la cultura cubana.

© Temas, n. 2, abril-junio de 2005, pp. 116-122.
El teatro cubano tras las utopías
Magaly Muguercia
Teatróloga. Consejo Nacional de las Artes Escénicas.

En los años iniciales del proceso revolucionario, se produjo una especie de simbiosis que hizo del teatro un
acontecimiento más de la liberación efectiva que estaba teniendo lugar.
Entre 1959 y 1969, surgieron decenas de grupos profesionales en todo el país subvencionados por el
Estado (en contraste con el total desamparo estatal en que se había desarrollado la escena prerrevolucionaria).
Estos nuevos grupos coexistieron con algunas instituciones privadas que venían de la época anterior y que más
adelante, en 1967, fueron disueltas por un decreto que pretendió extender a la cultura el objetivo de erradicar los
últimos vestigios de la propiedad privada en el país.
Si tratáramos de identificar un emblema de aquellos tiempos, podríamos evocar la obra Santa Camila de la
Habana Vieja, de José R. Brene, estrenada en 1962 bajo la dirección de Adolfo de Luis. Esta obra, en muchos
sentidos, encarnaba a la Revolución. Afirmativa, pero también sagaz y atrevida; llena de gracia y vigor
populares, y al mismo tiempo exigente y experimental en el plano artístico. La Camila era, ella misma, un
episodio de aquella generalizada vivencia de esplendor y energía que todos protagonizábamos. Hasta hoy, el
texto de Brene nos recuerda que las fuentes de la verdadera liberación pasan por la cultura viva de las personas,
y que es solo en una interacción con la totalidad de los valores comunitarios que se puede construir un proceso
liberador legÍtimo.
La historia de este chulo que avizora una nueva dignidad y entra en conflicto con su amante, la santera
Camila, y con las creencias y la moral del «barrio», dijo a las claras que la Revolución tendría que demostrar su
superioridad frente al pasado no por medio de la imposición, sino de intercambios y trasformaciones
eminentemente culturales.
Por su parte, la escenificación de Adolfo de Luis entregó un escenario grande y bien equipado —el recién
inagurado teatro Mella— al disfrute de miles de espectadores que semana tras semana colmaron la instalación
por el módico precio de un peso.
La democratización que la Camila representaba se expresó no solo en esta orientación hacia el gran
público, sino, sobre todo en la reconciliación que produjo entre la «alta cultura» y las formas populares. Por
primera vez en Cuba un director aplicó los principios de Stanislavski —de los que de Luis había sido
introductor en Cuba a principios de los años 50— a un texto de raíz, propósito y tono eminentemente populares.
La Camila funcionó, pues, como un acto de la creatividad revolucionaria, democrático, pero exento de
paternalismo, que confirmaba la autenticidad del cambio social que se estaba operando.
A mediados de los años sesenta, el debate ideológico en Cuba adquirió una nueva complejidad. Ya la lucha
no se libraba solo entre el antiguo y el nuevo régimen, entre explotadores y explotados. Las circunstancias
habían impuesto a la Revolución una riesgosa alianza con el bloque soviético. A la oposición antisocialista y

reaccionaria se sumó ahora el conflicto con lo «ruso». También desde posiciones revolucionarias se recelaba de
la tendencia a la dogmatización que históricamente había marcado al marxismo soviético. La Revolución,
además, obedeciendo a su propia lógica interna, comenzaba a institucionalizarse y a expandir las funciones
estatales, todo lo cual multiplicaba los dispositivos generadores de estatus. Había pasado la epifanía del
nacimiento y comenzaba una larga historia de tensiones entre el poder y el proyecto.1 A mediados de los 60,
afloró la conflictividad intrínseca de un proceso social que, por un lado, debía darse a sí mismo estructura y
estabilidad, pero que, al mismo tiempo, necesitaba, por su naturaleza transformadora, mantenerse abierto, libre,
para crecer en un diálogo con la vida que ninguna teoría ni previsión burocrática podía sustituir.
En medio de un panorama teatral que todavía producía numerosas imágenes afirmativas y coincidentes,
tres obras que subieron a escena entre 1964 y 1967 recogieron algunas de las tensiones y preguntas que las
nacientes contradicciones del socialismo cubano hacían surgir.
La casa vieja, escrita por Abelardo Estorino en 1964, y estrenada ese año bajo la dirección de Berta
Martínez, colocó por primera vez en el centro del teatro cubano la idea de que, en su realización práctica, la
utopía socialista sufría desvíos y contaminaciones. La obra de Estorino mostraba cómo, en la cotidianidad,
encontraban cabida lo falsificador y lo precario, supuestamente desterrados con la caída del ancien régime. El
arquitecto Esteban, personaje que trasmitía las visiones críticas, era cojo, Laura, una mujer «integrada» a la
Revolución, vivía a escondidas la relación con su amante, obligada por los prejuicios. Había intranquilidad y
malestar en esta familia a la que poco a poco veíamos converger hacia el lecho del padre agonizante. Algo que
empañaba el principio liberador, conductas dobles y verdades impuestas, hacian exclamar a Esteban al final de
la obra: «Solo creo en lo que está vivo y cambia». Era una señal de alerta a la «religiosidad marxista» que
comenzaba a ganar terreno.
Había sido Teatro Estudio, explorando con alta pericia y contenidos nuevos el formato del realismo
psicológico, estética que por última vez aparecería en forma pura dentro de la dramaturgia de Estorino.
Dos años después (1966), La noche de los asesinos emitió una nota claramente disonante. En medio de un
clima ideológico en el que, a pesar de las tensiones, predominaba el consenso aprobatorio, el autor, José Triana,
y el director, Vicente Revuelta, lanzaron al ruedo una perturbadora imagen de insatisfacción y rebeldía que
suscitó numerosas polémicas. La noche de los asesinos fue el primero de los grandes textos teatrales escritos, en
el período revolucionario que optó por la representación de circunstancias sociales específicas y recurrió a un
tratamiento simbólico.
Tres hermanos adolescentes verificaban en la imaginación el asesinato de sus padres. El acto, repetitivo y

1 En una entrevista concedida a la revista argentina Dialéktica, 2 (3), enero, 1993, el teórico cubano Fernando
Martínez Heredia describe los procesos revolucionarios corno «una tensión permanente entre el poder y el
proyecto». Según Martínez Heredia, una revolución significa «poder para luchar y poder para el proyecto, y
significa libertad como control del poder y cada vez más corno contenido mismo del poder, esto es, la primacía
del proyecto».

no consumado, expresaba la aspiración —y también el miedo— a evadir la sofocante autoridad de los mayores.
La orientación ritual del texto era confirmada por una artaudiana «crueldad» escénica (pocos meses después,
Revuelta tendría un histórico encuentro con el Living Theatre en Europa que cambiaría el rumbo de sus
búsquedas escénicas en el mismo sentido de aquella poética antropológica intuida en su puesta de La noche...)
Este espectáculo sin duda rebasaba el ámbito literal de la familia y registraba algún orden más general de
resistencia frente al poder. La ambigüedad del procedimiento simbólico extendía las significaciones del texto y
de la puesta hacia una zona de implicación política que, veinticinco años después, la crisis de valores que
experimenta la sociedad cubana ha hecho pasar a un primer plano. (Hoy en día la obra de Triana es un intertexto
que obsesiona a dramaturgos y directores.)
En 1967 se estrena María Antonia, de Eugenio Hemández Espinosa, llevada a escena por Roberto Blanco.
María Antonia continuó una línea de exploración de lo cubano que aparecía como una intuición en la Camila;
pero, a diferencia de la obra de Brene, no pretendió correlacionar los valores culturales tradicionales con los
nuevos procesos de construcción de identidad que la Revolución había desencadenado.
Esta imponente tragedia de asunto popular, ubicada en una temporalidad imprecisa, llamó la atención sobre
el poder fundador de la tradición, sobre la persistencia de mitos y rituales que modelaban los comportamientos
de los personajes en un nivel más estable y subordinante que el de las definiciones sociopolíticas. Su
investigación de una cubanía trascendente introdujo en el teatro del período revolucionario una preocupación
culturalista que, más allá del prisma de la lucha de clases, valorizaba el referente del «ser nacional», aquí
identificado con el patrón afrocubano de religiosidad y con los códigos sagrados y la ética inapelable del
«barrio».
La década de los 60, políticamente, termina con la muerte del Che en Bolivia, la invasión de las tropas
soviéticas en Checoslovaquia —respaldada por el gobierno cubano en uno de los dilemas políticos más difíciles
que le haya tocado enfrentar— y la epopeya nacional de la «Zafra de los diez millones», coronada por un
fracaso. Este revés provocó un dramático discurso autocrítico en el que Fidel Castro reconoce el alejamiento
que se ha producido entre la dirigencia del Partido y su militancia de base. Dos años después, en 1972, Cuba
toma la decisión de ingresar en el CAME. La línea que, desde los años 60, había alertado sobre el peligro de
una subordinación excesiva a la hegemonía soviética y a los modelos del «socialismo real», retrocedió ante el
avance de las tendencias dogmáticas. En la cultura artística se desarrolla, entre 1970 y 1975, lo que el ensayista
cubano Ambrosio Fornet llamó el «quinquenio gris»: un período en el que, a nombre de la «pureza ideológica»,
resultaron marginados muchos artistas, entre ellos importantes figuras del sector teatral.
Pero ningún proceso en Cuba durante la etapa revolucionaria admite una representación en blanco y negro.
El dogmatismo no impidió la manifestación, simultánea, de tendencias en las que encarnaban los aspectos sanos
y vitales de la Revolución. Esto explica que, precisamente durante la década «dura»» de los 70, se desarrollara
el movimiento del Teatro Nuevo, encabezado por el legendario grupo Escambray.
Frente al conflicto entre un pensamiento revolucionario crítico, una tendencia dogmática en avance y casos
de ruptura definitiva con la Revolución (pronto estallaría el «affaire Padilla»), el Escambray optó, a partir de

1968, por el salomónico —y valiente— camino de abandonar la capital del país y emprender, en las intrincadas
montañas del centro de la Isla, una atrevida experiencia.
Trabajando dentro de los principios de la «creación colectiva» —que por esos años se extiende por la
América Latina y muchos grupos de teatro político en los Estados Unidos y Europa— los espetáculos del
Escambray tenían como punto de partida una investigación de campo sobre los problemas que presentaba
aquella peculiar comunidad de montaña, donde las bandas armadas contrarrevolucionarias todavía tenían
beligerancia y los campesinos se resistían a aceptar las formas cooperativas de producción agrícola que el
Estado promovía.
Los habitantes de la zona colaboraban en esas investigaciones y en la ejecución del espectáculo resultante.
Así se concretaban procesos que modificaban la existencia cotidiana de la comunidad y la de los propios
artistas. La perspectiva crítica del grupo le permitía abordar la problemática político-idelógica —muy aguda en
la zona del Escambray— como parte de un conjunto de relaciones mucho más amplio, que iba desde el modo en
que el campesino se vinculaba a la tierra, hasta su religiosidad o sus modelos artísticos tradicionales.
En aquellos espectáculos la coincidencia con el proyecto socialista no estaba fundada en la reproducción
aquiescente de ideología, sino en el ejercicio de un debate de ideas reconocido como fuente de las acciones
transformadoras. De esta manera el teatro adquiria el sentido último de transcender el dominio propiamente
estético y contituirse por sí mismo en una práctica liberadora real.
De este movimiento resultaron espectáculos de enorme impacto social y artístico como La vitrina, El
juicio o Ramona, del grupo Escambray, el Santiago Apóstol del Cabildo Teatral Santiago, o El compás de
madera, del grupo Pinos Nuevos.
El resto del teatro cubano durante los años 70 exploró otras líneas y estilos. Algunas de estas indagaciones
—como la de Vicente Revuelta y el grupo Los doce (inspiradas en las experiencias de Grotowski), las
renovaciones en la danza del maestro Ramiro Guerra, así como nuevos textos de Abelardo Estorino, Virgilio
Piñera, Eugenio Hernández y otros—, encontraron la reticencia o el franco rechazo oficiales. Otra corriente,
promovida oficialmente, se acercó al teatro de Europa oriental, buscando allí lecciones de maestría, pero
también un acercamiento a los criterios soviéticos de política cultural.
Con la celebración, en 1975, del Primer Congreso del Partido, se inició un proceso gradual de apertura. En
1976 se creó el Ministerio de Cultura y comenzó el «descongelamiento» de artistas y obras.
En la primera mitad de los 80 se hizo evidente, sin embargo, que eran necesarias medidas mucho más
radicales para corregir el funcionamiento de la sociedad cubana. Cuando a principios de 1989 algunos
empezábamos a dudar del alcance efectivo de la Rectificación iniciada en 1986, se produjo el llamamiento al IV
Congreso del Partido. A través de un documento inusitadamente crítico y diáfano en sus planteamientos, se
convocó a toda la población a participar en un debate abierto de ideas a escala nacional. Este debate apuntaba
de manera mucho más radical que en los años anteriores hacia la democratización del país, el ejercicio crítico
del pensamiento en todas las esferas y la profundización de las reformas económicas iniciadas en 1986 y
encaminadas a alejamos de las pobres fórmulas del «socialismo real».

Pero poco antes de iniciarse estos debates sobrevino el desplome del campo socialista. El importante
movimiento crítico que se había estado gestando a lo largo de toda la década de los 80 como una demanda que
provenía de las bases mismas de la sociedad —y no solo de la política del Partido— resultó dramáticamente
mediatizado por la nueva situación. Predominó entonces el discutible criterio de que no era momento de debates
y «teorizaciones» sino de «cerrar filas» frente a la adversidad.
Como puede verse, la Revolución cubana puede ser relatada, también, como la historia de un conflicto no
resuelto entre un discurso crítico revolucionario y una «cultura del dogma»2 que, invocando el nombre de la
Revolución y el socialismo, ha contribuido a obstaculizar el desarrollo de ambos.
Este contexto quizás permita entender por qué, a partir de 1980, las obras y los espectáculos más
significativos del teatro cubano representaron, preferentemente, procesos de enajenación, de realización
distorsionada de utopías, y exploraron el conflicto de identidades que trataban de protegerse de una
reproducción inauténtica o de la destrucción.
La serie se inició en 1981 con Molinos de viento, del grupo Escambray, y siguió en 1983 con el Tavito de
la obra de Abelardo Estorino Morir del cuento. En 1984 fueron la Electra de Flora Lauten y el Milanés,
tardíamente estrenado, de Estorino; en 1985, el Galileo y la Historia de un caballo, de Vicente Revuelta. En
1986, el protagonista de Accidente, del grupo Escambray, declaraba: «Últimamente nos hemos dedicado a
producir acero y hemos dejado de producir hombres». También se oyeron en ese mismo año las voces
angustiadas del Marino de Lila la mariposa y del Zenea de Abilio Estévez. En 1989 fueron piedras de escándalo
los desolados y desnudos muchachos de La cuarta pared, de Víctor Varela; 1989 nos trajo al joven suicida de
Las perlas de tu boca, de Flora Lauten y el grupo Buendía y el posmoderno Francis Gordon de Time Ball (Joel
Cano), «militante político confundido» que admitía su condición secreta de «animal oscuro y trágico». Todos
estos emblemáticos protagonistas de los 80 eran empujados por los acontecimientos hacia un dilema presentado
la más de las veces bajo una luz trágica y en ocasiones resuelto con el suicidio.
La desaparición de la Unión Soviética y el derrumbamiento del campo socialista entre 1989 y 1990,
significaron la apertura de un capítulo traumático en la historia de Cuba, cuyo sentido último todavía no ha
alcanzado una definición.
Desde hace casi cinco años en nuestro país se vive una situación de crisis extrema y de resistencia a todo
trance que no cesa de asombrar a amigos y enemigos. La situación actual ha sido denominada oficialmente con
el nombre de «período especial». Esta discreta fórmula no ayuda a imaginar el brutal quebranto económico ni la
erosión de ideales que son su referente. De la crisis ideológica hablan sobre todo los cambios de mentalidad y la
atomización de posturas que hoy son observables entre los que vivimos en la Isla.
Hay quienes, sin demasiado disimulo, acarician la contrautopía de una restauración capitalista a corto o
mediano plazo. Están los «realistas», dispuestos a recortar cuanto sea necesario sus ideales, a fin de adaptarse a

2 Ibídem. La entrevista a Martínez Heredia gira en torno a lo que él denomina convencionalmente «cultura del
dogmatismo»; un complejo ideológico que «cierra el paso al desarrollo del socialismo».

los nuevos tiempos y no hacer peligrar, bajo ninguna circunstancia, su status. Están los sinceramente desenga-
ñados pero, en el fondo, fieles a los ideales que parecerían haber dejado escapar su chance histórico. Están los
«férreos»», que intentan persistir en la defensa del socialismo sin modificar en nada esencial aquellos mismos
esquemas de pensamiento responsables de la debacle que se produjo. Y están los difíciles, los que viven la crisis
de la nación intentando rescatar el ideal del socialismo, la utopía de una sociedad de igualdad y justicia, por
medio de una reformulación critica que tampoco estaría en condiciones de ofrecer respuesta a muchas
interrogantes.
Estas son las actitudes socialmente activas. Pero también tiene lugar entre nosotros un síndrome de anomia,
que comienza a despojar a algunos del sentido de pertenencia a valores comunitarios de cualquier índole. Este
descompromiso y apatía resultan especialmente visibles en sectores juveniles.
Como todo esquema, el cuadro resulta insuficiente frente a la complejidad real que intenta describir. En la
práctica tales comportamientos evolucionan con inusual dinamismo y al mismo tiempo se interpretan y se
enmascaran, dando lugar .a conductas tan oscilantes, intrincadas y paradójicas como la realidad cubana de hoy.
Creo, sin embargo, que el hecho de que el sistema político cubano no se haya desplomado, sometido durante
seis años a tan excepcional desestabilización, no puede explicarse si no se toma en cuenta un dato más: aún en
medio de discrepancias, confusiones y signos de desmovilización, existe todavía un sector muy amplío,
posiblemente mayoritario, de la sociedad cubana que aprecia profundamente las conquistas que el socialismo
significó. Ningún análisis sobre la actualidad cubana puede alcanzar validez si prescinde de este importante
factor que tiñe hasta el día de hoy la vida moral de nuestra sociedad.
Subrayo la complejidad del momento ideológico actual para ayudar a contextualizar el sentido de varios
textos y espectáculos producidos en los últimos cuatro años. Todos ellos testimonian, con alto nivel artístico y
desde posturas estéticas e ideológicas polémicas, sobre la decisiva crisis que atraviesa el país.
En 1991 me trastornó, literalmente, mi visita al espectáculo La ópera ciega, de Víctor Varela. Espectadores
muy jóvenes se apiñaban silenciosos frente a un minúsculo escenario. Era posible oír la respiración de los
actores. Después de más de tres horas en las que no se escuchó ni un rebullir en los asientos, aquel público
absorto, transfigurado, abandonó en silencio la sala, sin siquiera intentar un aplauso.
Se trataba de un espectáculo «sagrado», en el sentido brookiano. Aplaudir, en aquel clima de concentrada
comunión, hubiera resultado una frivolidad.
La voz de los actores era utilizada como la materia de un juego, que la descomponía en forma de cacareos
y de antífonas, que alteraba los timbres y la emisión. Algunas secuencias parecían la parodia, a capella, de
algún lance operático. La acción producía y dispersaba sucesivos clímax, construida más a la manera de un
collage que de un relato fluido. El sistema escénico —voz, gesto, estilo de actuación, espacio, objetos, sonido,
ritmo— contrapunteaba con la palabra. Donde esta era resonante, la escena chirriaba o balbuceaba; lo que allí
fluía, aquí resultaba deliberadamente incongruente; o bien el espectáculo le otorgaba continuidad a lo que la
palabra había segmentado. Los actores empleaban técnicas de semitrance, pero también calculados efectos
distanciadores.

Esta coexistencia de lógicas diferentes acentuaba la textura barroca de un espectáculo superornamentado,
saturado de formas y conceptos que transitaban incesantemente hacia otra cosa, que se metamorfoseaban sin dar
tregua al espectador. Titulé «El alma rota»3 a un comentario sobre La ópera ciega que escribí en aquel
momento, porque aquella impresionante producción de Varela parecía la explotación de su propia mente
dividida y llena de paradojas, una pregunta muy angustiada sobre la posibilidad-imposibilidad de ver, de
acercarse a la verdad.
El espectáculo citaba al Woyzek de Büchner, a Edipo y a Shakespeare, pero su principal intertexto era La
noche de los asesinos. Solo que estos jóvenes personajes —a diferencia de los de Triana— sí ejecutaban el
parricidio. La trasgresión fundamental, sin embargo, no los liberaba, sino que los lanzaba a una nueva
perplejidad. Unas frases del personaje de Ana —amante, monja, prostituta— trasmitían, como relámpago, todo
el fragmentado afecto de Varela y el sentido último de sus imágenes: «El estado actual de las cosas es la
contradicción. Le tengo horror al ridículo y una grandísima culpa de amarte».
A fines de 1993, Varela y dos fieles que todavía lo siguen, estrenaron el espectáculo Segismundo ex
Marqués: A partir del personaje de Calderón, la figura del Marqués de Sade y jirones de frases y situaciones
cubanas, Varela produjo un hermético y virtuoso ejercicio en el que la «mente rota» de La ópera ciega parecía
ahora buscar provocativamente su cohesión, acudiendo a los códigos estrictos de técnicas japonesas
minuciosamente estudiadas, a lo largo de un año, por el equipo. La inmersión en un orden cruelmente riguroso
—y ajeno— permitía a los actores mostrar una superación de la precariedad no exenta de ironía, pero también
solemne, en su precisión casi inhumana. Varela, significativamente, transfería la construcción de una coherencia
interior a un ámbito de una experiencia extrema de interculturalidad.
En 1993 se estrenó el espectáculo La niñita querida, dirigido por Carlos Díaz y basado en un texto hasta
ese momento inédito de Virgilio Piñera. Díaz acudió aquí a la desconstrucción gestual, reto mando el
procedimiento empleado en sus montajes anteriores (la trilogía Zoológico de cristal, Té y simpatía y Un tranvía
llamado Deseo, de 1990-1991), y organizó además una verdadera orgía de intertextos. Tales procedimientos
adscribían al espectáculo a un barroquismo posmoderno muy frecuentado en la última década por el teatro, la
danza-teatro y las artes plásticas cubanos.
En La niñita querida asistimos —una vez más— a la rebelión de un adolescente contra sus padres. Estos le
han impuesto a la niña el cursi apelativo de «Flor de Té». Ella sufre ataques de epilepsia a la sola mención de su
nombre. Ha crecido reprimiendo este rechazo. Al cumplir quince años sus padres y sus abuelitos le regalan
muchos instrumentos musicales —ella detesta la música— para que sea una concertista famosa. Pero la niñita
insiste en que lo que realmente le gusta es tirar al blanco. Entonces la madre le prohíbe este grosero deporte que
la aparta de su destino artístico. Al ver que sus súplicas y ruegos son inútiles, la niñita querida empuña una
ametralladora y ejecuta a toda su sofocante parentela.
Contra el fondo de este divertido relato alegórico y grotesco transcurre un ininterrumpido festejo

3 Publicado en Tablas, (2), 1992: 1-13.

organizado por todos los lenguajes escénicos. Culturas y estilos disímiles, combinados burlonamente, se
superponen a la trama, a veces sin la pretensión siquiera de enunciarla, sino tomándola de pretexto para
producir un coctel de modelos mentales, lingüisticos y gestuales. Dentro de este mosaico, la música y la danza
tienen un papel fundamental y sobresale el juego con lo «ruso»: un espiritual actor, realmente ruso, reclutado
por Díaz, de pie sobre un refigerador, declamaba, en ruso, la famosa carta a Tatiana de Pushkin para después
arrojarse sobre una frenética conga criolla que parecía desatada por sus propias palabras. A raíz de este estreno
comenté:

¿Qué hacíamos todos exultantes, agitando, como en los actos políticos, las banderitas de papel que los
actores nos habían entregado a la entrada? ¿Cómo no llorar y morirse de risa viendo el retrato de Virgilio
Piñera pasearse entre aquellas rumberas-prostitutas? ¿Por qué la enorme trasgresión de participar de aquel
festejo, bien vestidos y perfumados, burlando los padecimientos del «período especial»? ¿Por qué producía
tanta vivencia de libertad este apogeo del gesto popular cubano hecho mil pedazos por la corrosiva
posmodernidad barroca de este joven director? ¿Por qué tanto júbilo y tanta congoja juntos?4

A veinte años de la inolvidable Vitrina del Escambray, de nuevo el teatro cubano nos invitaba a participar
en un festejo seductor, solo que aquí la celebración abarcaba la totalidad del espectáculo y el acto liberador no
provenía de una lógica armonizadora, como en La Vitrina. Este ritual en el que todos quedábamos atrapados
correspondía a la desmesura, al sentido cómplice y disolvente de una subversión carnavalesca. Éramos los
protagonistas de una irreverente comunión pagana que, de alguna manera, nos reintegraba momentáneamente a
nosotros mismos, nos restituía la cohesión.
Otro acontecimiento teatral de los años 90 es Manteca, una obra escrita por Alberto Pedro en 1993 y
llevada a escena por Miriam Lezcano.
El argumento es el siguiente. Encerrados en un pequeño apartamento habanero, época actual, tres
hermanos enfrentan el deterioro y sueñan con la felicidad que vendrá. Pero llega el momento en que no pueden
seguir fingiendo normalidad: una peste real los invade. Es el puerco que han criado en secreto —dentro de una
bañadera— para alimentarse. Ese es su plan salvador. Un escrúpulo sin embargo, los detiene: ¿Cómo matar a
una criatura a la que han visto crecer como a un miembro más de la familia? Finalmente, sacrifican al
«animalito», pero de inmediato vuelven a concebir planes salvadores y a soñar con la felicidad que vendrá.
Deciden que, para alcanzarla, será necesario criar otro puerco.
El encierro a que se someten los hermanos hace visible una paradoja central: la defensa de la identidad
puede resultar una cárcel. Tipico dilema de ciudad sitiada.
La situación global de enunciación es el claustro, pero el texto «respira», sin embargo, por sus zonas

4 Magaly Muguercia, «Culturalización y prácticas liberadoras en los lenguajes escénicos latinoamericanos»,
1993. (inédito)

libres, que son los momentos en los que el discurso violenta una lógica lineal. La acción, por ejemplo, es
interrumpida reiteradamente por fragmentos de la rumba Manteca, del músico cubano Chano Pozo —inspirador
del movimiento que introdujo en el jazz las sonoridades cubanas. La presencia retadora de este elemento
sonoro, que obstaculiza el fluir de los sucesos, parecería proponer, desde la estructura misma, la hipótesis de
una forma diferente de pensar el mundo.
Los «mundos» —seres «extraños» y comportamientos diferentes que los tres personajes se representan
desde el interior del claustro— representan un Horizonte de Otredad amenazante, pero también propicio. Uno
de los personajes describe a la obra como «la metáfora del que pide a gritos un final inevitable al que tampoco
quiere llegar». Manteca, en efecto, resulta una metáfora sobre la crisis de las utopías y el anhelo irrenunciable
por una Vida Mejor. (La palabra «manteca»», en el argot cubano, significa «marihuana»: sustancia productora
de «paraísos».)
El texto es pródigo en señales de una realización distorsionada de las utopías (criar puercos en un
apartamento, sembrar un paraíso en macetas, etc.). Pero también apunta hacia las claves de una posible
corrección:

Y se multiplicaron los cerdos y los panes, los huevos, sus gallinas. Y el mundo se volvío un delirio de reses
al alcance de todos. Vacas superlativas mugiéndole a la luna como gatos sin dueño. Y la gente no quiso
comer ni beber más aquel alcohol que no hacía daño, tan bueno como el agua, porque necesitaban otra
cosa, otra cosa, otra cosa [...] porque el problema no estaba en comer sino en la pérdida de la posibilidad de
lo distinto.5

Manteca reserva, en la Vida Mejor, un lugar no solo para la comida, sino para el apetito; un lugar para el
Deseo, que permite a la mente proyectarse fuera de la Realidad Inapelable, hacia una multiplicidad de opciones.
Me ha parecido ver, en la obra de Alberto Pedro, la encarnación simbólica de un Ser Precario —sociedad
cubana, sujeto individual, proyecto políticoque, sometido a un conflicto entre lo que cohesiona y lo que
dispersa, opta por un doble programa: el de «respeto a la sangre» —la fidelidad a la pertenencia cultural—, y el
de la «precariedad asumida» —la intuición de lo abierto y lo «leve»», frente a la masividad, la fijeza y la
linealidad que paralizan.6
Si algo hay en común entre estos cuatros espectáculos de los años 90, es que todos atentan contra
estructuras de alguna manera consagradas; todos, por otra parte, mantienen alguna expectativa utópica, pero las
representaciones de Vida Mejor aparecen desplazadas hacia un horizonte incierto, donde no hay realización
concreta, sino solo deseo, mera intuición de libertad.
Estos y otros espectáculos de los años 90 llaman la atención sobre la recurrencia de algunos rasgos de la

5 Alberto Pedro Torriente, Manteca [texto completo], Conjunto, (95-96), octubre, 1993-marzo, 1994: 102-20
6 Magaly Muguercia, «El don de la precariedad», 1991. (inédito)

escena cubana actual, como serían:
• El incremento de situaciones y signos de tragicidad (con frecuencia expresada en el registro
tragicómico).
• Referencia, en términos nocionales y formales, a lo precario, en el sentido de ausencia de una
estructura estable.
• Empleo de códigos que remiten a la culturalidad y a la cubanía como ámbitos subordinantes en los
que se construyen los valores comunitarios. Dentro de esto, un acento en lo intercultural, en tanto
escenario de prácticas susceptibles de funcionar con un sentido emancipador.
• Empleo de técnicas que propician un comportamiento actoral y dramatúrgico orgánico, más
preocupado por el proceso que construye su propia coherencia que por dictámenes estéticos e
ideológicos a priori.
• Tendencia a disolver la frontera entre el teatro y la vida y a privilegiar, frente a la actitud de
representación, el teatro como evento liberador real, como «experiencia de utopía».

Estas opciones estéticas y lenguajes registran un sentimiento de no coincidencia entre los ideales y la
realidad —una «crisis de las utopías»—; pero también parecen darle forma a la intuición de estrategias
alternativas que pudieran resultar liberadoras.

Septiembre de 1994.

© Temas, n. 2, abril-junio de 2005, pp. 123-134.
Literatura latinoamericana y posmodernismo: una visión cubana
Margarita Mateo Palmer
Profesora. Universidad de La Habana.

¿Por qué no pensar entonces —propongo— que acaso la
posmodernidad sea el grito de rebelión posible de este fin de
milenio? ¿Y por qué no pensar, también, que como todo grito, lo
es a la vez de impotencia y de dolor y es pedido de auxilio,
anhelo de redención?
Mempo Giardinelli

Antes del apogeo espectacular de un término que ha producido un verdadero frenesí de actualización en la
crítica literaria y artística —palabra con un indiscutible halo de prestigio en plena época postaurática—, un
crítico latinoamericano de reconocidos méritos afirmó: «Y nosotros, moradores de regiones periféricas, es-
pectadores de segunda fila ante una representación en la que muy pocas veces participamos, vemos de pronto,
cambiado el libreto. No terminamos aún de ser modernos —tanto esfuerzo que nos ha costado— y ya debemos
ser posmodernos».1
Más allá del tono hiperbólico de esta afirmación —remedo del desconcierto que en mayor o menor medida
ha provocado la irrupción del posmodernismo— una verdad sutil se esconde tras esta paródica teatralización de
la recepción latinomericana de lo posmoderno.
Ya no es esta la época en que la noticia de la muerte de Felipe II demoraba ocho meses en ser conocida por
sus súbditos americanos —grotesco y fenecido cetro que desde un fastuoso nicho en el Salón de los Reyes de El
Escorial seguía dictando órdenes a los funcionarios reales de los virreinatos—, pero sí puede suceder que a
menos de dos décadas del siglo XXI aún se reciba de este lado del Atlántico una carta de Julio Cortázar casi tres
meses después de su muerte. ¿Epoca de la información transnacional que hace estallar las distancias? ¿Eficacia
infalible de las comunicaciones luego de la revolución tecnológica en la era de la cibernética? No debe
sorprender entonces que un dejo de desencanto e inconformidad con la nueva imagen que se ofrece de estos
tiempos se haga notar en más de uno de los espectadores de segunda fila a los que alude Ticio Escobar.
Sin afán de sistematizar cuál ha sido la respuesta de América Latina al reto del posmodernismo —como
término movilizante, no como proyecto, deber ser o meta incumplida—, es posible observar algunas reacciones
diversas en su recepción por los espectadores ex-céntricos, en cuyo destino parece haberse fijado desde muy
antiguo la necesidad de estar siempre atentos al protagonismo de las tablas.
La resistencia a aceptar un término —episteme, condición, estilo, ideología, visión del mundo,
sensibilidad— que de nuevo llega a América Latina proveniente, no ya de las metrópolis, sino de los grandes
centros de cultura que parecen regir las coordenadas estéticas del mundo, ha sido bastante apreciable. Este

rechazo al posmodernismo ha sido identificado, no sin razón, con la izquierda política, aunque no es menos
cierto que también desde posiciones neo conservadoras puede hallarse una fuerte reticencia a su aceptación en
Latinoamérica. Lo cierto es que más allá de las diferentes recepciones que puedan dibujarse por tendencias
políticas en el mapa de América Latina, un reclamo unánime parece caracterizar este rechazo: si ya el
modernismo —el de Darío y Martí— había significado para América Latina, al decir de Max Henríquez Ureña,
«el retorno de los galeones», ¿cómo esta nueva época, también finisecular, nos sorprende, un siglo después, ya
no emisores, sino receptores de una tendencia que no llega en los grandes barcos de ultramar que antaño
cruzaban el Atlántico, sino por medios de comunicación mucho más sofisticados? Si América Latina no ha
alcanzado aún un nivel de industrialización mínimamente decoroso, ¿cómo hacerse eco de un fenómeno que se
ha caracterizado como propio de la llamada sociedad posindustrial en la fase del denominado por Frederic
Jameson «capitalismo tardío»? Estos reparos, desde luego, no carecen de razón, pero al ser absolutizados
pueden conducir a negar un fenómeno que, más allá de la voluntad individual de cada quien —y de sus
poderosos motivos—, se impone como tópico obligado de reflexión.
De otro lado hay quienes, luego de haber intentado subvertir la capacidad de convocatoria del término
rodeándolo de silencio, se ven precisados a aceptarlo como una fatalidad inexorable, con lo cual —en su
condición de fatalidad, al fin y al cabo— no condescienden a polemizar. Asumido a regañadientes, el
posmodernismo puede convertirse entonces en un adjetivo que califica, no en un vocablo que requiere ser
precisado y recalificado, con lo que se anula desde el principio toda posibilidad de diálogo y polémica
enriquecedora. No es difícil descubrir en esos apagados ecos del discurso académico en los centros culturales
considerados hegemónicos, una tendencia acrítica a la búsqueda del posmodernismo, per se no solo mediante el
catálogo de procedimientos considerados propios de este canon, sino en «la tendencia cada vez más en boga a
descubrir que nuestros escritores y artistas están, desde hace ya tiempo, produciendo obras que son un dechado
de actualidad posmoderna», como afirma Javier García Méndez.2 Y para estar bien a tono con el nuevo discurso
teórico —y como una especie de revancha ante tanto texto latinoamericano postergado o ignorado—, no solo se
realizan lecturas posmodernas de los escritores de la época del boom o de la vanguardia narrativa de los años
20, sino que se hurga aún más lejos en el pasado hasta tropezar con José Martí y Domingo Faustino Sarmiento.
Ante esta relectura febril y posmoderna del devenir literario de América Latina uno llega realmente a
preguntarse si acaso el Inca Garcilaso de la Vega no legó, con sus Comentarios Reales, un texto testimonial que
podría ser considerado como un verdadero ejemplo de metaficción historio gráfica de la conquista del Perú,
para no hurgar en lo tentadoramente posmoderna que resulta Sor Juana Inés de la Cruz: feminista, monja,
propicia a lecturas gay —que ya han sido recreadas en un filme como Yo, la peor de todas de María Luisa
Bemberg—, y para colmo, escribiendo villancicos en náhuatl, solo que, evidentemente, no a partir de la
reivindicación de lo popular que hubiesen podido propagar los mass media en el virreinato de Nueva España.
Por último están quienes, por fortuna, sin deslumbrarse ante el nuevo reto finisecular, aprovechan
creadoramente las nuevas posibilidades interpretativas que, sin duda, estimula esta corriente de ideas, y aceptan
una posibilidad de diálogo que se torna fecundo cuando contribuye a develar aristas y perspectivas de análisis

útiles para evaluar la cultura latinoamericana. Trátase del proyecto democratizador que, por ejemplo, privilegia
George Yudice en esta confrontación, cuando propone articular la polémica del posmodernismo a partir de una
«discusión sobre las posibilidades de una cultura democrática»,3 o de la postura de Jorge Rufinelli, quien
propone una manera más creativa de entender el posmodernismo como «un intento de renovación y
sacudimiento de las capas más vetustas y dogmáticas que hacen tan difícil y lento su funcionamiento» en aras
de lograr «una renovación de las capacidades expresivas del arte y la literatura».4 Igualmente resulta meridiana
la perspectiva de Nicolás Casullo cuando afirma:

No puede decirse entonces que el actual debate de la modernidad, ese rastreo sobre lo que finalmente
fuimos, somos, no nos compete. Estamos atravesados, conformados y empantanados en la crónica de las
discursividades modernas, de sus pasados radiantes y sus supuestos y discutidos crepúsculos actuales.
Formamos parte plena desde lo periférico, desde lo «complementario», desde las dependencias, de los
lenguajes de esa razón.5

Mas no son solo los críticos latinoamericanos quienes se vuelcan enfebrecidamente hacia el pasado y otean
minuciosamente el presente tratando de encontrar el canon posmoderno de nuestro discurso literario, en un afán
desmedido por reivindicar lo que pudiéramos denominar nuestra supremacía periférica o nuestro protagonismo
en lo marginal. Ya Carlos Rincón, en 1989, analizaba prolijamente un fenómeno característico de la crítica
literaria del aún llamado Primer mundo luego de la desaparición del segundo: su frecuente apelación a textos de
la nueva novela latinoamericana para ejemplificar o contribuir a fundamentar las valoraciones sobre el
posmodernismo. No se trata solamente de que las obras de Vargas Llosa, Cortázar, García Márquez, Carlos
Fuentes o Manuel Puig sean utilizadas para ilustrar o reafirmar un canon posmoderno, ni de considerar, como
hizo Hans Robert Jauss en 1987, a Jorge Luis Borges como «una especie de fundador del posmodernismo»,6
sino de la afirmación, mucho más trascendente, del posmodernismo como el «primer código literario originado
en América que influye sobre la literatura europea».7 Se advierte ya aquí una postura cualitativamente diferente,
que rebasa la frecuente apelación a textos latinoamericanos concretos como ilustrativos, para atender a otro tipo
de generalizaciones.
Un ejemplo más próximo sería la recurrente mención a textos latinoamericanos en los análisis que sobre la
ficción posmoderna realiza Linda Hutcheon en The Politics of Postmodernism (1989), su análisis de Roa
Bastos, o la más reciente recepción de la obra de Alejo Carpentier.
Sin embargo, muchos de estos análisis son realizados al margen de la propia dinámica a que responden
estos textos, y de su peculiarísimo devenir, lo cual deja la sensación de que se ha producido, en relación con
ellos, una apropiación superficial que desconoce su función y significado mayor en su contexto preciso, para
subordinarlos a categorías ya existentes en un discurso crítico ajeno. Se trata, entonces, no ya de incorporar una
moda, sino de la necesidad cada vez más creciente de generar un pensamiento a partir de nuestra propia
problemática —posmoderna o no—, que articule con mayor coherencia los cánones del posmodernismo a la

producción literaria latinoamericana, pues existe el riesgo de que lo nuestro se nos re-venda con una etiqueta
que, sin mayores mediaciones, no nos corresponda o nos corresponda solo parcialmente. Una perspectiva de
análisis podría orientarse a buscar el sentido que poseen estos textos ejemplificadores en las peculiares
condiciones de América Latina e intentar precisar la función de las estrategias que hoy se llaman posmodernas,
rebasando el plano de la ilustración de una teoría o la búsqueda de procedimientos posmodernistas per se.
Un ejemplo puede iluminar las afirmaciones anteriores. Cuando Linda Hutcheon dedica especial atención a
la metaficción historiográfica como uno de los procedimientos característicos del posmodemismo, parte de la
consideración de que esta forma de asumir el discurso histórico está motivada por un cuestionamiento de la
historia que, a todas luces, resulta novedoso desde su perspectiva:

Recently, many commentators have noticed an uneasy mix of parody and history, metafiction and politics.
This particular combination is probably historically determined by postmodernism´s conflictual response to
literary modernism.8 [Recientemente, muchos comentaristas han notado una difícil mezcla de parodia e
historia, metaficción y política. Esta combinación particular probablemente resulta determinada
históricamente por la respuesta conflictiva del pos modernismo al modernismo literario]

No hay que argumentar mucho para concluir que en las peculiares condiciones de América Latina, las
contradicciones con el discurso histórico y con el decursar mismo de la historia obedecen a otras causas.
Igualmente, no hay que ser muy sagaz para advertir cómo lo que, según la apreciación de esta investigadora
canadiense, resulta un hecho reciente y novedoso, es en el subcontinente una experiencia de tradición muy
antigua.
Piénsese, por ejemplo, en un área como el Caribe: marginal dentro de la marginalidad, periférica en el
borde mismo de la periferia o, por así decirlo, una de las últimas fronteras de un mundo subalterno. En esa
peculiar zona de América Latina el tema de la historia ha estado presente desde los orígenes mismos de su
literatura. Sin embargo, la relación con el devenir histórico a través del discurso literario siempre ha sido una
relación tensa y problematizada, marcada por el cuestionamiento. No ha existido —al menos como tendencia
apreciable—, lo que Linda Hutcheon denomina la «credibilidad en las fuentes», ni la aceptación, sin más
reparos, del material historiográfico —por otra parte, sumamente precario y escaso en la zona. Generalmente, lo
que ha prevalecido es la necesidad de reescribir la historia. El documento historiográfico ha sido subvertido, y
la pugna entre historia oficial e historia real se ha convertido en objeto de una atención reiterada. Lo que en
otros países puede haber sido una experiencia más reciente —el fracaso de los grandes relatos y proyectos
históricos, de esa Historia con mayúscula que hoy se pone en duda—, en el Caribe goza de una amplia
tradición. Ha habido ya una larga práctica de desencantos, una enorme experiencia en proyectos de modernidad
frustrados, una sostenida desconfianza y puesta en duda de las imágenes ofrecidas por la historia oficial desde
las primeras crónicas de los conquistadores que, paradójicamente, desempeñan, junto a los textos indígenas, un
papel fundacional en la literatura latinoamericana.

Un ejemplo, entre otros muchos, puede encontrarse en la novela de George Lamming, In the Castle of my
Skin [En el castillo de mi piel]. En un importante pasaje de esta obra se lleva a cabo el enfrentamiento entre la
historia oficial, aquella que se enseña en las aulas a los niños de Barbados —la «Pequeña Inglaterra»—, y el
discurso histórico que esos mismos niños conocen mediante la tradición oral, en el cual se ofrece otra visión del
fenómeno de la esclavitud. En la escuela, sin embargo:

Habían leído sobre la batalla de Hastings y sobre Guillermo el Conquistador. Eso había ocurrido muchos
miles de años atrás. Y la esclavitud había sido miles de años antes. Era demasiado lejano para que nadie se
ocupara de enseñarlo en Historia [...] Y nadie sabía de dónde había surgido esa cosa de la esclavitud. El
maestro había dicho que no había sido aquí, sino en otra parte.9

Ese desencanto, no solo ante el discurso historiográfico oficial, sino ante el curso mismo de la historia, que
para algunos países puede ser posmodernista, es muy anterior para el hombre latinoamericano, pero no ha
podido privarlo de una perspectiva de futuro, ni de la urgencia de articular una praxis con un sentido
emancipador.
Muchos de los procedimientos literarios considerados hoy posmodernistas gozan también de un largo
prestigio en el quehacer literario de América Latina. No se trata, desde luego, de recursos exclusivos u
originales de esa literatura, pero es indiscutible que una «cultura de reproducción» —como la denomina Nelly
Richard— necesariamente ha apelado, con mucha frecuencia, a la parodia, la intertextualidad, las máscaras
simuladoras, y otros modos que hoy se consideran posmodernos por excelencia. Sobre este aspecto dice la
crítica chilena:

Ser extensión periférica de los modelos centralmente promovidos es pertenecer a una cultura discriminada,
secundaria respecto a la superioridad del Modelo: cultura de reproducción en la que cada imagen es imagen
de una imagen recopiada, hasta que la idea misma que la origina se pierde en lejanías. Iniciarse a las
imágenes mediante réplicas deformadas por sustitutos bastardos obligó —al prescindir de los originales—
a sacar partido del déficit de originalidad exagerando la copia como vocación autoparódica.10

Advierte incluso cómo la copia, que presenta simulaciones ya contenidas en la «firma colonial», puede ir
desviando el código europeo, tras la obediencia fingida a él, hacia la enunciación de mensajes alternativos.
Igualmente resulta interesante recordar, desde una perpectiva que tome en cuenta las ideas puestas en
circulación por la posmodernidad, las apreciaciones de Fernando Ortiz cuando analiza el recusamiento solapado
de la autoridad, la violación de las normas, la tendencia a la burla de la jerarquía, condicionadas, en parte, por la
vertiginosa inversión de cánones y posiciones sociales que fue característica de la sociedad colonial:

América fue poblada por raudales de las más apartadas fluencias que en su precipitación formaban un

torbellino arrollador donde se subvertían todas las posiciones sociales [...] Quien allá era labriego, aquí fue
mercader; quien soldado, plantador; quien montuno, militar, noble, pasaron a filibusteros; monjes a piratas,
villanos a hidalgos, magnates a esclavos, alcurniados a pordioseros, pícaros a gobernadores [...] Fue
característica de la colonización iberoamericana la irreducible dualidad entre la ordenación de las leyes
hechas en la corte, y la realidad exótica y libertina de las inmensidades indianas, donde por la distancia y
otras razones toda autoridad llegaba a aflojarse hasta hacerse ilusoria. Durante siglos hubo en América dos
planos de vida, el del bando y el del contrabando [...] aquella vida fue doble, su sentido anfibológico y su
adaptación anfibia: habrá que respirar con pulmones y con agallas, por lo común, con más agallas que
pulmones.11

La dualidad en los comportamientos, la simulación, el carácter anfibio de la doble vida de los indianos, la
cotidianidad en la violación de lo establecido, contribuyeron también, en ese delirante torbellino que fue la
transculturación, a fijar o exacerbar conductas que, como la burla sancionadora que expresa la palabra riente y
tendenciosa, dícese en Cuba, también se dán la mano con algunas actitudes posmodernas: «el choteo, en lo que
tiene de humorismo ha sido arma de los sometidos impotentes, y en la América colonial, donde tanto ha tenido
que sentirse la impotencia de los subyugados, estos han reaccionado por el único medio defensivo a su alcance:
a la vez agresión y consuelo».12
Frente a las «rigideces sobreimpuestas a las flexiones de la realidad viva» y como una reacción desde los
márgenes a las subordinaciones exigidas, surgen hábitos inofensivos que, en sus más primarias motivaciones,
tienden a desafiar, neutralizándolos, los códigos dominadores. A la rigidez peninsular, por ejemplo, responde el
criollo con una actitud niveladora de jerarquías, a través de normas de comportamiento que dejaron su fuerte
impronta en la cultura latinoamericana: «Hay evidencias de que el criollo tendió en seguida a destacar una
actitud precisamente contraria, a caracterizarse frente al peninsular por una deliberada ausencia de
solemnidad».13
De este modo es posible concluir que hay, en efecto, más de un rasgo característico de la cultura
latinoamericana, derivado de su condición colonial y dependiente —y no exactamente de las influencias
recibidas en la segunda mitad de este siglo—, que podría considerarse posmoderno en la actualidad. Desde esta
perspectiva, la recepción europea y norteamericana de los modelos supuestamente posmodernistas de la
literatura latinoamericana que, desde luego, tienen un sentido para ese discurso crÍtico, resulta insuficiente,
desde el punto de vista epistemológico, para la literatura latinoamericana.
Dentro de este panorama, esbozado muy a grandes rasgos, el llamado boom de la novela latinoamericana
ha sido, sin duda, un corpus privilegiado por la crítica literaria foránea como ilustrativo de sus concepciones
sobre el posmodernismo. Pero no hay por qué reconocer, detrás de esa apropiación, una intención perversa de
tergiversar una imagen de América Latina, ni de imponer una visión neocolonizadora de su quehacer literario.
Si de este lado del mundo no se ha cuestionado el derecho a realizar lecturas originales de los clásicos de la
cultura europea y norteamericana —que en más de una ocasión han adquirido aquí un sentido sustancialmente

diferente—, no resulta en lo absoluto plausible que ahora se intente poner cotos a la apropiación de una
literatura que cada vez más entra a formar parte del flujo literario universal. Cuando John Barth, digamos,
encuentra en los textos de algunos autores latinoamericanos como García Márquez o Cortázar sólidas
expresiones del posmodernismo, no es su propósito, evidentemente, subvertir el sentido de una literatura que,
por otra parte, reconoce y admira hastá el punto de afirmar que: «Yo, personalmente, no me incluiría en ningún
club literario que no incluyera entre sus miembros al colombiano expatriado Gabriel García Márquez y al
italiano semiexpatriado Italo Calvino».14
Mucho más fecundo entonces que hacer suspicaces derivaciones acerca de una identidad cultural
supuestamente desconocida a partir del modo en que los textos latinoamericanos son recibidos en el mundo
—lo cual puede ser índice de la incapacidad de la crítica latinoamericana para asumir realmente la condición
cada vez más universal de esta literatura—, sería reflexionar sobre aquellas características presentes en el
quehacer literario del subcontinente que han hecho posible hallar en sus textos tan ilustres ejemplos del
posmodernismo. No parece ser casual, ni tendenciosamente manipulada, la reiterada observación de rasgos y
procedimientos que propician el hallazgo de lo posmoderno en esos textos por parte de la crítica europea y
norteamericana.
Un sentido diferente, sin embargo, puede advertirse en afirmaciones similares cuando parten, no de una
recepción que integra la significación de estos textos a una problemática otra, sino de una perspectiva
latinoamericanista que se propone esclarecer su devenir atendiendo al contexto en que se gesta. Tal es el caso de
Greg Dawes, quien a partir de un análisis de la praxis literaria en Latinoamérica, afirma que el posmodernismo
comienza con la literatura del boom y Rayuela «marca el comienzo de una época internacional de lo que estoy
denominando posmodernismo».15 Esta visión desconoce, aunque no sea este su propósito, una línea de
continuidad que se inicia con la vanguardia narrativa de los años 20 y culmina precisamente en los grandes
textos de la década del 60. En la problemática estética e ideológica en que se debaten escritores como
Macedonio Fernández, Julio Garmendía, Pablo Palacio o Felisberto Hernández, entre otros, pueden encontrarse
algunas de las claves de los textos más sobresalientes de los 60. Por otra parte, parece superfluo el intento de
reducir la diversidad estética de esta década, donde se mueven tantas expresiones de signo diferente, a un solo
concepto, dudosamente abarcador, y mucho más superfluo aún, hallar el texto que marque, puntualmente, el
surgimiento de una nueva estética. Tal intento parece responder a una concepción anticuadamente moderna de
la literatura que, más interesada en su ordenamiento y clasificación, reduce variedad y riqueza en aras de
obtener una imagen coherente de su devenir.
Década bisagra entre dos sensibilidades diferentes, abigarrado espacio de creación estética donde se
confunden lo nuevo y lo viejo, los años 60, ofrecen un panorama extremadamente complejo y variado. En
particular, la narrativa de estos años exhibe un conjunto de obras que se tornan aún más polémicas desde la
nueva perspectiva de análisis que abre el posmodernismo. Culminación, por una parte, del intenso movimiento
de actualización y experimentación iniciado por la vanguardia histórica, y a la vez heredera de la tradición del
regionalismo en su búsqueda de definición de una identidad propia, la narrativa de los 60 en general, parece más

cercana a los cánones del modernismo, aun cuando el trasiego de lo moderno parezca imbricarse ya con algunos
rasgos de un posmodernismo que aún no es conocido por ese nombre. Por otra parte, no es superfluo recordar
que, en general, los escritores del boom no permanecen al margen del cambio de sensibilidad y de cánones
estéticos que está teniendo lugar en esta época en Latinoamérica. Piénsese, por ejemplo, no solo en la distancia
que media entre Rayuela y 62. Modelo para armar —dos textos publicados en la misma década—, sino entre
La casa verde y La madastra, o entre El siglo de las luces y Concierto barroco o El arpa y la sombra.
Sin embargo, son principalmente, a mi juicio, los narradores de los 70 y los 80 —«los hijos de Cortázar»,
«los novísimos», «los escritores del crack»— los que poco a poco, en su teoría y en su praxis, van definiendo
una política que se verifica dentro de los cánones ideoestéticos de la posmodernidad.16 Y no se trata para ellos
de una necesidad de estar a tono con las nuevas tendencias que se desarrollan en el mundo, sino de una
expresión que surge espontáneamente como respuesta a las motivaciones de una nueva época. El narrador
argentino Mempo Giardinelli, en sus «Variaciones sobre la posmodernidad», expresa, con toda sencillez, cómo
en su propia experiencia, la nueva estética se impone independientemente de su voluntad, tal como suele
suceder en todo acto creador asumido libremente:

Como ustedes apreciarán, lo que estoy haciendo es una simple variación sobre un tema que me preocupa y
sobre el que me cuesta arribar a un juicio acabado. Me preocupa porque —me guste o no— es la estética
de mi tiempo, el tiempo en que vivo y escribo. Y porque mi propia obra —sobre la cual no seré yo el que
hable— está inmersa en esta estética, la acompaña, la recorre, independientemente de mis propósitos. Es
que yo mismo, cuando busco e interrogo, cuando hago literatura para saber por qué la hago, cuando
exprimo mi pobre cerebro para alcanzar algunas comprensiones, estoy entrando en esta modernidad de la
modernidad. Y entrando a chaleco, a la fuerza, con todo, porque para mí escribir es transgredir, cuestionar,
es protestar, es denunciar; del mismo modo que es proponer y conmover, porque uno escribe desde su
propia desesperación.17

Ciertamente, más allá de los deseos de cada quien, el posmodernismo es un término ya acuñado, que se
presenta como «inevitable», y no parece posible ni beneficioso omitirlo y sustraerse de las posibilidades de
discusión e intercambio de ideas que abre. Tampoco resultaría fecundo obviar las posibilidades de renovación
del discurso crítico que este pone en juego al abrir las compuertas cerradas de la modernidad.
El posmodernismo forma parte de un debate que no está clausurado, se integra a un proceso que ofrece
nuevas vías de análisis al expandir los códigos valorativos y deberá también encontrar un rumbo, todavía hoy
incierto, de proyectarse más decididamente al futuro. Que hay múltiples modos de acercarse a la estética de la
nueva época, pues nada ha sido dicho aún de un modo definitivo sobre este tema, parece ser corroborado por
afirmaciones como la siguiente, donde el creador asume la pos modernidad a partir de sus propias convicciones
ideoestéticas:


Posmodernidad, posboom o como quiera que se llame, para mí es eso: en literatura, una escritura del dolor
y la rebeldía, pero sin poses demagógicas, sin volvernos profesionales del desdén, de la suficiencia, del
exilio, ni de nada. Quiero decir: ser posmoderno es ser moderno siempre, joven siempre, rebelde siempre,
transgresor siempre, y disconforme y batallador como constante actitud ética y estética.18

Desde esta perspectiva, no hay por qué asumir el posmodernismo en los términos con que ha sido
concebido por algunos pensadores europeos o norteamericanos, que parten de una realidad y una perspectiva
diferentes, sino que se impone la necesidad de readecuar ese pensamiento a las peculiares condiciones de
América Latina, donde también es otra la historia y su respuesta artística. En particular, no es obligado asumir
como una fatalidad la arista del pensamiento posmoderno que acentúa el descreimiento y se siente incapaz de
mirar al futuro como reacción al fracaso de los grandes relatos de la modernidad,19 sino que a través de la
participación en este debate, es posible contribuir a que el posmodernismo se defina a su vez como un proyecto
quizá menos ambicioso, pero más cercano a la realidad que el modelo ofrecido por las grandes utopias.

II

...corre hasta una calle con un nombre imposible (Ultima
Thule) y bórraselo con tus huesos y escribe con tu sangre:
aquí y ahora.
Ernesto Santana, «Aprendiz de brujo»

Se ha escrito mucho —quizá en demasía— sobre la relación del hombre con la historia en la
posmodernidad. Desde las tesis lyotardianas acerca del fin de la historia hasta las conservadurísimas opiniones
de Francis Fukuyama, cuando afirma que «la democracia capitalista es la última altura», una altura en la que
cesarán las luchas ideológicas y sobrevendrá el fin de las ideologías. Estas opiniones son comentadas por
Adolfo Sánchez V ázquez:

La historia es otra de las cabezas que rueda bajo la guillotina posmodernista. Ya no se trata de la historia
sin sujeto, postulada por el estructuralismo francés, ni tampoco de la falta de sentido de la historia, sino que
se trata pura y sencillamente de que no hay historia, de que si la ha habido ha llegado a su fin y estamos en
la pos historia [...] El presente absorbe al pasado e igualmente es absorbido el futuro: lo que ha de llegar o a
lo que hay que aspirar. O como dice Baudrillard: «el futuro ya ha llegado» y no hay que esperar ninguna
utopía.20

Suscribir de este modo una de las tantas formas de apreciar el papel de la historia por la posmodernidad
—como si esta fuera la única manera de encarar un tema tan polémico— tiende a clausurar la posibilidad de

utilizar en favor de un nuevo humanismo algunas estrategias posmodernistas como la recuperación de las voces
marginales o la disolución de las fronteras entre la alta cultura y la cultura de masas. Parecen entonces mucho
más adecuadas, por citar solo un ejemplo, las apreciaciones de Frederic Jameson, quien considera que con la
posmodernidad se ha arribado, no al fin, sino a una etapa de reconstrucción y ajuste de una nueva historia.
En Cuba, este debate adquiere matices singulares, sobre todo, entre los más jóvenes creadores. A diferencia
de los escritores y artistas nacidos alrededor de 1950, cuya experiencia vital hacia la madurez tiene lugar en los
años 60 —esa década prodigiosa en el mundo y particularmente en Cuba—, los denominados «novísimos»
arriban a sus años formativos en un contexto muy diferente, el de fines de los 70, y principios de los 80. Y no se
trata solamente de que el famoso «quinquenio gris» y sus lodos ya estén quedando atrás por esta época, sino
también de que, tal como puede apreciarse en sus mismas obras, a través de temáticas obsesivamente
recurrentes, estos artistas conocen, durante la enseñanza media, la generalización del fraude —académico y
no—, participan —activamente o como espectadores— en los actos de repudio durante los sucesos del Mariel,
una experiencia que, paradójicamente, tiene lugar después del llamado popularmente «regreso de las
mariposas», clara alusión del choteo cubano a la metamorfosis, brusca e inesperada, de la política oficial cubana
a partir del diálogo que se establece a fines de los 70 con representantes de la denominada comunidad cubana en
el exterior; son testigos del vertiginoso derrumbe de algunos paradigmas del heroismo en Granada o en la
guerra de Angola, y por último, ya al finalizar la década, mientras se desmorona estrepitosamente el campo
socialista y caen al suelo los pedazos del muro de Berlín que luego serán vendidos a los turistas, son testigos de
las conocidas Causas del verano de 1989, que tan profundo impacto dejaron en la opinión pública nacional. Por
otra parte, estos creadores —algunos de los cuales ya han andado un trecho no despreciable en el camino del
arte y la literatura— son los primeros que se forman totalmente en la nueva sociedad que se estructura en Cuba
a partir del triunfo de la Revolución en 1959.

Hay un crÍtico que dice que los 80 son los años más insulsos y aburridos de Occidente en los últimos
tiempos y que se ha llegado a la postestupidez. Él se burla un poco de Marguerite Duras y otros autores.
Eso puede ser cierto, mas para nosotros los cubanos fueron años extremadamente convulsos y lo siguen
siendo en los noventa.21

No se trata, por otra parte, de que los sucesos antes mencionados conduzcan a una negación de la historia,
mas tampoco debe desconocerse que las experiencias de los jóvenes creadores en esta etapa están relacionadas
con la puesta en duda de un proyecto de emancipación del hombre en los matices y tonos idílicos con que este
proyecto había sido formulado. Algunas de estas experiencias, comunes a otras generaciones de intelectuales
cubanos, ya que no evidentemente exclusivas de los novísimos, tienen lugar, sin embargo, en un período de la
vida de los jóvenes creadores que es clave en su formación. Hay en ellos una constatación, desde una edad muy
temprana, de la distancia que existe entre la historia oficial —aquella que se divulga, por ejemplo, a través de la
prensa— y la historia real que viven cotidianamente en las calles. La ruptura que estas experiencias ocasionan

en el plano político —mas no solo en este— contribuyen a la fragmentación del sujeto, una fragmentación que
en los Estados Unidos, en Chile o en Brasil responde a otras causas, pero que en Cuba aparece íntimamente
vinculada con la incorporación de diferentes formas de simulación y el uso de múltiples máscaras que se
superponen en la vida cotidiana. Esta problemática, reflejada de diversas maneras en el arte y la literatura
cubana más recientes, coincide, en buena medida, con algunas de las inquietudes que ha puesto en circulación el
discurso posmoderno, y con lo que se ha denominado el fracaso de los Grandes Relatos de la modernidad.
La diversidad de la creación de los novísimos, el modo audaz, casi natural con que transgreden y renuevan
códigos expresivos, explorando nuevos territorios con el mismo desenfado con que se apropian, a la vez que
subvierten —a veces imperceptiblemente— la tradición, hace que parezca casi imposible ceñir estas
expresiones en un juego sistematizador tan propio de la exégesis.
Son, sin embargo, los novísimos creadores los que con mayor fortuna y acierto incursionan en zonas
omitidas por el quehacer estético inmediatamente precedente, que no entraban a formar parte del peculiar
proyecto de modernidad en que se inscribían estas obras. Y no se trata solamente de algunos temas políticos
rodeados de silencio, sino también de otras zonas y conflictos igualmente omitidos. Las vivencias particulares
de una experiencia que los distingue del esquema prefijado de antemano como deber ser para un joven cubano
—que arranca de esa magnífica idea del Che acerca del hombre nuevo, expresión de un profundo humanismo,
para transitar posteriormente por consignas y esquemas vacíos que llegaron a ser lugares comunes, despojados
de un verdadero sentido y sin que los códigos normativos surgiesen de una polémica confrontación con las
nuevas circunstancias de los jóvenes—, pasaron a ser temas recurrentes en la creación de los novísimos.
Algunas de las diferencias que separan a los novísimos de los creadores nacidos en torno a 1950 se
advierte, por ejemplo, en el tratamiento que recibe en el cuento el tema de la homosexualidad. Son justamente
los más jóvenes cuentistas los que van a rescatar esta temática —que había tenido una fuerte preferencia en la
narrativa cubana del siglo XX hasta la década del 60— cuando aún resulta, luego de los 70, un tema escabroso.
Tanto que, según se ha comentado, no solo no aparecían homosexuales en la literatura de aquellos años, sino
que tampoco parecían existir en la realidad misma.22 Pero además, los novísimos reivindican estos temas desde
una posición contestataria, inconforme y sin concesiones a los prejuicios y tabúes que tradicionalmente han
girado en torno a esta cuestión. Liberados de algunos pecados originales por un hecho tan circunstancial y
definitivo como el momento de su nacimiento —que determina la época de su posterior formación—, y
acostumbrados desde muy temprano a las pocas posibilidades de publicación de sus textos lo cual quizá
también sea un don de la pobreza irradiante, que los libera de ese bregar con la censura y autocensura que suele
atormentar a los éditos, lo cierto es que los novísimos narradores irrumpen como una fuerza sin dudas
renovadora y transgresora en el panorama literario de los 80, ya de por sí bastante intenso en la Isla, sobre todo
por el implícito contraste que representa en relación con la década precedente.
Igualmente —aunque en un orden sustancial mente diferente del literario, debido a su carácter
eminentemente popular y desprovisto del halo de prestigio de las formas artísticas privilegiadas por la
modernidad—, la impronta del peculiar posmodernismo insular puede advertirse en una práctica cultural tan

marginada como el tatuaje. En Cuba, una antigua tradición, cuyo origen parece remontarse a las primitivas
escarificaciones de los esclavos africanos traídos a la Isla, deja su impronta en el arte del tatuaje. Las imágenes
inscritas en la piel aún poseen un sentido que rebasa el juego arbitrario de los signos sobre la superficie corporal
para ser representación vinculada a la significación de una iconografía ancestral. A diferencia de los «signos
despojados de sentido, que se multiplican, se hipertrofian precisamente porque ya no tienen secreto, ya no
tienen crédito. Signos sin fe, sin afecto, sin historia, signos aterrorizados ante la idea de significar»,23 los signos
del tatuaje insular suelen presentar una orientación, definida incluso, hacia una funcionalidad tangible:
imágenes de Ochún, Changó, Yemayá, San Lázaro, indios protectores, números cabalísticos, íremes, firmas
abakuá, cintillos horoscopales, dragones, letras, y nombres, serpientes, águilas, orquídeas, llaves, hongos,
banderas: trazos diferenciadores que consoliden una alianza, den cumplimiento a una promesa, fortalezcan un
sentimiento, reafirmen una fe, desplieguen su poder seductor a través de una singular erótica del cuerpo o
guarden testimonio visible del viaje del espíritu.
No parece casual el hecho de que sea un escritor cubano quien, partiendo de la idea de Roland Barthes
acerca del texto como cuerpo —objeto de placer y goce— desarrolle una noción diferente de la escritura,
relacionada con la inscripción del signo sobre la superficie de la piel. Para Severo Sarduy, el acto mismo del
tatuaje —la búsqueda de una fijeza, de una trascendencia a través de la herida y el dolor— es asociado con la
creación literaria: «La literatura es [...] un arte de tatuaje: inscribe, cifra en la masa amorfa del lenguaje
informativo los verdaderos signos de significación. Mas esa inscripción no es posible sin herida, sin pérdida.
Para que la masa informativa se convierta en texto, para que la palabra comunique, el escritor tiene que
tatuarla».24
Desde esta perspectiva el escritor —como el tatuador—, al fijar los signos, fija su energía y establece un
diálogo con el cuerpo sobre el que inscribe sus signos y su memoria. Una orientación similar parece alcanzar el
sentido de este arte entre los novísimos tatuado res de la Isla, herederos de una tradición viva —en ese
carpenteriano mestizaje de tiempos diferentes— que mantiene un afán de trascendencia muy peculiar, ajeno en
buena medida al vaciamiento de los signos y el puro juego en la superficie que caracteriza al tatuaje como moda
en las sociedades posindustriales, donde la máquina o el cuño anónimos sustituyen el laboreo paciente y
artesanal de la mano del artista.
Es importante tener en cuenta este acercamiento a la difusa problemática del posmodernismo en Cuba, que
con estas consideraciones sobre los más jóvenes cuentistas o tatuadores de la Isla no se aspira a privilegiar una
promoción de escritores y artistas, ni a ofrecer fórmulas que permitan encasillarlos cómodamente, modernos o
posmodernos, cual si esa fuera una categoría esencial, especie de to be or not to be de la creación insular en
estos finales de siglo. Es sabido que las periodizaciones y denominaciones a través de las cuales la historiografía
y la crítica intentan clasificar las tendencias artísticas dominantes de una época no son palabras mágicas que
puedan remitir a la riqueza, diversidad y originalidad de la creación. Siempre habrá autores que no participen de
las coordenadas generales del arte de su tiempo, y no por ello será menor el valor de su obra, del mismo modo
que habrá textos que, aun cuando resuman los rasgos típicos de las tendencias creativas del momento, no sean

realmente trascendentes por su propia calidad estética. De este modo, debe entenderse que la mención del
posmodernismo y la intención de señalar algunos de sus rasgos en los novísimos creadores, no debe asumirse
como un juicio de valor en sí mismo, ni como un afán de forzar el análisis para estar a tono con el canon de
moda.
No puede dejar de pensarse, sin embargo, en obras que de algún modo —mediado, oblicuo, directo, pero
siempre matizado por la natural resistencia del arte para someterse a cualquier fijeza— se muevan dentro de las
coordenadas del posmodernismo, unas coordenadas que, a su vez, también se hallan sometidas a una movilidad
constante ante el empeño caracterizador. Si bien esta es una de las más antiguas batallas entre la crítica y el arte
—este último marcando su territorio, negándose a ajenas incursiones—, no es menos cierto que en relación con
el posmodernismo —por su cercanía, por su desafiante inmediatez, por sus soterrados vínculos con la
modernidad— este empeño se torna aún más arriesgado.
La ausencia de una ruptura categórica o violenta entre el posmodernismo y el modernismo —más
acentuada aún en el arte y la literatura insulares—, ese definirse, no por un irreconciliable anti, sino por un
modesto post, hace que sean sumamente imprecisas las fronteras entre ambas expresiones, que más que
determinadas por la puesta en juego de algunos recursos novedosos u originales —en el sentido moderno de la
palabra— se encuentran regidas por matices de sensibilidad, por a veces inadvertidas intenciones, por
desplazamientos imperceptibles del pulso con que se capta una época y se tiende a la transformación de un
mundo. Estas —a veces inasibles y sutiles— diferencias han hecho pensar a más de un crítico que nada nuevo
se esconde tras lo que consideran una mera revitalización de algunos de los procedimientos ya puestos en juego
años atrás por la vanguardia histórica, como si el uso de algunos artificios técnicos, en sí mismos, pudiera dar fe
de los nuevos atisbos que se gestan con su uso. Que ese camino —el catálogo de técnicas y procedimientos al
margen de las secretas resonancias que los impulsan— es un camino ciego, fue ya advertido por Frederic
Jameson cuando, al intentar definir en la pasada década los rasgos de la nueva lógica cultural, afirmó: «de
hecho, puede considerarse que todas las características del posmodernismo que enumeraré pueden detectarse, en
pleno esplendor, en esta o aquella forma del modernismo».25
No se trata entonces de hallar el procedimiento, la característica o las técnicas que prodigiosamente
permitan calificar una obra como posmoderna —aunque no se desdeñe, desde luego, la posibilidad de precisar
desde esa perspectiva algunos rasgos sobresalientes y diferenciadores—, sino de una búsqueda encaminada a
aprehender la condición posmoderna como un modo esencialmente complejo de expresión de una nueva
sensibilidad insular.
El apremio con que los novísimos se acercan a su tiempo —un presente que no es desdeñado, ni pospuesto
en función de otros tiempos, sino asumido en su perentoria inmediatez—, indagando a través de una actitud
esencialmente cuestionadora, que no ofrece respuestas —y quizá tampoco las busque por aquello de lo difícil
que resulta luego desembarazarse de ellas—, se corresponde con la premura de su irrupción —casi abrupta— en
el panorama cultural cubano de los 80.
La distancia ante los viejos modos pudiera quedar resumida en una frase popular que, en un sostenido

ejercicio de enseñanza cotidiana de los novísimos tiempos repiten insistentemente a sus mayores los jóvenes
cubanos: apaga el tabaco, tío. Apaga el tabaco.
Es, desde luego, el tabaco de don Fernando Ortiz el que los mayores suelen recordar. El tabaco puro —dice
Ortiz, y la pureza del nombre ya suena añeja— se fuma con los «cinco sentidos» y con meditación, que es el
hervor de las sensaciones al trocarse en fuerza de pensamiento y humo de ideales. El tabaco es cosa de gente
grande, responsable ante la sociedad y los dioses. El tabaco, incorporado a Occidente en el siglo de las Utopías,
fabricaba ciudades de humo. En el fumar un tabaco hay una supervivencia de religión y magia: la de los
behíques cubanos. Por el fuego lento que lo quema es como un rito expiatorio. Por el humo ascendente a los
cielos parece evocación espiritual. Por el aroma, que encanta más que el incienso, es como un sahumerio de
purificación. La sucia y tenue ceniza final es una sugestión funeraria de penitencia tardía. Fumar un tabaco es
elevar suspiros de humo a lo ignoto, anhelando un consuelo pasajero o una ilusión, aunque huidiza, que
entretenga la espera. El tabaco, en fin, liberal y voluptuoso, en la época de Ortiz, frente al azúcar basta y
necesaria —la altiva corona frente al humilde saco—, es también ahora un símbolo viejo.
La planta amable que da el humo, consuelo de meditabundos y deleite de soñadores arquitectos del aire,
decía Marti. Apaga el tabaco, dicen los más jóvenes, y al decirlo apremian también el tiempo sostenido del
habano, que demora su consumición ad infinitum. Porque en esa frase tan rotundamente cubana se expresa la
urgencia de esta época, la premura con que se aspira a vivir el presente.
Por otra parte, es importante subrayar que esta premura no implica, en el contexto insular, una postura
ajena a los conflictos del presente, ni a la mirada crítica sobre el pasado, sino todo lo contrario. Que el
posmodernismo cubano no se desentiende de los problemas esenciales de su tiempo aunque tenga, desde luego,
un modo otro de asumir la historia, es algo que se refleja no solo en la praxis artística de los novísimos, sino que
alcanza una formulación explícita en las concepciones de uno de los proyectos culturales surgidos en los finales
mismos de los 80. Paideia —y el mismo nombre da fe del amplio sentido humanista que se pretende validar a
través de una praxis cultural— se proponía rescatar una dimensión universal de la cultura y aprovechar esa
misma praxis en función de dinamizar un proyecto emancipador que debería ser sometido a un amplio debate.
Orientado hacia la polémica, la interrogación constante, la indagación y la crítica como formas de dinamización
de la cultura cubana, Paideia partía, entre otras, de convicciones que, como la siguiente, muy poco tienen que
ver con la actitud indiferente y desentendida de los problemas de su época que se ha asociado con la pos
modernidad: «El proyecto histórico de la desalienación como condición sine qua non para el pleno ejercicio de
la libertad humana —libertad que presupone no la anulación de los valores sino la superación de todos los
dualismos— no es una fantasía sino una necesidad intrínseca a la cultura misma. Toda utopía es historia».26
Tanto se ha hablado en el contexto de la posmodernidad acerca del fin de la historia y de la utopía —una
utopía que para algunos seres, evidentemente, muy, muy privilegiados y minoritarios, ya ha arribado—, que la
simple mención de palabras como libertad, emancipación y, desde luego, utopía, parecen otorgar per se un tono
definitivamente moderno a cualquier discurso que las incluya.27 No debe dejar de advertirse, sin embargo, que
la peculiar pos modernidad cubana es esencialmente indagadora, cuestionadora de la circunstancia en que se

desarrolla, y está prácticamente empeñada en la posibilidad de proyectar el futuro. No han pasado a serle ajenos
los dilemas esenciales del hombre, aunque hayan cambiado —y continúen cambiando— los términos y las
perspectivas con que se evalúan estos dilemas. Tampoco debe desconocerse que estas peculiaridades del
posmodernismo en Cuba están influidas decisivamente por el hecho de que la Isla ha sido testigo de la puesta en
práctica de uno de los proyectos modernos de justicia social más radicales y sostenidos del continente: un
proyecto que ha sido legitimado, entre otras formas, a través de un discurso humanista cuyos principales tópicos
gozan de fuerte arraigo en la modernidad. Es esta, sin dudas, una de las tantas experiencias históricas de la
nación cubana —la fundamental en las tres últimas décadas—, que matizan y distinguen el posmodernismo
insular y le otorgan una especificidad, marcada incluso dentro del también singular posmodernismo de América
Latina, bien diferente, como ya se ha dicho, del de las llamadas sociedades posindustriales. Desde esta
perspectiva, que enfatiza los matices, las mediaciones, el modo original de encarar determinados motivos y
tópicos de la posmodernidad para crear un discurso propio, puede resultar artificial la separación que se
establece cuando se afirma: «Aunque las poéticas posmodernistas han logrado abarcar las proposiciones
estilísticas del nuevo arte insular, los intelectuales cubanos continúan marcados por una intención y toda una
retórica moderna: emancipación, humanismo, ética, institución y hasta vanguardia».28
Más que marcado por una intención y una retórica modernas, me atrevería a afirmar que, condicionado por
la experiencia histórica nacional—común en sus coordenadas generales a la de muchos países del Tercer
mundo, pero también sustancialmente diferente en sus profundas particularidades—, el posmodernismo cubano
se expresa a través de una amplísima gama de posiciones y matices ideoestéticos que, si bien sería imposible
tratar de reducir a fórmulas fijas y abarcadoras, mantiene en general un empeño de subvertir y proyectarse en su
contexto social, de promover el diálogo y la confrontación con la historia, de búsqueda de una nueva ética y de
un proyecto de emancipación que se adecue a los nuevos tiempos: un empeño que es parte esencial de su
proyección, y que habrá que asumir, no como una rémora de trasnochada modernidad, sino como parte
sustancial de las nuevas expresiones artísticas que surgen en el país. Este modo de presentarse la
posmodernidad en Cuba —un modo que, como se ha dicho, se verifica de maneras muy diferentes— es una de
las formas generales que asume la diversidad de preguntas y respuestas ideo estéticas al reto de una nueva
época, desde una perspectiva condicionada básicamente por la experiencia y las tradiciones nacionales.

Notas

1 Ticio Escobar, «Posmodernismo/precapitalismo», Carta Cultural, 3(4), agosto, 1989:50.
2 Javier García Méndez, «La crítica posmoderna entre la condición posmoderna y la condición crítica», Nuevo
Texto Crítico, 3(6), segundo semestre, 1990: 43.
3 George Yudice, «¿Puede hablarse de posmodernidad en América Latina?», Revista de Crítica Literaria
Latinoamericana, Lima, 15(29), 1989.


4 Jorge Rufinelli, «Los 80: ¿ingreso a la posmodernidad?» Nuevo Texto Crítico, 3(6), segundo semestre, 1990:
38.
5 Nicolás Casullo, «Posmodernidad de los orígenes», Nuevo Texto Crítico, 3(6), segundo semestre, 1990: 96.
6 Jurgen Becker, «Jauss y Borges: sobre las relaciones entre la estética de la recepción y el posmodernismo»,
Nuevo Texto Crítico, 3(6), segundo semestre, 1990: 151.
7 Véase Carlos Rincón, «Modernidad periférica y el desafío de lo posmoderno: perspectivas del arte narrativo
latinoamericano», Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, Lima, 4(29), 1989: 61.
8 Linda Hutcheon, The Politics of Posmodernism, Londres-Nueva York: Routledge, 1989: 15.
9 George Lamming, In the Castle of my Skin. La Habana: Casa de las Américas, 1979: 68.
10 Nelly Richard, «Periferias culturales y descentramientos posmodernos (marginalidad latinoamericana y
recompaginación de los márgenes)», en Dominación cultural y alternativas ante la colonización, La Habana,
Centro Wifredo Lam, 1991: 7.
11 Fernando Ortiz: «EI choteo», en Albur, La Habana, 4(especial), mayo, 1993: 162-3.
12 Fernando Ortiz, Op. cit.: 64.
13 Jorge Mañach, «Los estragos del tuteo», en Fernando Ortiz, Op. cit.: 216.
14 Apud: Carlos Rincón, Op. cit.: 69.
15 Greg Dawes, «Hacia una rearticulación del posmodemismo en América Latina: el caso de la poesía
nicaragüense», Nuevo Texto Crítico, 3(6), segundo semestre, 1990: 95.
16 Esta opinión, desde luego, ya ha sido sustentada por otros autores, entre ellos Roberto González Echevarría,
quien considera, en relación con la narrativa latinoamericana, que «the Modern is equivalent to the Boom, and
therefore postmodernism equivalent to the post-boom». (Véase «Sarduy, The Boom, and the Post-Boom», Latin
American Literary Review, 15(29), enero-junio, 1987: 69)
17 Mempo Giardinnelli, «Variaciones sobre la posmodernidad (o ¿qué es eso del posboom latinoamericano?)»,
Puro Cuento, julio-agosto, 1990: 31.
18 Ibíd.: 31.
19 Tampoco considero acertado identificar el posmodernismo, en general, con estas actitudes. Esta posición
simplista que reduce un debate múltiple y abierto a una sola perspectiva, desconoce, además, numerosas
expresiones que, tanto desde el punto de vista teórico como desde la propia praxis artística, parecen desmentido.
20 Adolfo Sánchez Vázquez: «Posmodernidad, posmodemismo y socialismo», Casa de las Américas, 30(175),
julio-agosto, 1989: 141.
21 Salvador Redonet Cook, en Enrique Pérez Díaz, «Los últimos serán los primeros», Revolución y Cultura, La
Habana, (3), mayo-junio, 1993, 23.
22 «En el “quinquenio gris” no aparece, por supuesto, ningún homosexual, como si no existieran. Sabemos por
qué: había una relación directa, inmediata entre sexo e ideología, entre sexo y política» (Salvador Redonet Cook,
«Los últimos serán los primeros», Op. cit.: 24).


23 Jean Braudrillard, De la seducción, México, D.F.: Red Editorial Iberoamericana, 1990: 114.
24 Severo Sarduy, Escritos sobre un corpus, Sao Paulo: Editora Perspectiva, 1979: 53-4.
25 Frederic Jameson, «El posmodemisno o la 1ógica cultural del capitalismo tardío», Casa de las Américas,
2ó(155-156), marzo-junio, 1986:143.
26 «Paideia: proyecto de promoción, crítica e investigación de la cultura», La Habana, octubre, 1989: 6.
(mimeografiado)
27 Asumido desde esta perspectiva, el discurso de Paidea, podría ser inscrito dentro de un proyecto de
modernidad. Sin embargo, un análisis más profundo de las ideas y la praxis cultural que intenta promover, tiende
a revelar sus vínculos con algunas de las coordenadas del peculiar posmodernismo cubano.
28 Iván de la Nuez, «Más acá del bien y del mal. (El espejo cubano de la posmodernidad)», Plural, 238, julio,
1991.

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